Las nuevas dictaduras
Entendíamos por dictadura una forma de gobierno, de carácter excepcional y duración limitada, que abría un paréntesis entre dos períodos de normalidad democrática. En la antigua Roma la figura de César, con su aureola de conquistas militares, encarnó la imagen de hombre excepcional, capaz de resolver los problemas que la República no acertaba a superar. Acabó apuñalado, ante la estatua de Pompeyo, en nombre de la libertad y de la salvación de Roma.
Los otros dictadores que salpican los libros de historia forman una galaxia tan variopinta como repulsiva. Imposibles parejas de baile, pero unidos por el sufrimiento de sus pueblos y la muerte de millares (a veces millones) de inocentes: Cromwell y Mussolini, Sadam Hussein y Pinochet, Hitler y Stalin, Ceausescu y Franco. El ejercicio despiadado del poder, la creencia de ser hombres providenciales, encargados de una misión salvífica, unifica el perfil de estos monstruos de la política, perseguidores de judíos, rojos, homosexuales, disidentes, traidores, de cuantos osaban colocarse frente a sus designios. Ya son pasado: acabaron podridos en la cama, arrastrados por las calles, bebiendo cianuro, objeto de condena universal en la misma Historia de la que esperaban absolución. Incorporados a una galería de monstruos ambiciosos, feroces y sanguinarios, representan el lado oscuro del pasado de la especie humana. No son sino recuerdo lacerante en viejas monedas, sellos de correos, o granítico y megalómano mausoleo. Yacentes en los libros de texto Adolfo, Benito, Nicolai y su panda de desalmados, vivimos el triunfo de la democracia. Los líderes que rigen nuestras vidas están legitimados por el ejercicio libre del sufragio. Votamos cada cuatro años un parlamento, elegimos presidentes de Gobierno o de la República, nos dotamos de autoridades intermedias: presidentes de comunidad, alcaldes o concejales, en la ilusión de que ejercemos una democracia directa. Al menos, esa es la apariencia del tinglado. Pero hay motivos para interrogarse acerca del fondo de la cuestión: ¿Sirve de algo elegir un Gobierno en España, Italia o Portugal si después ha de someterse a los dictados (término ajustado) de Bruselas, eficaz ejecutora de los designios de Berlín? ¿Qué clase de democracia es ésta que permite a un partido político (una vez instalado en su mayoría absoluta) incumplir sistemáticamente sus promesas electorales? ¿Puede un sistema transparente y honesto permitirse que los ciudadanos nos crucemos por la calle con los Urdangarines o los Bárcenas, una vez documentadas sus fechorías económicas? ¿De qué sirve votar cuando nuestra suerte (alea iacta est) está echada en cenáculos de millonarios, o en el intrincado camino de las elecciones alemanas? A tantas preguntas, nulas respuestas.
Francisco Zaragoza