Imperfectos y culpables

Somos imperfectos y el íntimo conocimiento de nuestras imperfecciones nos acarrea una sensación de culpa desde muy pequeños, pero a medida que crecemos deberíamos darnos cuenta de que reconocer nuestros errores nos acerca a la perfección.

    22 oct 2014 / 09:33 H.

    La asunción de la culpa es necesaria para el correcto funcionamiento de nuestras neuronas, condiciona nuestros afectos y a la postre nos hace más felices. Nadie quiere equivocarse, claro. A todos nos gustaría caminar por la vida con paso firme, sin tropiezos, asegurarnos el amor, la protección, procurarnos el pan y la sal, evitando así el castigo. Pero en el fondo sabemos que no es posible. Somos tan cobardes, tenemos tanto miedo de perder los afectos, de que nos quiten el pan y la sal, que preferimos sacudirnos la responsabilidad como las moscas, echarle la culpa a la enfermera que se tocó la cara, al técnico que no nos informó a tiempo, a la casualidad o a la mala suerte. La desastrosa gestión de la crisis del ébola o la vergonzosa actitud de los consejeros de Caja Madrid respecto al uso de las tarjetas opacas, además de otras connotaciones, guardan en su seno la circunstancia reveladora de la nula valentía que tenemos para admitir los errores incluso cuando nos conducen a la tragedia. Esa actitud de inutilidad, vaciedad o chulería, según los casos, es sintomática de una realidad que, aunque siempre ha estado presente en nuestro país, adquiere ahora niveles alarmantes. Esta circunstancia es consecuencia de una progresiva infantilización que nos lleva a un deterioro social insoportable: “Yo solo pasaba por aquí y si te he visto, no me acuerdo”. La tendencia al desmarque general es patente en terrenos tan pisoteados como el de la política, pero cubre bajo su manto a todas las parcelas. Siempre acabamos acusando al que tenemos al lado, sin importarnos el daño que podamos producir ni las consecuencias que de ello puedan derivarse, ya sean legales, morales o económicas, sin atender ni a correctivos ni a expulsiones con tal de sacudirnos de encima el deshonroso dedo acusador.