22 jul 2014 / 22:00 H.
Ahora con la lumbre que está cayendo y acompañado de mis amigos inseparables de grillos y chicharras, estoy por meterle mano a la historia jaenera del botijo, un barro cocido de Bailén o vaya usted a saber, de esta tierra prolija en benefactora arcilla, que se lo pregunten sino a los Titos de Úbeda, que tiene la generosa virtud de calmar los sedientos-sudorosos cuerpos tostados por las inclementes barbas de Febo. Este orondo recipiente invita al prolongado trago en estos días en que la caldera de Pedro Botero está en disposición de que sudemos la gota gorda. Merece la pena escribir acerca del botijo, al fin y al cabo más importantes que otras menudencias vendidas a precio de saldo en las tiendas de “made in China”, manufacturas producidas por un plato de lentejas y un cacho de pan. En la Universidad de Baeza, antes de escuchar una conferencia ilustrada, aunque pueda aburrir a los ovejas, darle un tiento al botijo con su correspondiente agujerillo cerca del piporro, o sea, una broma refrescante, muy agradecida. El botijo, mis amigos lectores, bien merece un monumento, quizás más importante que otros representados.