Ladrones en las huertas
Aunque a mediados de los ochenta España entrara en la CEE, en nuestros pueblos se respiraba, ciertamente ya muy lejano, un sucedáneo del mito del hambre. Esa leyenda empujaba a los zagales a cometer alguna travesura robando cerezas o lechugas de las huertas aledañas. Más allá del destrozo que se causaba al hortelano la fechoría no tenía importancia.
Por entonces ya no se pasaba hambre, pero de un modo u otro estaban presentes en el imaginario colectivo aquellas historias de los mayores de la trágica posguerra o los terribles años en los que tanta gente tuvo que emigrar para comer. Todo eso estaba ahí cercano, nos lo habían contado, pero a la vez lejano, pues formaba parte de un pasado al que no pertenecíamos: ni nos había rozado. Los últimos índices del aumento de la criminalidad y delincuencia en nuestra provincia nos sitúan a la cabeza de Andalucía. Hay que hacer un esfuerzo para comprender las consecuencias de una crisis despiadada de la que solo nace miseria y marginación. Analfabetismo, masa fácil de manejar en una sociedad desestructurada y desideologizada, territorio ideal para el liberalismo, nada ingenuo o desinteresado. Mantener la dignidad es una quimera cuando no tienes qué echarte a la boca, en medio del consumismo obsceno y la necesidad. Han vuelto los ladrones y los hurtos en las huertas, revividos por un pasado que pensábamos ido. Porque los otros, los grandes estafadores de guante blanco, protegidos por las leyes de esta democracia absurda, esos nunca se fueron.
Juan Carlos Abril es escritor