Mapa de ninguna parte
Mapa de los sonidos de Tokio.- A una película le puedo perdonar la perspectiva cenital, tópica y manida de la capital de Japón. Le puedo perdonar la falta de recursos de una voz en off. La infantilidad de un plano general con una chica lánguida, de pelo largo y flequillo hasta los ojos, postrada equilibradamente a la derecha del fotograma, encerrada en un amor de póster tan absurdo y gris como las cuatro paredes entre las que ha edificado su vida.
Le puedo disculpar la excentricidad de una Vie en rose que no salga de las cuerdas vocales de Edith Piaf. Lo que no le puedo perdonar a una película es que no me haga volar. Que venda como pasión desbocada un affaire domesticado. Que no sea más que una sucesión de planos y encuadres maquillados para salvar del naufragio una historia plana como es El mapa de los sonidos de Tokio. Un título rimbombante y pretencioso para un drama inverosímil, superficial y angustiosamente blando como los “mochi” de fresa que degusta la protagonista. A excepción de la habitación de hotel donde se dan cita los amantes para perecer al deseo, todo en El mapa de los sonidos de Tokio es artificio. A menos de un centímetro de distancia, con el aliento de ella golpeando la nuca de él, los diálogos que intercambian Rinko Kikuchi y el hombre menos erótico del mundo, Sergi López —una suerte de Alfredo Landa, pero en Japón, en vez de en Alemania— son frases hueras sacadas de la carta que todos escribimos cuando fuimos adolescentes a un amor platónico y que nunca nos atrevimos a enviar por pura vergüenza. Con las sombras de Ang Lee, Imamura, Oshina o Won Kar Wai planeando por el cielo de Tokio, a Isabel Coixet se le escapa, sin embargo, el concepto de erotismo. No basta con que un hombre introduzca cinco dedos en la vagina de una mujer para hacerla vibrar y sacudir al público. Coixet se queda en la estética del plano. Sus amantes no se despeinan, no sudan, no lloran de placer, no se rompen en las despedidas. El único motivo para no abandonar la sala de cine antes de tiempo es One Dove. Otra joya de Antony and the Jonhsons y la última canción de un mapa surcado de mediocridad. Por Nuria López Priego