Lo esencial una vez jubilados

Juan Molina Prieto / Desde Jaén. Parece que fue ayer y han pasado diez años desde que me jubilé, tras un largo periodo de trabajo profesional. Casi inevitablemente uno “echa la mirada atrás” y evoca cómo ha pasado su vida tan rápidamente. Parece que fue “ayer mismo” cuando fuimos por primera vez a nuestro trabajo profesional;

    28 may 2012 / 11:21 H.

    cuando decidimos casarnos y formar una familia honrada, unida y temerosa de Dios como cristianos que éramos; cuando nos vino nuestro primer hijo; cuando empezamos a dar pasos serios en nuestra vida profesional y poco a poco fuimos labrando el sostenimiento digno de todos los nuestros. Pues bien, hoy me planteo la situación en la que estoy inmerso y con alguna frecuencia me viene a la cabeza la pregunta que os transmito a los jubilados que leáis esta carta: ¿Y ahora, Señor, qué quieres de mí para aprovechar el tiempo que me tengas reservado hasta que me llames a Ti definitivamente? Por experiencia personal —contrastada con muchos amigos y conocidos— nos ha ocurrido de manera muy amplia que en ese largo periodo de nuestra vida transcurrido desde el inicio del trabajo profesional hasta la jubilación, hemos centrado nuestros esfuerzos en conseguir levantar el vuelo económico para poder atender a nuestras familias dignamente; en la educación de nuestros hijos y en sus problemas personales; en cubrir, en resumen, las necesidades de nuestra vida material, de tal manera que, en muchas ocasiones, por un desenfoque torpe o por haber creído que nos complicaría la vida, hemos desenganchado de la presencia de Dios, y aunque en lo más íntimo de nuestro ser teníamos claro que de Dios vinimos a la vida y que a Dios hemos de volver, en la práctica, muchos hemos vivido como si Dios no existiera, o al menos no lo hemos tenido tan presente como hubiera sido deseable. Pues bien, amigos, pienso que la respuesta esencial a la pregunta que antes me hacía yo y os transmitía es que “abandonemos en manos de Dios nuestro pasado —Él es Padre y sabrá perdonarnos lo que no hayamos hecho bien— y también nuestro futuro dedicando el tiempo que nos quede en amar a Dios con todas nuestras fuerzas cumpliendo su voluntad lo mejor que podamos  —tratándolo ahora como antes no pudimos o no supimos— y sirviendo a los hombres que tenemos alrededor mientras tengamos fuerzas. Si la salud no nos acompañara, serviremos a los demás ofreciendo nuestras limitaciones, pero si estamos aún útiles, al menos parcialmente, podemos servir en Cáritas, en nuestras parroquias en muchas labores de formación, de visitas a enfermos, de colaboración en la vida litúrgica; en los Bancos de Alimentos, o en ONG que supongan una clara ayuda a los demás. Naturalmente no podemos dejar de ser esposos, padres y abuelos y hemos de intentar hacerlos felices a todos, pero que no se nos olvide: la mayor felicidad es que conozcan y amen a Dios más que nosotros lo hicimos. De ahí nacerá la paz interior que ansiamos.