La realidad y el deseo
El problema de las guías sobre el lenguaje no sexista es que tropiezan sin remedio con la realidad de los hablantes, aunque estén basadas en el deseo encomiable de hacer del castellano un espacio de encuentro más ancho e igualitario.
Nuestra lengua no es un catecismo de buenas intenciones sino un ser vivo, autónomo, y tan cargado de certezas que no acepta la más mínima disidencia. Es el castellano un patrimonio colectivo que rechaza las improvisaciones y cualquier cambio impuesto desde arriba, aunque ese cambio esté hecho con la piadosa premeditación de lo políticamente correcto. La lengua crece desde abajo o no crece, igual que los bosques milenarios que fueron semillas y luego raíces y, mucho más tarde, arbustos que, con la paciencia de los siglos, tomaron porte y la suficiente altura como para que las copas de sus árboles entrelazaran sus ramas para formar el sistema de su techumbre homogénea.
La Real Academia deja pasar un periodo de al menos diez años antes de decidirse a aceptar una nueva palabra. Solo lo hace cuando se asegura de que el vocablo en cuestión tiene la suficiente salud como para seguir vivo en la boca de la gente, porque somos los hablantes los dueños de la lengua y la vamos acreditando con el lento acarreo de su uso. Porque, como un río de su manantial, la lengua depende exclusivamente de nuestro aliento.
Desde el latín al castellano, nuestro modo de hablar se ha ido dejando carne —sobre todo consonantes— en el camino de los siglos. Se ha ido ahormando en un cauce trazado desde el siglo I con la romanización hasta formar un populoso flujo, hecho con la multitud de todas las generaciones de las que somos herederos. Ese flujo de la historia del castellano es sobre todo una historia de desgaste, de economía lingüística, de decir el mayor número de conceptos posibles con el mínimo de sonidos. Por ello, todo lo que sea desdoblar los géneros (ciudadanos y ciudadanas) o utilizar perífrasis (“quienes juegan al fútbol”, en lugar de “futbolistas”) va contra esa exigencia del ahorro expresivo, auténtica ley de Méndel del castellano, y está condenado a que, como un peso muerto, lo desechen los hablantes. Los intentos de eliminar el sexismo del lenguaje son, pues, morales y no tienen en cuenta la naturaleza de la propia realidad que pretenden modificar. Responden a una voluntad igualitaria y ética, pero el castellano no tiene moral y desconoce que sea eso de la invisibilidad de la mujer, igual que cualquier lengua androcéntrica.
No obstante, siempre hay usos que no van contra la economía lingüística como, por ejemplo, decir “personas” en lugar del genérico “hombres”, aunque lo urgente es llevar la ética de la igualdad de la mujer al terreno que le corresponde, al de la realidad social, porque en este campo el deseo sí puede modificar la realidad. Este inútil esfuerzo por moralizar la lengua, ¿no nos está quitando demasiado tiempo para exigir, por ejemplo, que el salario de las mujeres sea igual al de los hombres y no un 22% inferior?
Salvador Compán es escritor