30 abr 2014 / 22:00 H.
Algún día no muy lejano llegará un cataclismo atómico y largas oleadas migrantes se refugiarán en nuestros montes y sierras, o quizás sea por un meteorito, una plaga bíblica de esas siempre inminentes, como una lluvia ácida torrencial o un diluvio vía calentamiento del planeta que deshiela los casquetes polares e inunda el valle del Guadalquivir hasta Andújar o Mengíbar, convirtiendo a Jaén en atalaya para la humanidad, navegable por sus ríos caudalosos, ciudad Atlántida con resonancias telúricas que volverá a ser lo que fue en aquellas versiones apócrifas de las remotas mitologías recogidas en anales que todavía no se han podido descifrar. No hemos sido capaces de esclarecer ese enigma que nos sitúa como el gran centro oracular del Mito, cuando la Historia no existía y el ser humano apenas vislumbraba la escritura. Y ahí se parecen esos dos momentos, el que fue y el que vendrá. Jaén retomará un lugar central en las relaciones comerciales con el mediterráneo, que será el doble de grande y ofrecerá muchas posibilidades para el intercambio. Entonces cobrarán sentido muchos fragmentos ahora inescrutables, las trazas de una ciudad que a sus espaldas posee grandes superficies de parques naturales, animales salvajes y territorios fértiles para vivir en armonía con la madre Tierra, esa que acabará vengándose de las afrentas a las que la sometemos y que reclamará para sí los tesoros minerales que le hemos expoliado, como una maldición. La maldición que, por ahora, nos sigue castigando.
Escritor