La mitad del mundo
Como siempre ha habido gente que se santifica otorgándose el derecho a amaestrar al prójimo, no extraña demasiado que, en los comienzos del teatro, aparecieran moralistas para imponer que los papeles femeninos debían hacerlos muchachos imberbes. Las mujeres en escena, decían, desprenden una lascivia tal que despeñan a los espectadores en el pecado.
Uno de los combatientes contra esta moralina fue Nicolo Barbieri, quien publicó un “discurso familiar” en 1634 para defender las bondades de las actrices frente a la torpeza de los adolescentes disfrazados. Argumentaba Barbieri en su escrito con sensatez y concluía que “el miedo a que las mujeres nos descompongan la castidad es, a mi entender, severidad exagerada. Es difícil rehuir a las mujeres si no se rechaza a la ciudadanía porque las mujeres son la mitad del mundo”.
Esta mitad del mundo de Barbieri acabó pisando las tablas, pero para escenificar su suicidio social. Las actrices representaron una y otra vez justamente el papel del que prevenían los moralistas: damas que desequilibran la bondad natural del macho, que urden engaños, que simulan, enredan y tientan con su voluptuosidad la rectitud de los recios varones de España. Desde nuestro primer teatro, la mujer es ya una herida en el costado del hombre por donde se le puede ir la honra. En las comedias del pionero Lope de Rueda, “ya había dama, y un padre que de ésta cela”, escribe Agustín de Rojas. Mujeres para ser guardadas, pura amenaza para un hombre que, aunque habitante de un país de mendigos, tiene tres sublimes privilegios: pertenecer al Imperio, ser cristiano viejo y tener honor. Los maridos de Calderón de la Barca matan por simple sospecha, racionalmente, casi por obligación, porque la deshonra excluye del grupo nacional y hay que impedirla con el ojo insomne y la mano en el puño de la espada. Hoy, el teatro de Lope de Vega o de Ruiz de Alarcón se sigue representando en las calles de Torredonjimeno o de Ávila, de Lérida o de Lanzarote. El mapa de la ignominia coincide con el de España y parte de la mitad del mundo (unas 80 asesinadas por año) paga con su vida las atribuciones históricas del macho. Cristianos viejos que miran la vida con el mismo ojo que Adán, que cifran su honra en la posesión de su pareja y, cuando sienten que se le escapa, la someten a la definitiva vigilancia de la muerte. Canallas que, cuando no pueden convencer a sus mujeres, las vencen con el argumento incontestable de la cuchillada.
A pesar del esfuerzo por la igualdad de sexos, tenemos en nuestro cuerpo social el tumor antiguo de la honra y el de una autonomía de las mujeres que es hoy todavía insuficiente. Si, como dijo Barbieri, son la mitad del mundo, oigamos una a una sus razones y restituyámosles el espacio que les falta, justo el que a la otra mitad de los hombres nos sobra.
Salvador Compán es escritor