Las cosas de la vida
Jamás pensaría aquel hombre que la respuesta adecuada (agradable al destinatario) sería la de “Mande usted”, propia del servidor incondicional. Pero, según le vino a la cabeza, tal que así fue y lo plantó sin pensarlo dos veces. El gesto agradó sobremanera al funcionario imberbe, que desplegó una sonrisa inmensa. El hombre rondaba los setenta años. El andar torpe y vacilante, las arrugas, la piel ajada y marchita, y las canas del entrecejo.
Era evidente que transitaba por el último tramo de vida. En el sentido actual del término era un perfecto inculto, un bicho raro, inútil e irrecuperable. Hablaba tres idiomas. Bebía de las lenguas muertas en textos originales como Unamuno y Tierno. Pero no estaba al día, y quien no está al día no existe. Cuando llegó su turno, el imberbe gritó desde su mesa: “Eh, tú, ¿qué quieres?”. Nuestro abuelo volvió el rostro. No cuadraba en sus esquemas que el grito fuera para él. Así que buscó detrás de sí a una persona, otro animal, insecto o cosa vulgar y despreciable.
Pero estaba solo. Avanzó torpe y tambaleante hasta la mesa del insigne. Entonces dijo aquello de “Mande usted”, que conmovió al peluso. El desgreñado se arrellenó en el sillón con no menos boato que si fuera el de la sala oval. La escena ocurre en la Oficina Local de Contribuciones. Hete aquí que en esa materia el pánfilo tiene más poder que el mismísimo presidente USA. Bien que lo sabe el abuelo y lo tiene muy en cuenta, por la cuenta que le trae. Todas las cosas tienen su razón y porqué.
El pánfilo descerebrado entró en Contribuciones (a punto estuvo de hacerlo en Intervención General), porque según su madre manejaba bien las cuentas.
Eso es lo que su tío materno aseguró al mandamás del equipo de gobierno. “Según mi hermana en lo tocante a cuentas no falla una. Y yo lo creo. Cuando ella asegura algo, eso va a misa. He cogido al niño por banda y le he dicho que se vaya afiliando”. “No, no y no” —cortó el jefe por lo sano—, “tal y como están las cosas, mejor que se apunte al partido contrario”.
Era evidente que transitaba por el último tramo de vida. En el sentido actual del término era un perfecto inculto, un bicho raro, inútil e irrecuperable. Hablaba tres idiomas. Bebía de las lenguas muertas en textos originales como Unamuno y Tierno. Pero no estaba al día, y quien no está al día no existe. Cuando llegó su turno, el imberbe gritó desde su mesa: “Eh, tú, ¿qué quieres?”. Nuestro abuelo volvió el rostro. No cuadraba en sus esquemas que el grito fuera para él. Así que buscó detrás de sí a una persona, otro animal, insecto o cosa vulgar y despreciable.
Pero estaba solo. Avanzó torpe y tambaleante hasta la mesa del insigne. Entonces dijo aquello de “Mande usted”, que conmovió al peluso. El desgreñado se arrellenó en el sillón con no menos boato que si fuera el de la sala oval. La escena ocurre en la Oficina Local de Contribuciones. Hete aquí que en esa materia el pánfilo tiene más poder que el mismísimo presidente USA. Bien que lo sabe el abuelo y lo tiene muy en cuenta, por la cuenta que le trae. Todas las cosas tienen su razón y porqué.
El pánfilo descerebrado entró en Contribuciones (a punto estuvo de hacerlo en Intervención General), porque según su madre manejaba bien las cuentas.
Eso es lo que su tío materno aseguró al mandamás del equipo de gobierno. “Según mi hermana en lo tocante a cuentas no falla una. Y yo lo creo. Cuando ella asegura algo, eso va a misa. He cogido al niño por banda y le he dicho que se vaya afiliando”. “No, no y no” —cortó el jefe por lo sano—, “tal y como están las cosas, mejor que se apunte al partido contrario”.