Malditos bastardos. No quieres caldo, toma dos tazas

Por Nuria López Priego 
No basta con apellidarla “menor”. Por mucho guapito de cara que la protagonice, la última película de Quentin Tarantino, Malditos bastardos, es insulsa, paranoica, larga hasta morir y absolutamente prescindible.

    07 oct 2009 / 11:26 H.

    Si derrapes cinematográficos sorprendentes, arriesgados y originales, como Reservoir Dogs (1992), Pulp Fiction (1994) o Jackie Brown (1997), lo catapultaron al Olimpo de los dioses que pueblan el universo del séptimo arte y le concedieron el título de l’enfant terrible de Hollywood, Malditos bastardos es un accidente audiovisual de 153 minutos que debería haber acabado en el primer cuarto de hora, en ese homenaje insuperable al artífice del spaghetti western, Sergio Leone, y a la primera secuencia de Hasta que llegó su hora (1968). Pero, entonces, el largo ya no hubiera sido largo, sino corto, y resulta que los cortos no reciben los mismos aplausos. Tanto es así que la Academia de Cine española pretendió en 2007 erradicar esta categoría de los Goya. 
    El problema de Malditos bastardos es que se atraganta de tanto como dura, por no hablar ya del esperpéntico argumento del film, insostenible por todas partes. 
    A pesar de ello, la película es una demostración perfecta del increíble y envidiable dominio que posee Quentin Tarantino en la construcción de cada plano. Son soberbios los cenitales que puntean el film. A ello hay que añadir la maestría con que están elaborados algunos de los diálogos, la fotografía, el color de la película y su magnífica y cuidada banda sonora, algo que, por otra parte, tampoco sorprende demasiado viniendo de un melómano como el estadounidense. En fin, después de una bajada, aseguran que viene una subida. Quizá nos espere en la próxima “tarantiniada”.