La balada del pepino
Muchos años antes de que Sigmund Freud descubriera, en las personas y las cosas, los supuestos de simbología fálica, el pepino ya existía y en su conformación era demasiado evidente la identidad entre significante y significado.
Pudiera ser que, desde siempre, esta hortaliza se prestara al escabroso comentario de tenderos salidos y a la sonrisa, apenas esbozada de recatadas señoras que, tal vez, ni siquiera osaran comprobar, tocándolo, el grado de madurez del pepino. Ha de reconocerse que no es igual que el autor del psicoanálisis o su secuela posterior dijera que la corbata, el índice que te señala, etcétera, son signos fálicos a que topemos con aquello que constituye el falo mismo de la huerta. En todo caso, no me sorprendió que esa misma Alemania derechizada, ante la aparición de esa malévola bacteria, apuntara, además sin vacilar, al pepino español. Más, en serio: el desplome de las ventas de esta hortaliza ha determinado la desaparición de miles de puestos de trabajo que una mísera indemnización no puede compensar.
Creo que existe una larvada confrontación entre esa Europa septentrional y la meridional, negándose a ésta la calidad de sus aportaciones, materiales y culturales. Es un mecanismo de superioridad que preside, de forma insultante, las relaciones norte-sur. A nadie se le oculta la crueldad de que está siendo objeto la sociedad griega por parte de gobiernos, exonerados, prácticamente, de la losa de intereses que laminan las sociedades del sur. Acaso sea ésta una reflexión demasiado simplista dentro de la complejidad de claves económicas. Pero, ¿a alguien se le ocurre preguntar qué le debe el mundo a Grecia, en volumen y calidad de bienes culturales? Pero volvamos al pepino. Con dificultad, puede transitar esta hortaliza por la balada que, en su acepción clásica, es aquella composición poética de tono sentimental que refiere sucesos legendarios y tradicionales.
Tal vez, el pepino encuentra más acomodo en esa conocida canción de carácter popular cuyo asunto es, generalmente, de tinte amoroso, y que suele denominarse balada. (Se explica porqué comencé refiriendo a Freud). Lo consiga o no, algunos compromisos he adquirido con esta demonización del pepino: vigilar las exquisiteces culinarias que este producto incorpora. No hace mucho escuché de una conspicuo cocinero del norte aconsejando que el mejor remedio para la resaca era tomar en ayunas zumo de tomate, pepino, ajo y un poco de aceite de oliva. Oiga usted, eso es gazpacho. ¿Por qué enmascarar nombres tan andaluces? Algunas expresiones de eco peyorativo desaparecerán de mi vocabulario, como ese “me importa un pepino”, como antónimo de “me importa mucho”. No hay balada, pero algo es algo.
Ramón Porras es abogado