La realidad de la irrealidad

Desde Andújar. ¿Y cómo son los diablos? Son feos —le dije—, pequeños, con patas de cabra, orejas de sapo, verdes, con ojos aviesos, nunca miran de frente, escuálidos, apestan a mugre y descomposición, de barriga hinchada y nariz hundida, babean al hablar, gruñen entre dientes y respiran trabajosamente. ¿Cómo cuánto de pequeños son? De ochenta centímetros a un metro veinte. ¿Y tú por que lo sabes?, insistió. Porque —le dije— estuvieron en casa.

    01 jun 2013 / 08:11 H.

    Y se lo conté. Era verano. En el silencio de la noche nos despertó el ruido de la puerta de la calle cerrándose de golpe. ¿Fue un solo golpe? ¿Fueron dos? Se llamó a la Policía. Lo examinaron todo, paso por paso. Todo estaba en orden. Entonces surgieron otras hipótesis. Se pensó que los ruidos procedían de fuera. Quizá alguien había entrado, dudó una vez dentro, se asustó, y huyó precipitadamente. O tal vez había sido una fantasía. ¿Colectiva? Empezaron a ocurrir cosas extrañas. En el costurero faltaban las tijeras, y aparecían en el jardín, sobre la segadora del césped. No había harina en la cocina, y aparecía en el armario, junto a la ropa de invierno. Lo achacábamos al descuido o al despiste de cualquiera de nosotros. Vamos siendo mayores —nos dijimos—; y esas cosas pasan. Se va el santo al cielo; duele, pero es así. No dije nada. Nunca dije nada. No he dicho nada hasta ahora. Por la santa de Ávila sabía yo que ellos —los diablos— hacen notar su presencia; pero que casi nunca se representan físicamente, porque carecen de sustancia física, y lo que vemos son solo figuraciones. ¿Figuraciones de mentes frágiles, enfermas, debilitadas por la locura? ¿Fantasías de auténticos locos? No, no. La realidad de la irrealidad (de lo que parece irrealidad) existe. Mira hijo —le dije— yo los vi como te veo a ti. Uno se escondía en el hueco de la escalera. Otro en el macetón de la entrada. El hedor era insoportable. Ninguno pudo sostenerme la mirada. Los ojos se les escapan hacia los lados, no pueden detenerlos. Les eché unas gotas de agua bendita y desaparecieron para siempre, chillando.  ¿Me crees, hijo? Claro —respondió muy serio—: y se fue a jugar con sus amigos.
    JOSé MARíA RUIZ RELAÑO