03 jun 2015 / 14:30 H.
El ventorrillo, en el lenguaje de Jaén, rico en matices y sabiduría popular, es una pequeña venta ambulante cubierta ramaje seco y por puertas dos sacos entrelazados entre sí, que se instalaban en los hoy conocidos como como los puentes, y no seguimos la corriente como en la oca porque apenas si llevan agua suficiente, y si la llevan huele a todo menos a lavanda y romero. Bueno, a lo que voy. En estos “establecimientos”, hechos con más pasión que arquitectura vendían “ponche de malacatón”, vino peleón con alcaparrones curados en la orza (se llama así el vino porque después de dos vasos, llenos hasta el borde, la bronca, los agarrones y demás advertencias estaban aseguradas). Alguna que otra gaseosa de la bola o cerveza, aunque poca, pues tampoco la peseta abundaba en los bolsillos, saciaban la sed de las calores Medio Jaén se bajaba a los ríos por san Juan, san Pedro o Santiago. Espontáneos bailes se organizaban en torno a estos ventorrillos, y bailar “la raspa”, un pasodoble bien arrimaíto al querer y a los suspiros. Eran felices, aunque ya nostálgicos momentos que se fueron río abajo a no sé qué lejano territorio de la nada.