La dignidad
Muchas veces cuando a una persona se le hiere profundamente aflora en ella el sentimiento de la propia dignidad humana. Solo el ser humano, con sus aciertos y fracasos, deseos y frustraciones, puede descubrir el sentido de su dignidad como persona. Este concepto no aflora espontáneamente en las instituciones, sean de la clase que sean, ni en las ideologías.
La dignidad de la persona se acompaña de su valor y de la libertad que todo ser humano recibe con el don de la vida. Tanto en la religión, como en la política, así como en muchos ámbitos sociales, algunos basan su gobierno en el miedo, ese mismo que ellos tienen y contagian en sus relaciones con los subordinados. Las religiones proclaman la dignidad humana, viendo al hombre como el único ser creado que está abierto a comunicarse con Dios, como hijo suyo y hechura de sus manos. Algunos ponen la dignidad en su atuendo, o en su dinero o en su apariencia exterior, y otros en su cargo social. La dignidad no es el orgullo, que es fácil de ser herido, es la estructura fundante y fundamental del ser humano que afecta a todas sus dimensiones y capacidades tanto inteligentes, afectivas en las que se apoya la persona humana. La dignidad le viene al hombre por su propia condición humana y sus derechos inalienables; y a los creyentes como seres hechos a imagen y semejanza del creador. El defender la propia dignidad nos hace defensores y cuidadores escrupulosos de la dignidad del otro, eso significa renunciar al chantaje y a meter miedo a los demás en nuestros deseos y proyectos. Todo el que quiere dominar al otro utiliza como arma eficaz el meter miedo. Uno de los personajes que más respetó la dignidad de la persona fue Jesucristo y el cristianismo ha sido una fuente donde beber el valor de la persona y su dignidad. Aún recuerdo el grito del Papa Juan Pablo II al inicio de su pontificado: ¡No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo! En el evangelio se relatan muchos encuentros de Jesucristo con las personas, cada uno en una situación concreta de enfermedad, pecado, dolor; en todas las situaciones aflora la humanidad de Cristo que le hace más divino, su comprensión, su delicadeza, su cuidado por cada persona, como no condenar a una mujer sorprendida en “flagrante adulterio“ de hace dos mil años. La Iglesia es la depositaria y destinataria del evangelio, y será creíble en la medida que viva en su corazón y en sus estructuras ese evangelio que predica; solo cuando se defiende la dignidad de la persona, desde su concepción hasta la muerte y en su transcurso terrenal la dignidad es una vida vivida y da sentido a la azarosa existencia humana.
Alberto Jaime Martínez es profesor y sacerdote