¡Háblame en cristiano, coño!
En cristiano, coño!”, les decían, “¡Di las cosas claras, todas las palabras derechas en la lengua de España!” Para los precarios funcionarios del nacionalcatolicismo, aquellos catalanes hablaban un trabalenguas críptico y resentido, quizá conspiratorio.
Lo que siguió era previsible porque una lengua nativa tiene vida propia como los manantiales que nunca se agotan. En la Transición, comenzó a tomar el catalán el nivel social que le correspondía, entró en la enseñanza como lengua única —vehicular—, dentro de un programa bautizado de un modo asfixiante, “inmersión lingüística”, que expresaba una urgencia tal por recuperar la lengua autóctona que pareciera que había que coger al alumnado por los pelos y sumergirlo en el magma nutricio de las palabras maternas. Con razón, el catalán se discriminó positivamente para que las dos lenguas cooficiales alcanzaran la misma dignidad y para que el bilingüismo fuera un hecho.
Hoy, la enseñanza de aquella autonomía se sigue impartiendo solo en catalán, y nadie puede negar que esta lengua goce de absoluta pujanza social. El objetivo está conseguido, aunque es posible que el desequilibrio se esté produciendo en sentido contrario y, en el castellano de algunos catalanes, empiecen a producirse los agujeros de la polilla. Acabo de oír a Homs, portavoz de la Generalitat, insistiendo en que los alumnos catalanes superan a los de algunas comunidades en las pruebas de castellano que hace el Ministerio. Y es verdad, pero también lo es que las tales pruebas se basan en el sentido común y en la cultura general, que es trasvasable de un idioma a otro.
En mi caso, la voz de alarma me la dieron unos sobrinos de una amiga que se expresaban con torpeza de extranjeros en la lengua común del Estado y un reciente artículo de un profesor de una universidad catalana que escribía un castellano de sintaxis anémica y con tendencia a escribir la conjunción “y” como “i”. Las sentencias del Constitucional (1982, 1994 y 2010) respetan la ley de inmersión, pero no dejan de recordar que el castellano también debe ser lengua vehicular en la enseñanza; ahora, el Tribunal Superior de Cataluña apremia a ello y los políticos catalanistas hablan de agravio, de tocar las narices, de insumisión.
Lo peor del asunto es que estos políticos desprecian la suerte histórica de un pueblo que puede ser bilingüe, y lejos de afianzar esta ventaja, afilan las armas de la diferencia y la exclusión. Lo suyo es empuñar en una senyera y estrujarla hasta sacarle el último voto; lo suyo no es hacer ambidiestro a su pueblo, sino zurdo; lo suyo es ser ricos y utilizar la lengua, o lo que sea, como una caja fuerte para mejor guardar su prosperidad. Lo suyo no es respetar el tesoro de tener dos lenguas, sino ser reaccionarios.
Salvador Compán es escritor