¿Es nuestra nuestra historia?

A nada que hojeemos el libro de nuestra Historia, tropezamos con un pueblo que se ha llevado a cara de perro con la ciencia. Algo impuro debimos ver en la ciencia desde que Felipe II prohibió a nuestros universitarios estudiar en el extranjero, porque aquí, en este rincón de Europa, nos especializamos más bien en esperar a Dios, en mirar al cielo o a las cuevas interiores del espíritu. Y, si con una mano se tomaba la espada para defender al catolicismo, con la otra se quemaban libros o se ponía sobre ellos el tachón analfabeto de la censura.

    29 dic 2012 / 09:24 H.

    Demasiada Inquisición, demasiado culto a Dios (al único del Vaticano), demasiada postración ante las imágenes, demasiado papar el viento. Demasiado cielo para tanta parálisis y tanta hambre.

    Tal vez lo que mejor nos explique nuestra condición de pueblo alejado del progreso sea la presencia de la idea aniquiladora de que la casta dominante, la única posible, fuera la de los cristianos viejos: los que en su genealogía no tenían sangre ni morisca ni judía. Ser cristiano viejo supuso una legitimación que no venía del esfuerzo personal sino de la herencia de una sangre como bendecida por siglos de catolicismo. El trabajo, el desarrollo de la técnica, o las actividades que generaban dinero no eran un requisito para pertenecer al grupo “nacional” sino, más bien, un modo siempre sospechoso de ganar prestigio social por la puerta trasera y no por la principal de la “limpieza de sangre”.

    Esta actitud de dormitar sobre la historia, anclando la vida sobre las aguas calmas de la sangre limpia, llena nuestra literatura desde el siglo XVI, con el Lazarillo, hasta las novelas de Ciges Aparicio sobre la Quesada del siglo XX. Solo hay excepciones, pero no ruptura en nuestro histórico menosprecio a las actividades materiales y en un paralelo sobreprecio de las esprituales. La terrible sentencia que dicta que cuanta más religión menos ciencia, y viceversa, se ha cumplido entre nosotros con maniática exactitud. Al menos hasta la Transición, aquí el César y Dios han andado confundidos, y se le ha dado mucho más a este que a aquel. 

    Pero, cuando creíamos que ya se había acabado aquella España de erial, tan apta para el espíritu y que tanto le gustaba a Unamuno, he aquí que Wert y Gallardón se ponen el traje de cristianos viejos para meternos en la vida los deseos de la Conferencia Episcopal. Y, como una pesadilla, cumpliendo esa sentencia fatal que acabo de comentar, nuestras posibilidades de desarrollo técnico y científico se esfuman de golpe.

    En la Carta por la Ciencia, suscrita por nuestros investigadores, se nos alerta de que nos están bajando del tren del desarrollo ya que, desde 2009, se ha recortado nada menos que un 34% de inversiones en I+D+I. Lo que estamos perdiendo es la posibilidad de crear valor añadido, de tener una economía creativa y no especulativa. Así que nuestro pasado vuelve, como si nuestra historia estuviera condenada a repetirse. A no ser que decidamos que nuestra historia es mucho más nuestra que historia.

    Salvador Compán es escritor