"La Justicia se equivoca conmigo"
A Miguel Mérida Gallardo no le disgusta que lo apoden con el sobrenombre del “último bandolero”. Sin embargo, prefiere que lo conozcan como “el hombre que estuvo 14 años perdido en el monte”. Durante todo ese tiempo, este vecino de Baena rompió todo contacto con la civilización y se cobijó en una guarida que construyó en los pilares de un puente.
También desvalijó centenares de cortijos en la zona de Alcaudete, de los que, principalmente, se llevaba comida para poder sobrevivir. En julio de 2008, fue detenido y ahora acaba de ser condenado a cuatro años y medio de prisión por sus delitos. “La Justicia se equivoca conmigo”, asegura, en la primera entrevista que ha concedido. “No es lo mismo lo que yo hice que, por ejemplo, alguien que da un tirón de un bolso a una anciana. Yo nunca hice daño a nadie, solo robaba para comer”, sostiene con determinación.
Sentado y fumando un “ducados rubio” tras otro, Miguel Mérida relata por qué se marchó aquel 2 de febrero de 1994: “Iba a quitarme la vida, pero no tuvo cojones. Siempre fui un cobarde”, asegura con determinación. Rememora una juventud llena de complejos —la halitosis, la timidez, el considerarse “un tonto”— que le hicieron sufrir mucho y refugiarse en el alcohol. “Tuve que dejar mi trabajo y volver a Baena, donde me gasté casi tres millones de pesetas en borracheras”, aclara. Harto de todo, decidió quitarse de en medio: “Aquel día me llevé una cuerda para colgarme y una botella de ‘Sol y sombra’. Me emborraché, me faltó el valor y fracasé otra vez. Estuve cuatro días como un animalillo salvaje, temblando. Ya no fui capaz de volver a mi casa”, explica.
A la cuarta noche, sediento y muerto de hambre, salió de la cueva en la que se había refugiado. “Lo primero que comí fueron unas almendras”. Con el paso de los días, Miguel comenzó a tomar conciencia de que podía vivir en el monte: “En mis planes nunca estuvo regresar a la civilización”.
El “último bandolero” explica que comenzó a robar porque se “tambaleaba” de hambre. “Al primero que le quité comida fue a mi hermano, que había sembrado unas habas y se las arranqué, recuerda, con una sonrisa en los labios. Después, ya empezó a entrar en los cortijos y en las casas de campo de una zona que conocía como la palma de su mano. “Todo lo que robé era porque me hacía falta. Jamás he hecho daño a nadie o he robado dinero. No me servía de nada. Solo quería comer o ropa para no pasar frío. No soy un criminal”, repite con insistencia, mientras da una honda calada a su cigarro.
Durante los 14 años, Miguel Mérida no habló con nadie: “Cada vez que veía a una persona salía corriendo. Era como un animal salvaje. Tenía mucho miedo”. En muchas ocasiones, pasó por su mente quitarse la vida: “No pensaba volver. Una vez sufrí un percance. Me torcí un tobillo y pensé en qué pasaría si me pasara algo más grave”. En cuanto pudo caminar, volvió a un cortijo para robar una escopeta: “Era para pegarme dos tiros”.
El hombre recuerda como si fuera ayer el día que lo cogieron. El dueño de un cortijo que estaba harto de que le entraran le tendió una emboscada: “Esa noche no iba entrar en su casa, sino que me dirigía a robar huevos a una granja cercana. Me vio, me cogió y me cagué como un mirlo. No le guardo rencor ni a él ni a nadie”. Miguel Mérida señala que colaboró con la Guardia Civil en todo momento: “Ellos también se portaron muy bien conmigo”. Desde que regresó al pueblo, emprendió una nueva vida. Sigue en tratamiento psicológico y participa en talleres para personas con problemas mentales. Ha aprendido a nadar y juega a la petanca todas las tardes: “Tengo amigos, he encontrado mi camino”, asegura. Un camino que se puede ver truncado por la cárcel: “No le tengo miedo a entrar en prisión. He aprendido a no temerle a nada”, agrega. La última pregunta de la entrevista es si cree en la Justicia. Miguel hace una larga pausa. Vuelve a fumar y responde: “No soy un hipócrita. No creo en ella, pero no por lo que me está pasando a mí, sino porque veo muchas situaciones y casos que son injustos”.