Las páginas que nos faltan
Ayer me preguntaron que por qué escribía y acudí a aquella respuesta tan vitalista que dio García Lorca a la misma pregunta: escribo para que me quieran. Pero es tan misterioso el mecanismo que nos lleva a escribir novelas para quienes nos dedicamos a ello que es difícil explicarlo.
¿Qué buscamos contando historias que se parecen tanto a la vida? ¿Por qué aceptamos sin más que una novela es tanto más estimable cuanto más se acerca a la realidad que evoca? Los personajes están vivos, decimos; o bien nos alegramos de que casi sean caminables las calles de Oviedo descritas en La Regenta o de que pueda sentirse el pastoso calor que se adensa por algunas de las páginas de El Extranjero. La fidelidad en la imitación es un valor no ya de la novela sino de las infinitas novelas orales que cruzan por nuestras conversaciones. Con esa vara de medir, valoramos a los cuentacuentos, al amigo que nos relata un hecho, a la película que acabamos de ver o al último libro que hemos leído.
Sin embargo, no sucede lo mismo con la pintura o la escultura, que casi se han liberado ya de reproducir con exactitud la realidad; menos aún, con la música donde todo es una matemática de abstracciones. Es la literatura la única de las artes que se diría estancada en ese misterio de rodear la vida con palabras, como si quisiera duplicarla o retenerla en una piel de sonidos y significados. Como si la vida fuera inexplicable y no nos cansáramos nunca de desgranarla con palabras, de voltearla y amasarla, de reproducirla interminablemente en los relatos que unos a otros nos contamos.
Y es que quizá la lengua anda tan confundida con la vida que nos parece que tienen su misma textura. Por eso, hablamos o escribimos igual que si moldeáramos objetos o acariciáramos personas o corrigiéramos agravios. Tal vez actuamos así buscando adueñarnos de la realidad para hacer de ella un mundo más comprensible y más nuestro, un mundo que tenga la exacta dimensión de nuestros deseos. Decía el filósofo Emilio Lledó que si no somos palabra, que si no tenemos por dentro ese runrún del diálogo con nosotros mismos, no somos nada. Y añadía que el día que la música de las palabras no nos suene en el oído no merecerá la pena vivir.
Entonces, quizá se escriba no por las razones de García Lorca sino por algo mucho más común: porque llevamos en los genes el lenguaje y en la realidad casi todo está mal escrito. Porque la vida es una mala novela y una multitud de voluntariosas personas intentamos cada día añadirle los capítulos que le faltan y enmendarle los tartamudeos de su prosa insuficiente. Tachamos lo que nos daña y llenamos páginas en las que abundan palabras que no suelen aparecer en ese oscuro folletín que nos traen a diario los periódicos. Son palabras necesarias como solidaridad, justicia o rebeldía, palabras que escribimos o pronunciamos igual que si hiciéramos el minucioso dibujo de lo irrenunciable.
Salvador Compán es escritor