La cultura frívola
Desde Jaén. Ortega y Gasset se lamentaba en “La rebelión de las masas”, en 1930, de que la democratización de la cultura había “vulgarizado” la calidad del arte y la literatura. Los libros, periódicos y revistas se habían hecho más baratos y accesibles gracias a los avances técnicos, y la radio y el gramófono permitieron disfrutar de la “música encantada” que los puristas despreciaban como muy inferior a la actuación de una orquesta. El cine se convirtió en la industria cultural por excelencia.
La “alta cultura” que añoraba Ortega era necesariamente elitista; la discusión sobre lo que es “cultura”, lo que es deseable que los niños aprendan en el colegio, pasó a deshacerse con sordina. La frontera entre “cultura” y “entretenimiento” desapareció o difuminó, y en muchos casos, el número, el precio, la difusión, la audiencia, pasó a considerarse la medida de la importancia de un producto cultural. La disputa se ha ido haciendo más compleja. Si el cine había entronizado la imagen, la televisión añadió inmediatez. Internet y las redes sociales condensan los razonamientos en los 140 caracteres de Twitter. Los videojuegos reclaman su lugar en la “alta cultura”. La mezcla del lenguaje visual de la televisión y el ritmo frenético de la publicidad hace que todo sea instantáneo. Por complejo que sea un asunto, la mayoría nos formaremos una opinión basados en imágenes y titulares, eso sí, transmitidos al instante. Vargas Llosa, brillante defensor de la economía de mercado había dedicado a Ortega un ponderado ensayo (Mario Vargas Llosa, “Rescate liberal de Ortega y Gasset”, 2006). Ahora vuelve el mismo tema con otros autores: el poeta norteamericano T. S. Elliot, y varios sociólogos y filósofos franceses: George Steiner, Guy Debord, Gilles Lipovetsky, Jean Serroy, Fréderic Martel. Todos bien lejos, por ejemplo, del economista liberal Tuler Cowen, que defiende la alta cultura como producto del capitalismo. Vargas Llosa constata la influencia de las estrellas de la televisión o los futbolistas en nuestras vidas, la importancia de la publicidad, el peso de la cocina o la moda en los espacios culturales, el eclipse del intelectual en la vida pública. “No digo que está mal”, escribe pero es evidente que no le gusta. “En la civilización del espectáculo, el intelectual solo interesa si sigue el juego de la moda o se vuelven un bufón”. A este ávido seguidor de Vargas Llosa este libro me produce perplejidad: pero también sensación de que, más que defender una posición intelectual, el premio Nobel expone contradicciones que no tiene resueltas. Va desgranando su crítica a la confusión entre alta cultura y espectáculo, a la civilización de la imagen y a la inmediatez de las modas, sin que el lector tenga claro cómo encaja esto en su sólido ideario liberal. A veces parece que a la contradicción intelectual se une el reto que suponen las nuevas tecnologías para un intelectual de sólida formación tradicional. Creo que, en ambos casos, es un debate necesario, y este es el principal mérito de este libro.
Ángel Plaza Chillón