Límites al progreso
Nada asegura que vayamos hacia adelante. De hecho vamos hacia atrás y cada vez quedan más al descubierto los fallos del desarrollismo tecnológico frente al reto utópico del progreso, por ejemplo las contradicciones de las industrias farmacéuticas con la explotación bursátil de las medicinas. ¿Podemos seguir creyendo en el progreso? El siglo XX apostó por él ciegamente y acabó quemado por el sol, igual que la homónima obra maestra de Nikita Mikhalkov (1994). Pero ahí queda la ilusión que se intentó, llamada Unión Soviética, y el proyecto esperanzador de una sociedad mejor, justa e igualitaria, que no obstante nunca llegó a cuajar en siete décadas, hundiéndose de golpe. Bien es cierto que el bloque capitalista hizo lo posible e imposible por impedir que prosperara, construyendo el Estado del Bienestar entre otras cosas, pero quizá los errores de la izquierda se encontraron dentro de la propia izquierda: con eso no se contaba al principio, y así fue minándose todo.
En cualquier caso estamos en el segundo decenio del siglo XXI viendo —con estupefacción unos, con agrado otros— cómo se desmantela el paraíso capitalista, la sociedad de los bienes de consumo que llena el carrito de la compra como quien adquiere felicidad.
Ya no hace falta el siglo XX: no por supuesto para lo malo, pero tampoco para lo bueno. Retrocedemos a marchas forzadas hacia el siglo XIX. Cada vez los ricos son más ricos y los pobres más pobres, las diferencias sociales se acentúan. La gente sin cobertura social, la picaresca, las servidumbres. Y todos esos miserables que habrán de contentarse con haber nacido, o con suerte de sobrevivir.
Ya nada volverá a ser igual. Tendrá que venir una revolución mucho mayor que la que ocurrió durante aquellos Diez días que estremecieron al mundo, la novela clásica de John Reed (1919), para que desde arriba piensen en compartir un poco más las migajas, pero mientras no ocurra nada seguirán apretando sin ahogar, porque si se pasaran estrangularían la gallina de los huevos de oro, que son los trabajadores. Ya se sabe que Dios aprieta, pero no ahoga.
En cualquier caso estamos en el segundo decenio del siglo XXI viendo —con estupefacción unos, con agrado otros— cómo se desmantela el paraíso capitalista, la sociedad de los bienes de consumo que llena el carrito de la compra como quien adquiere felicidad.
Ya no hace falta el siglo XX: no por supuesto para lo malo, pero tampoco para lo bueno. Retrocedemos a marchas forzadas hacia el siglo XIX. Cada vez los ricos son más ricos y los pobres más pobres, las diferencias sociales se acentúan. La gente sin cobertura social, la picaresca, las servidumbres. Y todos esos miserables que habrán de contentarse con haber nacido, o con suerte de sobrevivir.
Ya nada volverá a ser igual. Tendrá que venir una revolución mucho mayor que la que ocurrió durante aquellos Diez días que estremecieron al mundo, la novela clásica de John Reed (1919), para que desde arriba piensen en compartir un poco más las migajas, pero mientras no ocurra nada seguirán apretando sin ahogar, porque si se pasaran estrangularían la gallina de los huevos de oro, que son los trabajadores. Ya se sabe que Dios aprieta, pero no ahoga.