Más allá de las condolencias, la inmigración clama por soluciones

Cuando se rescatan del mar veinticuatro cadáveres, en su mayoría niños, no hay lugar para la demagogia y las frases hechas. Las imágenes son auténticamente desgarradoras y constituyen el ejemplo gráfico del supino fracaso de los países llamados desarrollados por zanjar esta sangría humana. El clamor social es cada vez mayor, ante la impotencia de ver cómo nuestras costas se han convertido en punto de destino, en puerta de entrada hacia una nueva vida de personas que, en muchos casos, lo único que logran es perder la que tienen. La inmigración irregular alcanza cada vez cotas más elevadas de sinrazón, pero no por ello se puede presagiar un final satisfactorio, ni mucho menos, a medio o largo plazo. Es increíble que en pleno siglo XXI no existan mecanismos que detecten este tipo de embarcaciones y sean capaces de reconducirlas a su lugar de origen o, como en este último y dramático caso, evitar que una patera se hunda a veinte escasos metros de las costas de Lanzarote. Tan cerca de su destino y no ser capaces de ser socorridos a tiempo. En este asunto, como en otros, es fundamental huir por todos los medios de la deshumanización, de sumar y sumar víctimas sin reflexionar sobre el hecho de que se trata de personas únicas e irrepetibles. Seres humanos, sea cual sea su lugar de nacimiento. Un Gobierno responsable, consecuente y solidario debe echarse las manos a la cabeza y clamar a voz en grito que esto no puede suceder más. Pero, por mucho que la indignación y el dolor sean generales, la pena no son sólo estas últimas víctimas, sino que lo realmente lamentable es que va a seguir pasando sin que nada ni nadie sean capaces de ponerle freno. El problema, desde luego, está en el origen y en esos terceros países que no ponen los medios necesarios para frenar la salida de personas en busca de un futuro mejor, aunque para ello se arriesguen a una muerte casi segura.

    17 feb 2009 / 16:08 H.