Las celebraciones
El fasto era en Roma el día lícito para tratar negocios, el día feliz. En plural, fasti, designaba el calendario donde se anotaban los fastos y luego los anales en que quedaba memoria de los hecho notables. Como los artífices de estas democracias que arrasan Europa han filtrado la memoria para crear la tradición del futuro pero necesitan de las grandes celebraciones para soportar su imperio, cada día hay un hecho histórico en nuestras vidas, cada día se llena de varios espectáculos que convierten la realidad en un espectro, un espejismo con autonomía y sentido propios a salvo de otras realidades.
El negocio consiste en especular con el deseo, transformarlo y normalizarlo para que cada día el deseo del alma necesite ser consumado y así, cada momento, sea lícito para hacer un negocio: que el momento sea el negocio en sí. La doctrina neoliberal ha legitimado una moral que permite, y exige, cualquier tipo de negocio, de tal manera que ha convertido el presente en un espectáculo: el espectáculo lo ha convertido en realidad y la realidad en su mejor negocio. Así pues cada día es un día feliz, porque es el objeto del trato, del canje, de la contraprestación. Cada día es el fasto. El espectáculo es necesario para deslumbrar la malévola inclinación del pensamiento, que tiende a reflexionar y a darse cuenta de la verdadera realidad que han confeccionado a su media. Con unos pocos elementos el espectáculo está servido. Son piezas con una lógica interna de unión que las une perfectamente entre sí, y entre todas forman un argumento irrefutable que justifica el entretenimiento, el pasatiempo, anulando las argucias de cualquier espectador no integrado que se atreviera a poner en tela de juicio la celebración o intentara demostrar que lo que está ocurriendo allí no es real. Hacen falta luces, música, símbolos, slogans donde intervengan expresiones como “promoción de la cultura”,” niños”, “paz”, “integración”, “igualdad”, “libertad”. Sería conveniente que se realizara una rifa con camisetas publicitarias, un lazo, un personaje ejemplar. Es necesaria una entrega de placas en oro y plata para los más destacados actores que hacen posible el espectáculo, generalmente beatificados en hijos predilectos, pues normalizan el modelo del comportamiento a seguir. La televisión legitima el acto como real. Para la entrega de la placa, donada por una marca de prestigio, es imprescindible una autoridad política elegida por el pueblo. De esta manera es el pueblo el que premia a los que dan carta de naturaleza al espectáculo, quedando así la realidad, artículo de consumo, perfectamente legitimada como fasto. Se nos llenan los ojos de lágrimas.
Guillermo Fernández Rojano es escritor