Lenguaje y redención
Cada día constatamos una nueva claudicación ante los prodigios organizados desde las grandes empresas y llevados a cabo por los artefactos del Estado. Cada día somos más conscientes, gracias a la información de los media, de lo que se cuece en el chiringuito de la democracia y, sin embargo, nos sentimos incapaces de alcanzar la felicidad, pareciendo que la única forma de llegar a ella es por el camino de la aceptación de lo inútil como bien útil, el abandono del alma al prodigio del esperpento, a la decrepitud intelectual y a la frivolidad.
La explicación de Cospedal sobre “la simulación en diferido del contrato de Bárcenas, supuso el paroxismo de un discurso construido solo con significantes: bloques de hormigón para ocultar el zulo político donde se esconde su razón de ser. Sí, lo agradecemos porque ratifica lo que hemos sabido siempre, pero no nos sirve de nada. Pellas de argamasa transformadas en valores, que al fomentar la bufonada, curiosamente afianza su poder. Y esa constatación equivale a que la defensa de nuestra dignidad suponga un estorbo; más aún, que la misma dignidad sea un estorbo. La demolición del lenguaje político no es posible porque es un lenguaje vacío: es el juego de la máscara sin carne que cumple dos objetivos: la redención de nuestra impotencia real mediante la comprensión de lo que consideramos necedad (solo aparente), y la consolidación, sobre esa necedad, del verdadero poder (poder real). La cúpula del partido, pues, organiza un acto para ensalzar la figura del fantoche, ratificando así los valores ideológicos del partido y tranquilizar a las firmas que lo financian. La difusión pública servirá para asegurar la rendición ante el acontecimiento, no azaroso, sino programado. Palabras: pellas de excremento que apuntalan al Estado, más justo cuanto más democrático. ¿Y la libertad de expresión? Se anula a sí misma en el momento en que somos conscientes de que solo sirve para expresar la imposibilidad de una reacción insurgente, para consolar y complacer a los que aún viven de espaldas a la gran revelación, a los que no se resignan a abandonar los últimos desechos de lo humano y se sienten dichosos en su trinchera marginal. En definitiva, cuando la libertad de expresión es útil para redimirnos. No obstante, seguiremos intentando alentar a un análisis que ponga patas arriba el amasijo del aparato discursivo, aunque rebatir el código deontológico de la santa alianza político-financiera suponga aceptar el menú de nuestros propios excrementos. Nada de derrotismo. Somos afortunados por vivir en un continente en el que ya no se respira oxígeno, sino cloroformo.
Guillermo Fernández Rojano es escritor