Los veneros de Úbeda
Mi última visita a Úbeda me ha traído la agradable sensación de que la piel de la ciudad se humaniza y se hace más congruente con su pasado. Es como si el centro histórico hubiera irradiado su norma de clasicismo para enmarcar en arcos de medio punto la ampliación de la biblioteca o para que la plaza de toros muestre su entraña de piedra o para que calles y plazas tomen la medida de los caminantes al abolir el fárrago insalubre de los coches.
Úbeda es más Úbeda hoy. Ver San Pablo o el Salvador libres de chatarra de automóviles y con el pavimento que se merecen, o pisar la calle Nueva sin las desazones del tráfico ha sido como pasear por el interior de un antiguo deseo.
Sin embargo, ha representado una sorpresa lo que ocultaba la casa número dos de la calle Roque Rojas. Allí se ha desenterrado un espacio insospechado que remite al medievo y que tiene algo de afanoso logro. Lo que eran tabiques de azulejos serigrafiados y viguetas de hormigón se ha mostrado como un vulgar catafalco donde se habían sepultado poderosos arcos de ojiva o capiteles de un primitivismo cercano al románico. El lugar ha sido bautizado como la Sinagoga del Agua y se ha convertido en un pequeño museo de piezas diversas y de procedencia heterogénea, aunque todas ellas remiten a la idea de Sefarat. Este museo podría haberse instalado en cualquier otro lugar y conservaría su mismo valor de recordar a un pueblo al que la enteriza España católica le debe una reparación, fuera del fácil consuelo de inventar una convivencia de las tres culturas que solo se dio en la desigualdad civil y que fue negada por el miedo o por la marginación, por el desprecio social o por los asaltos a las juderías. Puede que la Sinagoga del Agua cumpla la paradoja de no haber sido nunca una sinagoga, pero en todo caso todo apunta a que lo fue. En todo caso, su nítida estructura de piedra y su silenciosa armonía lo merecerían. Quiero decir que es plausible que la bella sala cuyo eje está compuesto por inmensos arcos apuntados fuera un lugar asambleario de oración y aprendizaje, lo mismo que es verosímil el espacio segregado para las mujeres o la función de despensas y de ayuda a la comunidad que tendrían las dos recónditas cantinas.
De lo que no cabe duda es de que la Sinagoga del Agua cumple lo que enuncia este último sustantivo. El agua está presente en siete pozos de hermosos brocales y, sobre todo, en la pileta excavada en el suelo de un sótano, a su vez, abierto a pico rompiendo estratos terrosos. Bajar a esta sala, que se arropa en una bóveda de sillería, representa descender a los veneros de Úbeda y a una atmósfera calma, muy sugerente, que transmite un incontestable aire ritual.
La historia de la recuperación de todo este bello microcosmos es la historia de una pasión, la de un hombre, Fernando Crespo, que se esforzó en hacer aflorar un tiempo enterrado y liberarlo de su mordaza de ladrillos de gafa. Él, al igual que las intervenciones municipales de las que hablaba al principio, han hecho que hoy Úbeda sea más Úbeda.
Salvador Compán es escritor