Jornada a tope en la primera de todas las ferias, pese a situarse al final del calendario
Debe ser terapéutico. A más crisis, mayor ganas de feria. Ni que llueva o truene. Ni que se pongan en contra los elementos o caigan chuzos de punta. San Lucas es San Lucas, la última de las grandes.
No es “primus inter pares”, pero sí grande entre las grandes. Todo un honor que le permite, desde su crisol de verdes olivares, irradiar al mundo su idiosincrasia tan genuina. Ser la última la convierte en la primera, por el dicho evangélico aquel, y si está escrito, escrito está. Punto en boca. En todo caso, San Lucas es la feria que deja el listón tan alto que, en sí misma, es un referente para la siguiente andanada, esa que todas las primaveras anda subiendo escaleras para llegar a la gloria. Porque las ferias, en lo religioso, confluyen en tiempo de gloria.
Y quienes la hacen grande, como no puede ser de otra forma, son los jiennenses, el pueblo llano que vive su feria tan a tope que es algo digno de admiración, de disfrutar y de compartir. Un botón de muestra: la jornada de ayer, día familiar y para vivirlo en familia, el ferial estuvo a rebosar. Hubo tanto ajetreo, movimiento y disfrute que, por haber, hubo hasta caballos de porte, ponis, un burro en miniatura y vendedores de sueños por las esquinas.
Coincidía que, en lo laboral, era festivo. Por el Pilar, que cayó en domingo. Y, como no podía ser de otra forma, muchas familias, desde los abuelos al benjamín de biberón, acudieron al recinto deseosas de vivir su feria, la de toda la familia. Unas iban vestidas de faralaes, otros con traje corto y, los más, de festivo, con sus mejores galas. Fue tal la afluencia que el recinto ferial se puso a tope en torno a las dos de la tarde. Quien llegó a esa hora se fue haciendo la idea de cómo era el resto del océano, ya que la Ronda Sur estaba atestada de vehículos del uno al otro confín, del campo de fútbol de La Victoria hasta la Salobreja.
En la Ronda Sur propiamente dicha, en cuestión de minutos, el aparcamiento improvisado en ambos márgenes de la vía llegó a tocar con la punta de los dedos al que avanzaba imparable en sentido contrario, desde la Alcantarilla. Si esa era la cáscara por fuera, por dentro, sin llegar a “overbooking”, el ferial estaba atestado de gente, ya que muchas personas acudieron a pie o en los autobuses urbanos. Había desde madres que portaban en el cochecito a su bebé, hasta grupos de amigos de todas las edades que se lo pasaban en grande por el mero hecho de estar juntos, a familias al completo celosas de cumplir con las tradiciones. La feria de San Lucas, en su origen, no solo ponía fin definitivo a la campaña cerealista del año catapún, sino que preparaba para la inminente cosecha de aceituna. Era esta, como no podía ser de otra forma, una feria de ganado, de trajín y trasiego agrícola. Hoy aquellos orígenes comunes a todas las ferias, son parte del ADN de la memoria colectiva. Ya se busca, más que nada, la diversión. O, dicho de otra forma, comer, beber, bailar y... disfrutar.
A mediodía, las casetas exhibían su mejor banda sonora. En algunas podían verse actuaciones en directo de artistas que cantaban flamenco o en las que se bailaban sevillanas, pues, de un tiempo a esta parte, esa forma moderna de las seguidillas es el baile festivo andaluz por antonomasia, sinónimo de alegría, conocimiento, coreografía, pasos y movimiento de brazos llevados a la enésima potencia de las matemáticas más elementales.