Hasta siempre
JOSÉ PÉREZ NAVARRO de Jaén
Hermano, te fuiste demasiado pronto
Querido hermano Pepín:
No sabes cuánto te echamos de menos. Yo cada día, desde que te fuiste, me acuerdo mucho de ti, pues hermano, no sabes el vacío tan grande que nos has dejado, con lo bueno, gracioso y tan querido que eras para nosotros.
Hermano, te fuiste demasiado pronto
Querido hermano Pepín:
No sabes cuánto te echamos de menos. Yo cada día, desde que te fuiste, me acuerdo mucho de ti, pues hermano, no sabes el vacío tan grande que nos has dejado, con lo bueno, gracioso y tan querido que eras para nosotros.
Hermano, no he sabido apreciarte como te merecías. No pensaba que te ibas a ir tan pronto, tan joven, tan lleno de alegría y es que siempre estabas con bromas, haciéndonos reír.
Cada día que pasa me creo menos que te hayas marchado. Hermano, con todo lo mal que estabas en el hospital, pero aun así te reías con tus cantes y tus bromas para hacernos reír a nosotros y no nos dimos cuenta de que estabas tan mal. De los doce días que hemos estado contigo en el centro hospitalario, hemos disfrutado de ti, hermano, de tu buena compañía y de tu simpatía, pero los dos últimos días fueron los más amargos y los más tristes que pasamos, porque te fuiste y no hay derecho a que nos hayas dejado sin ti.
Hasta tu perro, Coco, te echa de menos. Está siempre en tu cuarto, esperando a que llegues. Nota tu ausencia, está siempre triste, casi no come ni ladra y se mete, cansado, debajo de tu cama, como sabiendo que quizá ya no llegues, aunque no sepa tampoco dónde estás ahora.
Además, tus amigos también lamentan que te fueras sin que nadie se lo esperase. Les ha pasado como a nosotros.
Yo siempre te llevaré dentro de mi corazón y ninguno de nosotros te olvidaremos nunca. Todos tus hermanos, sobrinos y demás familia te queremos y te querremos siempre.
Por Pepi Pérez Navarro
Jaén
JUAN LARA LARA de Torredonjimeno
Siempre con nosotros
Como siempre, dejé el indudable “Te quiero” aparcado en la puerta de un “mañana” que nunca llegó. Fueron tantas veces las que estuviste en brazos de la muerte que llegué a pensar que la inmortalidad había llamado a tu puerta y que nunca nos dejarías. Con el tiempo conseguí darme cuenta de que solo eran fantasías de una joven adolescente que intentaba amarrarse a cualquier excusa para intentar convencerse de que su abuelo nunca la abandonaría. Sin embargo, llegó el día en el que te marchaste y mi vida se quedo vacía. Durante los meses siguientes no alcanzaba a comprender el porqué. Me culpaba una y otra vez por no haberme despedido de ti, por no haberte dicho cuánto, realmente, significabas para mí. Eras mi imagen para seguir, luchador hasta el último momento, jovial y carismático. Nunca olvidaré esos paseos por el pueblo, en los que todas las personas que encontrábamos en el camino se paraban para saludarte. Nunca dejaste que la vejez te afectara; al contrario, utilizabas cualquier excusa para viajar con tu esposa, colaborar con diversas asociaciones de voluntariado y, sobre todo, disfrutar de tus hijos y nietos. Cualquier pretexto era bueno para reunirnos alrededor de una gran mesa en la que las penas pasaban a un segundo plano y las alegrías se hacían más grandes que nunca. El simple descuido de derramar un vaso se convertía en un sinfín de risas y alborotos que, aunque en ese momento pareciera una rutina, llenaba nuestra memoria de miles de recuerdos que nunca desaparecerán. Desde que te marchaste nada volvió a ser igual, en las cenas de Navidad siempre nos faltaba esa voz ronca que cantaba un villancico que solo tú conocías, mientras que las reuniones de los domingos poco a poco fueron desapareciendo.
Después de ocho años te sigo sintiendo aquí a mi lado. A veces pienso que te sentirías muy orgulloso si vieras todo lo que he conseguido. Sé que si estuvieras aquí serías el primero en apoyarme y defender mis ideales y que nunca me faltaría una palabra de ánimo en el difícil camino de esto que llaman vida. Por desgracia, no estuviste a mi lado cuando tuve que decidir qué camino tomar. Pero tal y como me explicaste, seguí tu consejo. Me senté y aguardé hasta que mi corazón me indicó el camino, y de la misma forma que tú decidiste, hace muchos años, ser carpintero, yo decidí hacerme un huequito en una profesión que, sin duda, admirabas. Sé que aunque nos querías a todos por igual, había un lazo entre los dos que sin duda nos unía un poquito más fuerte. Por eso, hoy, después de tanto tiempo, siento la necesidad de que, allá donde estés, lo sepas.
Gracias por haberme enseñado el significado de la vida, el valor de la familia, el poder de una iniciativa y las ganas de luchar en cualquier momento. Gracias por hacerme ver que nunca es tarde para volver a comenzar de nuevo, que siempre hay algo por lo que seguir adelante y que la vida no acaba hasta que, al igual que en las películas, no aparece el cartel que anuncia el final. Por eso hoy, le doy gracias a la vida por ponerte en mi camino.
Por último, solo quiero que sepas que, tal y como dice mamá, una persona no muere si hay alguien o algo que lo recuerda día a día. Nosotros, tu familia, te sentimos, si cabe, cada vez más cerca porque no hay reunión familiar en la que no aparezca un recuerdo en el que seas el protagonista, o en la que no bromeemos con esa frase que logró hacerse característica en ti: “¡Cerrad la cancela que entran las moscas!”. Abuelito, te quiero, te queremos y por mucho tiempo que pase siempre formarás parte de nosotros y siempre tendrás un hueco en nuestros corazones.
Por María Collado Lara
Torredonjimeno
Avelino Tirado Torres de Villargordo
Parece que fue ayer cuando te di el último abrazo
Querido abuelo:
Hace ya un año que te fuiste… Parece que fue ayer cuando te di ese último abrazo en el hospital, rodeados de nuestra familia mirando cómo poco a poco se iban tus fuerzas y a la vez las nuestras. Te echo mucho de menos. Recuerdo esas batallas de familia sobre políticos, fútbol y tu admiración por la Guardia Civil, que es a lo que te has dedicado toda tu vida en cuerpo y alma. Tú me enseñaste el valor de las cosas pequeñas, a observar el mundo y a fijarme en todo lo que me rodeaba. Ahora, aquí me tienes recordándote como cada noche antes de dormir y cada mañana al despertarme. Sé que estarás bien, estés donde estés, o al menos intento creer que sí. Todos los días me levanto con la ilusión de que lo ocurrido sea un sueño, de que tenga la oportunidad de abrir los ojos y verte cada mañana, frente a la lumbre… Recuerdo un día que nos llevaste al campo y tú te quedaste en el coche porque te dio un dolor muy fuerte de espalda. Los médicos dijeron que era lumbago y solo te dieron un pinchazo pero lo que no nos esperábamos era que ahí ya tenías un tumor y los médicos no fueron capaces de hacer nada, solo decirte que era lumbago… Sé que siempre estarás aquí, a mi lado, cuidándome y protegiéndome de todo mal. La noche en la que moriste no dormí, me quedé mirando las estrellas y desde entonces cada vez que miro al cielo, cada noche me vengo abajo acordándome de ti. Al final ese maldito cáncer pudo contigo y te llevó, pero estoy orgullosa de ti porque luchaste hasta el final, siempre con una sonrisa… Mi querido abuelo, sigues en mi corazón.
Por Irene Alcántara Tirado
Villargordo
Aurelia Vílchez cueva de Jódar
Que siempre me acompañe tu recuerdo
Sumo otro año y más que nunca te tengo presente. Los recuerdos no son más que vivencias aleatorias, que escogen a placer qué debemos o no retener en nuestra mente. Muchos fueron los momentos que pasé a tu lado; no en vano, fuiste una segunda madre para mí. Mis tardes eran tus tardes, tus viajes eran mis viajes y tus riñas eran mi día a día. Con carácter fuerte y firmeza extraordinaria, en vida supiste capear los tiempos tan difíciles que asolaron a tu familia, siempre sobreponiéndote a todo y entregando el máximo de ti misma por tus hijos. Golpes duros, que forjaron tu carácter, haciéndote a veces imperturbable. Ninguna madre debería despedirse prematuramente de sus hijos y tú perdiste a dos. Criar al resto, porque el destino también te despojó de tu joven marido. Compañera excepcional en las partidas de cartas: cinquillo, brisca, “la carta robá”, alguna que otra trampa... Elaboradora de desayunos como nadie, testaruda, mujer de gran y larga conversación. Ambas nos dimos compañía durante veinte largos años. Tiempo fugaz, demasiado corto, porque no disfruté de mi abuela lo suficiente por culpa de una enfermedad que injustamente te arrancó de mi lado. Que mi vida fuera tu rutina es la razón por la que aún se me hace imposible visitarte. Todavía no puedo aceptar que no volverás a salir a la puerta de casa para recibirme cuando llego de la Universidad cada quince días. Y que no me llamarás diariamente por teléfono para que mi comida pasara de ser una necesidad a una obligación. En casa todos te echamos de menos. Eras única y así lo fuiste hasta tus últimos momentos. “Yo voy a la guerra y vuelvo”, decías. ¿Acaso no sabíamos que, de ser cierto, no dudarías en cumplirlo? Pero tu contienda fue otra, una con la que era imposible bregar, a pesar de plantarle cara durante largas semanas. Tu recuerdo siempre estará conmigo. Jamás nadie pudo estar tan orgullosa de una persona como lo estuve y sigo estando de ti. No me importa si la mente es caprichosa y no da opción a recordar lo que uno quiere. Tu imagen sigue siendo demasiado impresionante y nada ni nadie puede obligarme a dejar escapar las imágenes que protagonizaste en las grandes etapas de mi vida. Ni siquiera tus chistes, esos que me hacían pasar un mal rato hasta que, finalmente, desvelabas que todo había sido una broma.
Desearía que me hubieras dejado tus grandes historias por escrito. Aho-ra intento recordarlas y solo aparecen lágrimas, y no logro recordar tus palabras, porque dos años y medio sin ti son toda una eternidad. Me quedan tus valores, sin fecha de caducidad, y sin embargo, ojalá me siguieras inculcando muchos más. Ojalá siguieras aquí.
Por Aurelia Martínez Viedma
Jódar
MARÍA DOLORES GÓNGORA RAMÍREZ de Alcalá la Real
La alegría y ejemplaridad de una mujer con gran corazón
Todos los domingos me solía encontrar con el matrimonio formado por Indalecio Medina y María Góngora (como le llamaba siempre en lugar de María de los Dolores, sabiendo que procedía de dos familias con gran raigambre en la ciudad, los Góngora y Ramírez).
No sé, según mi punto de vista y el de otras muchas personas, formaban una pareja que reflejaban el prototipo de matrimonio alcalaíno y lo era por su raigambre y señorío de gente sencilla, humilde y popular. Indalecio se asemejaba a un centurión romano —no sé si en su juventud acompañó a algún paso de Semana Santa en los desfiles del Jueves y Viernes Santo—, con su porte gallardo y erguido, pero, al mismo tiempo, con su gran afabilidad siempre que te encuentras con su persona; por el contrario, al saludar, en su caminar diario y su expresión de presencia serena, a su esposa María, me venía a la mente la imagen de las matronas romanas, auténticas amas de su casa en el mejor sentido de la palabra, madres, como ella, de un hogar de familia numerosa —sus hijos Rafa, Antonio, Pepe e Indalecio—, dechadas de virtudes y ejemplaridad y expertas en conjugar el amor filial con el saber de todo lo que significa la administración económica del hogar.
Y en este mes de julio —que no era por mayo cuando aprieta el calor, sino en julio— en las primeras horas del último domingo del mes del emperador nonato sonaron las alarmas de las ambulancias; nos fijamos en el helipuerto del Cerro de la Luna y el cuerpo de María debió volar a tierras granadinas por un primer impacto cruel de la guadaña de la muerte. En verdad que, al instante, se me vinieron ante mi presencia algunos momentos de mis relaciones afectuosas con esta familia y con este matrimonio, tan popular en la actual calle de Santo Domingo y otrora del Antiguo Peso de la Harina y Juego Pelota; y, sobre todo, no podía pasar por alto los numerosos saludos afectuosos y cariñosos de María, siempre gentil y amable. Desde el mirador de la Huerta de Capuchinos, miré a la espadaña de la torre de la Iglesia Mayor de la Mota, y, en mi interior, proyecté una súplica a quien traza los designios de la Providencia. No podía olvidar la alegría de aquellos momentos de su aniversario con toda su familia —hijos, nueras, nietos y nietas y otros parientes— cuando celebrasteis la misa del Te Deum Gratias con motivo del aniversario de vuestras bodas de oro en la iglesia de San Juan; te sentías, como tu marido Indalecio, repleta de alegría al verte rodeada de toda aquella prole, a la que has dado testimonio de honradez, laboriosidad y fructuosas experiencias que solamente tú las podrías transmitir. Recordé aquella mañana tras expandir una segunda mirada, al fijarme en la torre de San Juan, cuando me decías que te costaba ya algún trabajo subir al templo sanjuanero y lo hacías por las iglesias del Llano de la ciudad.
Al atardecer, los nubarrones de julio soltaron varias gotas preludiando las cabañuelas, habías fallecido y no pudiste resistir aquella fuerza destructora de la naturaleza, igual impacto que sufrió mi padre y en el mismo mes.
La fortaleza de la Mota estaba más oscura y se me venía a mi mente el cariño que te profesaban todos los vecinos del barrio de la Tejuela, el mismo que han recogido todos tus hijos. Te habías convertido en patrimonio de nuestra ciudad, porque en tu familia se habían hecho realidad las alegrías de muchas personas que acuden a tu descendencia para muchos momentos de su vida (en el bar de tu hijo, para celebrar muchos acontecimientos familiares, en tus otros hijos, para equipar muchas casas de nuestra ciudad), y, sobre todo, porque habías sabido transmitir y recoger de tus antepasados esos saberes, que anteriormente eran minusvalorados y, hoy día, alcanzan el grado del saber popular; me refiero a los saberes gastronómicos que nacieron de las manos de tu madre Milagros (cuántos tuvimos la suerte de saborear su dulcería) en los salones de la calle Espinosa y posteriormente se divulgaron a muchos lugares gracias a tu generosa docencia de maestra de la cocina.
Pero, esto sería intrascendente, si no valoráramos tu excelencia de mujer ideal. Siempre tenías la sonrisa en tus labios, caminabas feliz para ejercitar tu cuerpo a los brazos de tu marido y para paliar los achaques de la edad, te sentías orgullosa de tus hijos y nietos. Pero sobre todo, no podré olvidar que eras una madre de la alcurnia popular del barrio de la Tejuela.
No sé, estoy deseando que se acabe julio. Y que en el día la Virgen de las Mercedes, por las fiestas de agosto, se rebajen las tensiones de la calina para toparme con tu espíritu en el barrio del Juego Pelota, aunque solo sea representado en el rostro de tu marido Indalecio y de tus hijos.
Por Francisco Martín Rosales
Alcalá la Real