23 abr 2014 / 22:00 H.
Desde Jaén. Todos conocemos el significado de esta palabra: Respeto a las opiniones ajenas, siendo la intolerancia, si nos remitimos al diccionario: Dogmatismo, actitud cerrada y violenta a las opiniones, teorías y creencias de los demás. Fanatismo, intransigencia, sectarismo, obstinación. En este tiempo, dicha intolerancia rige, demasiado a menudo, las relaciones humanas. Toda persona posee una dignidad inherente a su condición tanto divina como humana, una dignidad única. Es merecedora, por tanto, de respeto y de entendimiento, por parte de los demás, aunque su pensamiento, su sentimiento, su credo, sea opuesto al del otro. Cuento entre mis conocidos, y algún amigo, con personas, cuyas opiniones y creencias son muy distintas a las mías. Debo decir que mi relación con ellas es cordial, porque, desde el respeto y la comprensión, tratamos de potenciar aquello que nos une, y de soslayar lo que nos separa. Es la nuestra una sociedad plural, en que la libertad religiosa, política, cultural, etcétera es un hecho, y esta libertad no debe ser coartada, en modo alguno, por la falta de respeto, de ecuanimidad, de tolerancia. Nos satisface la libertad que disfrutamos, y muchas veces, presumimos de ello. Pero, ¿qué ocurre cuando esa misma libertad es ejercida por alguien, cuyas opiniones y creencias son diferentes a las nuestras?. !Cuántas veces nos oponemos con rotundidad a la otra persona, y la rechazamos!. ¿Con qué derecho lo hacemos? ¿Qué razón nos justifica?. Abogo porque sea la nuestra una sociedad basada en el entendimiento, el respeto a la vida y a la dignidad ajena, la comprensión, la tolerancia. Una coexistencia serena, donde la libertad bien entendida, nos conduzca a la concordia y la paz, reconociendo y valorando lo que de bueno, de útil, de eficaz, hay en cada persona. Su condición divina y humana.