La huella de las palabras
Hace unos años se hizo una encuesta en Francia para ver cuáles eran las palabras favoritas de los lectores de los tres periódicos más influyentes en aquel país. Se pretendía comprobar que cada uno de los tres diarios era comprado por personas de diferente ideología y el resultado fue, en efecto, que las palabras que más les gustaban a los lectores del liberal y sesudo Le Monde eran “escribir, preguntar, perdón, reflexionar, libro, extranjero, investigador o enseñar”; en cambio, los que habituados a leer el conservador Le Figaro eligieron “Dios, patria, moral tradición y potencia”; la encuesta la cerraban los asiduos a Liberation, que se decantaron por “bohemia, original, misterio, carnal y humor”.
Leemos la prensa o cualquier libro para buscar o reforzar los valores con los que nos identificamos y, de ese modo, nos pasamos la vida persiguiendo la huella de las grandes palabras, las que expresan nuestros deseos, sin llegar nunca a alcanzarlas y hacerlas nuestras. Se diría que los mejores vocablos se quedan siempre muy por encima de los conceptos que designan, igual que si esas palabras flotaran en un cielo de pureza mientras que la realidad a la que se refieren fuera una simple sombra que apenas recuerda ya a la plenitud del cuerpo que la proyecta.
Como botón de muestra ahí están términos como “utopía” o “justicia”, dos palabras de vuelo alto como dos rutilantes cometas que, las veces que se han podido bajar a la tierra, han cambiado su brillo por una sucia sombra de irreconocible negrura. Las sociedades utópicas de Platón, de Tomás Moro, de Fourier o de Marx, vistas a ras de suelo, toman el fuerte color de la intransigencia totalitarista que hoy se respira, por ejemplo, en China. Y, sin embargo, debemos consumir la vida persiguiendo las huellas de palabras como justicia o utopía porque, si no, los que nos queda es un blando letargo donde se cebarán todos los parásitos del abuso y de la desigualdad. Porque no deja de ser verdad que quien consigue ponerle nombre a una idea está ya en camino de conquistarla, mientras que quien no puede ni siquiera nombrar sus deseos se condena a sí mismo a la pasividad de las víctimas.
Ahora que las peores palabras nos dejan, como verdugones, sus huellas sobre la piel; ahora, que huimos de expresiones punzantes como “prima de riesgo” o “rescate”, no estaría de más pensar que acaba de entrar una nueva estación y habrá un respiro para retomar los vocablos que aluden a los pequeños placeres del verano, esos términos que se parecen a los sueños y que quisiéramos aprender de memoria para no desperdiciar ni un paso cuando nos dediquemos a perseguir sus huellas con la certeza de que los alcanzaremos y de que, cuando estén en nuestras manos, la palabra y la realidad que designa encajarán al fin con la misma dulzura que encaja la luz en el hueco de la ventana.
Salvador Compán es escritor