Inventores de vidas

La vida de Jean-Claude Romand fue una portentosa falsificación. Aparentemente, Romand era médico y eminente investigador de la OMS, frecuentaba ministros y daba conferencias. Pero, en realidad, ni siquiera tenía título universitario y, aunque parezca increíble, logró engañar a todo el mundo, incluida su mujer, sobre su doble vida.

    01 dic 2012 / 09:54 H.

    Cada mañana tomaba su cartera para ir a su supuesto despacho en Ginebra, pero era otra de sus representaciones porque a donde iba era a dar vueltas por carreteras secundarias o a refugiarse en habitaciones de hotel hasta que, por la tarde, aparecía en su casa investido de padre de familia, besaba a los suyos y comentaba las incidencias del trabajo.

    El día en que se iba a descubrir la patraña de su vida, no pudo soportar la destrucción de su personaje y, en un arresto de criminal dignidad, asesinó a sus padres, a su mujer, a sus hijos, y quiso suicidarse junto a los cadáveres de los suyos en el incendio que provocó en su casa. No soportó que se hiciera pública la falsedad de su vida ya que iba a perder lo único que poseía, la careta, y sabía que debajo de la máscara solo había aire y desolación. 

    Romand, en realidad, tuvo la ambición de los novelistas, la de inventar vidas y hacerlas pasar por reales, pero con la diferencia de que él no relataba hechos a los demás sino que se los contaba a sí mismo y luego, hora a hora, minuto a minuto, los representaba. Romand era su propio dios, su propia creación, su propio personaje. Fue tan prisionero de su sostenida ficción que terminó por convertir toda su vida en teatro.

    Un caso semejante es el de Thomas Quick, quien engañó durante mucho tiempo a un equipo de sicólogos y a la policía sueca atribuyéndose 32 homicidios que nunca cometió. Lo hizo para sentirse alguien y para permanecer en el psiquiátrico donde le daban una droga desinhibidora que le producía placer al tiempo que le hacía relatar sus atroces crímenes imaginarios. Quick se documentaba leyendo lo publicado sobre cada crimen en la Real Biblioteca de Estocolmo, igual que Romand acudía a su memoria recordando continuamente cada uno de sus actos pasados para que su actuación en el presente no tuviera contradicciones. Tanto Romand como Quick fueron mucho más personajes que personas, aunque habría que preguntarse cuánto hay de personas y cuánto de personajes hay en cada uno de nosotros. Andamos tan sobrados de ficción, tan llenos de mitos y de imposturas que cuesta fijar las coordenadas de nuestra identidad. Representamos sin esfuerzo nuestro personaje, nos contamos miles de historias sobre nosotros mismos, escribimos a diario una inmensa novela colectiva. Y tal vez no haya más remedio que aceptar la presencia de la invención en nuestras vidas porque todos necesitamos creernos mejores, ser más, ser otros. Imaginar que podemos sortear los sumideros de la realidad para caminar solo por sus soleadas praderas.      

    Salvador Compán es escritor