La verdad de Jesús

Nada más terminar su declaración, Jesús A. P. se dejó caer en el banquillo como el que se quita un peso de encima. Se le veía agotado. Seguramente, sus músculos se destensaron y sus sentidos dejaron de estar en guardia. A continuación, rompió a llorar, sin poder evitarlo, delante de los nueve miembros del jurado —cuatro mujeres y cinco hombres—. Son las personas que deben decidir si es culpable o inocente del asesinato de la que fue su esposa durante más de dos décadas, Antonia González Osuna.

19 may 2014 / 22:00 H.


Las lágrimas fueron el epílogo del duro interrogatorio al que lo sometió el fiscal Fernández Aparicio en el primer día de juicio por el conocido como “crimen de la enfermera”. La Fiscalía sostiene que, en la tarde del 8 de octubre de 2012, este alto funcionario de la Universidad golpeó a su mujer. Después, la estranguló y la asfixió y trató de encubrir la muerte como si de un suicidio se tratara, clavándole una jeringuilla en el brazo. Un crimen pasional, según el Ministerio Público, originado porque el acusado no había podido superar sus problemas conyugales causados por una reciente infidelidad de ella.
Por primera vez, el acusado explicó en público su versión de los hechos: “Que quede clarísimo, jamás le puse la mano encima. Nunca”, llegó a zanjar, en una de las pocas ocasiones en las que elevó el tono de voz y gesticuló de modo ostensible. Trató de aclarar algunos comportamientos que la Fiscalía califica de extraños, como el hecho de que no telefoneara a su mujer durante más de un día tras marcharse de su casa o que dijera a los médicos del 061 que estaba “mal” cuando presentaba síntomas evidentes de llevar muerta mucho tiempo.


Durante más de dos horas, Jesús contó su verdad sobre el antes, el durante y el después de la muerte de Antonia. Relató lo que ocurrió en los meses previos, cuando se enteró de que ella había tenido una relación con otro hombre y cómo se habían puesto en manos de un psicólogo para tratar de superar esa crisis. Sin embargo, negó que tuvieran intención de divorciarse, tal y como señala el Ministerio Público. “Ella nunca me planteó nada de eso”.
No obstante, el matrimonio vivió separado durante un mes: “La convivencia no era buena. Yo necesitaba tiempo y, por eso, me fui a casa de un amigo”. Tras reanudar la relación, descubrió que Antonia se inyectaba “Propofol”, un medicamento que no se puede adquirir en farmacias: “Ella lo tomaba para evadirse. Decía que se sentía liberada, que descansaba y que no pensaba en nada”, explicó. “Le dije que no podíamos seguir así”, añadió, ya con la voz entrecortada.
En ese contexto, Jesús situó varias discusiones en los días anteriores al fallecimiento, en las que, según aclaró, llegó a arrebatar a su esposa jeringuillas de las manos. El domingo 7 de octubre, tras una de esas peleas verbales, él hizo la maleta para irse. Incluso, llamó a un amigo para que lo cobijara en su casa. Sin embargo, el conocido estaba fuera y la maleta se quedó en el maletero. El lunes, el día de autos, Jesús y Antonia se fueron a trabajar. “A las tres y media, me llamó. Le noté la voz rara, como pastosa. Supe que algo no iba bien y sospeché que se había pinchado”, relató el acusado. Al llegar al piso, la mujer estaba acostada. Además, según declaró, encontró una jeringuilla y un apósito en la basura. Sin embargo, decidió no decirle nada a su esposa. “Se ponía muy mal cuando le sacaba este tema”, explicó el procesado. Tras la comida, ella se acostó. Alrededor de las seis de la tarde, él salió a la calle para hacer gestiones. Y fue, entonces, cuando decidió que se marchaba de su domicilio.


Despedida con un beso. “Al volver, entré en el dormitorio y le dije a Antonia que no podíamos seguir así. Aparentemente, estaba bien. Al despedirnos, nos dimos un beso y nos abrazamos”, aclaró Jesús para agregar que se fue a casa del amigo que había telefoneado el día anterior alrededor de las ocho y media de la tarde. La siguiente vez que vio a su mujer ya estaba muerta.
Ocurrió más de 24 horas después, un periodo en el que no se produjeron llamadas. “Cuando ella estaba trabajando, no solía telefonearla por no molestar. Por la tarde, empecé a preocuparme. Di varias vueltas y no vi luz en el piso. Finalmente, me decidí a entrar. La llave estaba echada, como yo la dejé. Vi luz en el dormitorio. Entré y vi su cuerpo encima de la cama, con la cabeza colgando y una jeringa en el pecho. Había sangre”, aseguró.
A las 21:55 horas del 9 de octubre, se produjo la llamada al 112 en la que pedía ayuda porque su mujer estaba “muy mal”. La primera impresión de Jesús es que Antonia todavía estaba viva. “La oí como respirar. Le toqué el abdomen y me pareció que estaba caliente”. De hecho, y siguiendo las indicaciones de los médicos del 061, el acusado le realizó maniobras de reanimación: un golpe en el pecho, masajes cardiacos, el boca a boca... “Me ilusioné”, matizó, con la voz quebrada.


La última pregunta del fiscal Fernández Aparicio fue, entonces, directa a la yugular del acusado: “¿Cómo se explica que la víctima tuviera restos de ADN de usted en sus uñas?” “No me lo explico, solo puedo decir que era mi mujer”, respondió Jesús A. P. El fiscal insistió en la cuestión porque, según su criterio, prueba que Antonia trató de defenderse de una agresión: “Le vuelvo a decir que no lo sé. Dígamelo usted que sabe más que yo”, fue la réplica del acusado, visiblemente enojado y ante el generalizado “runrún” del público que llenaba la sala, la gran mayoría amigos y familiares del presunto autor.
En definitiva, la declaración del acusado se ciñó a lo esperado, sin diferencias evidentes con respecto a lo que ya había testificado durante la instrucción. Fue su verdad, la verdad de Jesús, aquella que clama por su inocencia.

Entre aplausos, vítores y abrazos

No es nada habitual ver la escena que se vivió ayer en el Palacio de Justicia: Un acusado de asesinato, para el que la Fiscalía pide 18 años de prisión, llega en libertad, sin esposas ni custodia policial. Pero es que, además, recibe a su entrada en el edificio los aplausos y los vítores de más de medio centenar de personas, entre los que había familiares de la víctima. Es lo que ocurrió ayer con Jesús A. P., el acusado de un crimen machista, de asesinar a su esposa. Al terminar el juicio, tardó más de diez minutos en recorrer los apenas doscientos metros que separan la sala de vistas de la salida principal. Durante ese corto trayecto, no paró de recibir abrazos y muestras de ánimo de los asistentes. Lo ocurrido no es algo nuevo: Cada vez que salía de la cárcel —estuvo ocho meses en prisión preventiva— para ser trasladado al Juzgado era recibido por muchos de sus amigos al grito de “Jesús es inocente”. Además, los hermanos y la madre de Antonia han renunciado a recibir cualquier tipo de indemnización.