Las dos historias
JOSÉ MARÍA RUIZ RELAÑO desde Andújar. En la abadía solo quedaban nueve monjes. Aquel, el de Peñuelas, era un convento de ancianos. El abad Justino había cumplido ochenta y siete años. Lo abrupto de los peñascales y el peligro de las hondonadas no amilanaban a los monjes. Buscaron de propósito la soledad para entregarse sin reserva a Dios.
La ermita, el refectorio y el almacén eran edificios de uso común. Los monjes pernoctaban en celdas dispersas por el monte. El aullido de los lobos en las frías noches de invierno y su misma presencia física, rondando el almacén, eran espectáculos habituales en la monótona vida de los frailes. Aquel día, una mujer de edad mediana abordó a Justino a la salida del laudes. Había recorrido un largo y escabroso camino hasta llegar a la abadía. “No hay techo para mis cinco hijos, ni me queda pan con que darles de comer”. Justino se santiguó, y, regalando a aquella madre una bondadosa sonrisa, se sacó el anillo abacial que era de oro, y lo entregó a la viuda. “Que Dios te bendiga, hija”, dijo el abad. Los monjes Remigio y Bonifacio reprobaron la conducta de Justino. Había regalado un símbolo que no era suyo. La joya pertenecía a la comunidad. Justino no replicó. Se limitó a decirles: “Hermanos, asígnenme ustedes la penitencia, que yo le daré estricto cumplimiento”. Le pusieron el castigo y el abad cumplió. Cada día, antes de empezar y también al tiempo de concluir la penitencia, Justino daba gracias a Dios. Otro día, un grupo de mendigos abordó al abad a la hora de vísperas. Solicitaban comida y ropa. “Nada tengo mío y nada os puedo dar”, dijo Justino. “Lo sabemos; pero también sabemos que en el almacén de Peñuelas hay comida y ropa de abrigo, y el invierno se presenta duro”. Aquella petición era lógica. El abad tenía las llaves del almacén. Se dirigió a la puerta y la abrió. Los indigentes acabaron con todo, arrasaron el almacén. En las horas del desayuno, el almuerzo y la cena, los monjes se reunían como siempre a toque de campana en el refectorio. Ante los cuencos y los cestos vacíos, el abad oraba a Dios, dándole gracias porque les permitía compartir el hambre que tantos hermanos indigentes estaban padeciendo y sufrirían angustiosamente por todo el mundo. Así rezaba Justino: “Señor Dios nuestro, no tenemos arca ni despensa. Lo dimos todo. Pero lo que dimos no era nuestro. Y tampoco lo necesitábamos. Tú eres nuestro Padre y proveerás. También provees para las aves del cielo y para los lirios del campo. Y si dispones hambre, Señor mío, bendita sea el hambre. Y si dispones la muerte, Dios mío, bendita sea la muerte, que nos lleva ante ti”. No todos los monjes compartían este discurso. Transcurrieron tres días de ayuno. En la madrugada del cuarto, Remigio y Bonifacio, que soportaban muy mal la abstinencia, abandonaron el convento sin despedirse. Hasta aquí, la historia real, tal y como ocurrió. Luego viene el después, un después que los incrédulos se resisten a aceptar. El después es como sigue. Ese mismo día, el cuarto, los monjes al salir del Ángelus, encontraron, perplejos, a tres mulas idénticas en alzada, en capa y en edad, que esperaban, cargadas de ropa y de viandas, a la puerta del almacén. Nadie las trajo. Nadie les enseñó el camino. Nadie las condujo. Pero el hecho cierto es que allí estaban. Luego está la historia del después. La historia del después es la del ciento por uno aquí, y la de la reserva de un tesoro allí. Esta segunda historia, tan verídica como la primera, se la creen muy pocos; pero hay que contarla.