Juegos de mesa

Como si fuera al supermercado en busca de un litro de leche, Cecil Chao, un magnate de Hong Kong, quiere comprar a un hombre porque necesita un buen macho que le quite a su hija Gigi las tonterías de la cabeza. Resulta que Gigi es homosexual y, cuando se casó en París con su novia de hace siete años, su padre se dijo que ese desvarío del lesbianismo, ese oprobio, esa torcedura en su cadena genética, no iba a manchar su buen nombre de verraco, tipo Berlusconi, que acude a las fiestas exhibiendo a sus queridas.

    22 dic 2012 / 09:05 H.

    Eso lo arreglaba el magnate en un periquete, ¿acaso no se compra con dinero hasta el mismo Paraíso? Es cuestión de poner un billete encima de otro hasta un montante de cincuenta millones de euros, que es lo que ofrece al hombre que quiera casarse con su hija, la anómala, la que rompe su imagen de patriarca putañero, la que ha sido inoculada por el virus innombrable de la libertad de elección sexual. Algo parecido se podría decir de Strauss-Khan que desembolsará unos cinco millones de euros por un capricho de dormitorio, ostentando así el triste record de haber protagonizado el coito más caro de la historia contemporánea. Igual que el magnate de Hong Kong paga para blanquear a la oveja negra de su hija, Strauss-Khan lo hará para darle una buena manita de barniz a su corazón de semental. Y es que, cuando uno está sobre las cimas de poder que concede el dinero, el mal de altura te hace creer que un novio para una hija o el silencio de una limpiadora tienen el justo tamaño de un buen fajo de billetes.

    Aunque es aún peor la fiebre de poder de la australiana Gina Rinehart, una de las mujeres más ricas del mundo para quien la recesión de Australia y el creciente paro de sus conciudadanos es una cuestión malsana, propia de seres parásitos e inferiores. En consecuencia, les espetó: “Si envidian a los que tienen más dinero, no se queden sentados quejándose. Hagan algo para ganar más, pasen menos tiempo bebiendo, fumando y parloteando, y trabajen más”.

    Quizá podríamos decir que el comportamiento de los grandes capitales se parece a un juego de mesa donde se utilizan lentejas en vez de fichas con la seguridad del que sabe que el resultado no alterará en nada a los intereses del jugador. En todo caso, aquellos que fundan su poder en el dinero se mueven como flotando por encima de la realidad, con la moral guardada en la cartera y sin aparente conciencia de que producen efectos, nunca inocentes, sobre terceras personas.

    Con secuencias mucho más devastadoras, pero con la misma frivolidad del que pone una lenteja en el tablero, las agencias de calificación, el Banco Central Europeo o los grandes acreedores, con una simple operación financiera, destierran al paro y a la miseria a millones de seres humanos. Como si el pan o la dignidad y las mismas personas pertenecieran a un inframundo sin relación alguna con ese macabro parchís donde, sin que estemos nunca presentes, se juega la suerte de nuestras vidas.

    Salvador Compán es escritor