Horas bajas

Ya no sabes si eres tú el que te sueñas o si es otro quien está soñando lo que piensas que eres. A día de hoy quieres darle un sentido menos insensato a tu historia y haces vida de desaparecido para evitar prestarte a malversaciones y equívocos. Te retiraste a la naturaleza, adonde aprendiste del olvido y memorizaste tu ignorancia: allí sigue todo depositado en su silencio de cámara y solo cuentas con tu sombra porque eso que brilla jamás tendrá que ver nada contigo, por mucho que te empeñes.

    18 ene 2014 / 09:46 H.

    Fue muy triste que ninguno de tus maestros lograra convertirte en su discípulo. Aunque te domesticaron para la servidumbre y la haraganería, nunca dudaste de que el desorden es siempre fruto de la injusticia ni de que últimamente muchos confunden moral con derecho. Así, nadie te colocó ni tan siquiera de machaca: no eras un tipo de fiar, capaz de esconder las cuentas pendientes de tu insignificancia, apenas algo más que un artista de culto que influyó más en sus predecesores que en sus epígonos, otro perdedor que conoce por qué la palabra libertad se cosifica si rige un apéndice encabezado por la preposición de, si no se presta a funcionar gobernada por para.

    Entrégate al lenguaje, sele fiel. Y no le impongas de antemano dirección temática alguna para que sea de la forma, azarosa y objetiva, de la que resulte, imprevisto, el contenido de la historia, término antes que origen. ¿Adónde podrás escrutarte mejor para llegar a ese fielato ideológico tan tuyo que nunca consigues ver del todo aunque te pares a mirar aquello que sientes de ordinario? Cierra los ojos y óyete hablar, escuchando sobre todo el silencio en que lo haces. Ya apuntaba Faulkner que uno de los mejores oficios para el escritor es el de chulo de putas: por las noches, juerga y alcohol, y por las mañanas, escribir en un silencio sepulcral. El eco del silencio recordado sin querer, por ejemplo, de esta misma mañana —San Antón de hace más de cuatro décadas—, cuando su luz albariza encendía el rescoldo de la lumbre de la Plazoleta del Vinagre, cenizas magnéticas suspensas por la escritura llegando a un punto sin retorno, a la frontera donde la vida deja de ser un relato de ficción y se pone a salvo de los profesionales de la añagaza retórica, como el esqueleto de este instante, el del acto de leerte.


    Juan M. Molina Damiani es escritor