Hasta siempre
Juan de la rosa escalona de Jaén
Imposible nombrarte sin sonreír
Querido Juan: Te has ido. Antes, te habías reducido, cada vez más pequeño, más menudo, más triste y silencioso… Sin decir adiós, te has ido.
Sin decir adiós, te fumaste el último puro y nos dejaste. Nos dejaste sin reparar en el gran vacío que tu ausencia causaría. ¿A cuántos de nosotros nos has dejado algo más huérfanos de lo que ya éramos? Al perderte se desvanece una parcela de nuestra memoria, la de aquellos recuerdos que compartíamos contigo, ¿con quién vamos a contrastar ahora tantas evocaciones de lejanos tiempos?, ¿quién pondrá a partir de ahora esa nota de fino humor con que tú aderezabas esas charlas haciéndolas divertidas y entrañables?
Imposible nombrarte sin sonreír
Querido Juan: Te has ido. Antes, te habías reducido, cada vez más pequeño, más menudo, más triste y silencioso… Sin decir adiós, te has ido.
Sin decir adiós, te fumaste el último puro y nos dejaste. Nos dejaste sin reparar en el gran vacío que tu ausencia causaría. ¿A cuántos de nosotros nos has dejado algo más huérfanos de lo que ya éramos? Al perderte se desvanece una parcela de nuestra memoria, la de aquellos recuerdos que compartíamos contigo, ¿con quién vamos a contrastar ahora tantas evocaciones de lejanos tiempos?, ¿quién pondrá a partir de ahora esa nota de fino humor con que tú aderezabas esas charlas haciéndolas divertidas y entrañables?
Puestos a rebuscar en tu poliédrica personalidad y decidir por el rasgo que mejor te pudiera definir, habría que optar por tu gran sentido del humor, tu inteligente ironía capaz de definir personas y situaciones de forma escueta, aguda y divertida, ¿quién de los que fuimos tu familia o amigos no recuerda comentarios tuyos en este sentido? Al rememorarlos, se hace inevitable una sonrisa que llega a la carcajada en algunos casos. ¿Quién no desearía dejar una evocación semejante cuando falte?
A similar nivel de la nota anterior había que situar tu grandiosa humanidad, tu carácter extrovertido, cariñoso y comunicativo. Tú que, por tu profesión y tu forma de ser, habías vivido siempre en grupo, mal has debido llevar estos últimos años. ¿Cuántos de nosotros no lamentamos en estos momentos no haber compartido ahora más tiempo contigo? Juan, nos queda un cierto sentimiento de frustración, como de haber perdido una última oportunidad de expresarte nuestro cariño.
Con diferencia, el mayor espacio de tu biografía lo ocupa tu época de “Gangas”, en gran parte, la historia de ese desaparecido comercio y la tuya son coincidentes. Precisamente, deben ser tus antiguos compañeros, con los que tantos años compartiste, los que mejor te conozcan y pudieran escribir tu semblanza.
Dejo para el final a los que somos tu familia, aparte de esposa e hijos, desaparecidos ya tus hermanos, quedamos algunos primos. Para nosotros siempre fuiste el primo Juanito, el más querido, aquel del que nunca se hablaba con gesto serio, imposible nombrarte sin sonreír. Nuestras vidas serán diferentes sin ti. ¡Te queremos y no te olvidaremos, Juan!
Por Manuel Escalona Molina.
Juan Ortega Cano de Jaén
“Un gran humanista”
El lunes 24 de octubre se cumplieron 100 años del nacimiento de mi padre, Juan Ortega Cano, primer arquitecto nacido en Jaén capital y que ejerció como tal en nuestra ciudad y su provincia. Fue arquitecto municipal en los ayuntamientos de Jaén, Úbeda, Baeza y Linares. No hay ni un solo día desde su fallecimiento, el 14 de junio de 1980, que no recuerde sus enseñanzas y consejos... Siempre he pensado que nuestros seres queridos, aun cuando abandonan este mundo, siguen viviendo en nuestros corazones y sus buenas obras permanecen para siempre.
De mi padre, puedo decir con certeza, porque así me lo han confirmado los que lo conocieron bien, que fue un buen amigo, hijo y hermano ejemplar. El quinto de diez hermanos y el único que realizó estudios universitarios, primero, en la en la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona durante dos años y, el resto, en la de Madrid, donde finalizó la carrera. Nos contaba que, en algunas clases, había tan pocos alumnos, que las mismas se impartían en una mesa camilla, (como en familia). Tal era la escasez económica que no se podía asistir a clases particulares y, en su caso, asistía uno, se pagaba entre todos y este, posteriormente, impartía la misma al resto.
Mi abuelo paterno, Francisco, murió joven, con 46 años, y mi abuela, Cristobalina, se quedó viuda con diez hijos. Cuando mi abuelo se dio cuenta de que iba a morir, dudaba, y posiblemente con razón, de que el hijo de un agricultor pudiera alcanzar a conseguir el título de arquitecto, por lo que intentó hacerle prometer que estudiaría Derecho, profesión que consideraba más práctica y accesible. Pero él quería ser arquitecto y, con lágrimas en los ojos, pidió su consentimiento. Mi abuelo accedió, pero le encomendó que siempre estuviera pendiente de su madre y de sus hermanos, y así fue. Siempre recuerdo a mi padre como el patriarca de la familia, a quien todos pedían consejo y para los que su casa siempre estaba abierta. Su estudio de arquitectura fue una gran escuela... Cumplió al cien por cien la voluntad de su padre.
Hablar de mi padre es imposible sin mencionar a mi madre, Conchita. Eran como la noche y el día, pero no podían vivir el uno sin el otro. Se complementaban. Él era la cabeza, la prudencia, la sensatez. Mi madre, el corazón, la alegría, la espontaneidad. Mi padre, el vaso medio vacío; mi madre, el vaso medio lleno. Cuando hacían algún viaje, que hicieron muchos, (les encantaba viajar), y regresaban, siempre les preguntábamos, cómo lo habían pasado, a lo que él contestaba: “¡Eso que os lo cuente vuestra madre, que seguro que lo hará mejor que yo!”. Tenían una gran complicidad. De mi padre, hemos aprendido la sencillez, a no arrogarse de nada, solo de lo que uno consigue por sí mismo. Aprendimos que el trabajo es lo que ennoblece y dignifica al hombre. Era un trabajador incansable y siempre decía que había que ser generoso y perdonar. Nos enseñó que no había que lamentarse, sino ser prevenido y aprender de la experiencia.
Era un gran humanista, hombre de amigos, conocedor profundo de las tradiciones y de su tierra con una idea renacentista del conocimiento, que lo empujaba a ser emprendedor e innovador. En los años 60, diseñó, en el solar de la antigua Posada de la Parra, el primer “centro comercial abierto” de Jaén, creando un nuevo pasaje peatonal, Nuyra, que conectaba la calle Nueva y Rastro, en el que podías encontrar todo tipo de tiendas, bar-restaurante, y un centro de belleza con gimnasio, peluquería y sauna finlandesa. Pero, sobre todo, y por encima de todo, nos inculcó el amor a la familia, “la familia lo primero”. Hoy podemos decir con orgullo que, a pesar de todos los avatares de la vida, somos cinco hermanos, que permanecemos unidos como una piña y esa es la mejor herencia que nos dejó a sus hijos.
Nos hubiera gustado poder disfrutarlo más tiempo, porque murió relativamente joven, tenía 68 años, pero no importa, porque, como he dicho anteriormente, después de la muerte quedan las buenas obras y en eso fue ejemplar. Desde aquí, con estas sencillas palabras, nuestro homenaje a mi padre, Juan Ortega.
Por Concha Ortega Guzmán y hermanos.
David Alcalde Cabrera de Los Villares
“Te queremos”
Parece que estoy viviendo un mal sueño mientras escribo estos renglones y seguro que cuando acabe de escribirlos despertaré a la realidad. David, “aquel que es amado” como significa tu nombre. Amado por tus padres, hermano, toda la familia y tus amigos y amigas… y tu pueblo, que nunca te olvidará. Tus abuelos necesitan abrazarte; tu madre se ha quedado amputada de dolor, le falta cualquier parte de su cuerpo que tú rozaras y acariciaras. Tu padre, héroe de batalla y vencido a la vez al no poder hacer nada para que siguieras entre nosotros, necesita que lo envuelvas y aprietes contra ti. Tu hermano, en su silencio, sé que no para de hablar contigo; escúchalo. Te contará que todo se ha derrumbado dentro de ellos y que no saben construir sin ti… Dónde te has llevado tanto cariño… No nos encontramos. Todo lo que te rodeaba nos trae dolores cuando buscamos y no estás…
Ese fatídico día se paró el tiempo y es difícil empezar de nuevo. Orgulloso estarás de ver cómo tus padres afrontan el dolor y siguen adelante en el camino, que contigo era perfumado de rosas y que, desde que faltas, se ha tornado todo de espinas… Porque todo duele, a veces, hasta una caricia. Tu pasión era la música y seguro que ya estarás en el coro celestial. Allí necesitaban un ángel de dedos finos y delicados, pelo rubio con destellos de sol, ojos de cielo y boca de eterna sonrisa… Tu madre nos lo cuenta entre sollozos: era especial. Todos nos dimos cuenta el día de tu despedida. Un silencio abrumador inundaba las calles mientras te alejabas.
Faltan palabras y sobran emociones para pensar en todo lo que fuiste y te faltaba por ser, querías viajar, conocer mundo… Este se te quedaba pequeño y es por eso que te has ido al paraíso, donde nunca muere la alegría. Serás un cascabelillo. Queremos que sepas que en todas las reuniones estás con tus amigos y amigas, te han dibujado en una pared y tatuado en el alma… Llévate tu partitura de música y entona todo lo dulce que puedas para que llegue hasta nuestros oídos tu voz serena, haciendo desaparecer la tristeza de nuestros ojos y el silencio que nos rodea al evocarte… Con todo mi cariño espero que esta carta llegue hasta el cielo para encontrarse con otro… Te queremos, siempre estarás en nuestro corazón. Por tu tita Mari.
José Cruz González de Jaén
“El abuelo que hablaba en duros”
Mi abuelo es tierra. Era roca en los momentos difíciles de su vida y arena cuando miraba a sus nietos y bisnietos. Mis recuerdos están ligados a sus pasos firmes cuesta arriba (siempre las cuestas son hacia arriba en Jaén, nunca bajan). Doctor Gómez Durán, hacía unas peras 1 duro más baratas que en un mercado al lado de casa. Mis abuelos hablaban en duros y de pequeña no les entendía. Pensaba que era un idioma inventado por ellos para que no les entendiéramos nosotros. Ahora, cuando hablo en pesetas, mi hijo piensa que somos marcianos, como cuando hablamos en inglés para que él no se entere. Los duros y las pesetas separan generaciones y las aúnan en las sonrisas. Con 9 años jugaba a pasar los precios de las cosas de pesetas a duros con mi hermano Eduardo, pero mi abuela Felisa era mucho más rápida, dónde va a parar.
Sus manos de dedos grandes y suaves pelaban habas, papas, habicholillas y, sobre todo, deshacían las migas del pan duro del día anterior para saltearlas con chorizo, panceta, ajos y los conejos con los que habíamos jugado en la terraza hasta unas horas antes, en la sartén de las migas. “El abuelo va a dar la vuelta a las migaaaas” chillaba Maite por el pasillo (de las pocas veces que chillaba) y todos corríamos en tropel a verlo. “Aaaaaaaaaaahhhhh, ualaaaaaaaaaa”. Impresionante y no se le salía ni una y no le temblaban los músculos ni una mijita. “Ala, ya está, os podéis ir a jugar”, medio sonreía con la boca. Mi abuelo era sentencioso. Recuerdo sus frases cortas y rotundas. Casi secas, pero llenas de sabiduría. Pensamientos concentrados. La mejor frase que me dijo al estar yo con él una tarde en la cocina cascando y cascando (cascando yo, claro) cuando me daba una receta y me dijo: “Le pones especias”. “¿Qué especias, abuelo?”. Él me sonrió y me dijo: “Da igual, las que tú quieras. Tú tienes una especia en cada dedo”. Me dejó sin habla y con una sensación de fortaleza gastronómica en el alma que no se me ha ido aún. “Mi abuelo decía que yo tenía una especia en cada dedo”. Lo triste es que no recuerdo cocinar para él, así que era solo que él me veía así, así que si él me veía así, a mí me vale oro.
Recuerdo sus ojos sonriendo siempre. Cariñosos a mil por cien. Sus ojos de amor cuando se levantaba a las 7.00 am y, al despertarnos, redesayunaba con sus nietos la rosca de churros que había ido a buscar para sus nietos. A mi abuelo le gusta el olor del jabón de mi abuela y ahora estarán los dos mirando “Su media naranja” en el sofá y riendo con Jesús Puente mientras absolutamente todos (hijos y nietos) les mirábamos alucinados. “¡Pero abuelo! ¿Cómo puedes ver ese programa?, ¿te gusta de verdad?”. Él se reía y le apretaba la mano a mi abuela. Ahora creo que realmente no le gustaba, pero que a ella sí y lo veía por estar con ella. Siempre con ella. Mis abuelos se querían un montón. Eso lo veíamos todos.
Mi abuelo vareaba olivos y recogía “aseitunas” y mi abuela hacía chorizos de matanza. Mi abuelo hacía casitas de madera con tablillas de la fábrica donde trabajó antes de jubilarse y mi abuela hacía minipolos de leche con sabor a fresa. Mi abuelo hizo las sillas trenzadas con esparto donde se sentaban mis hermanas Cristina y Carmen y plantó los dompedros que florecían cada año en mi casa de Madrid. Mi abuelo, cuando me fui a Manchester, me dio una maceta con tierra de Jaén y un poto plantado. Para que te acuerdes de los tuyos. Me dijo. Lloré mucho cuando no sobrevivió al último vuelo de Manchester a Madrid. Había estado 4 años creciendo conmigo recordándome a los míos en tierras lejanas.
Hace unos pocos años estuve en Málaga con él un día escapada de un congreso. Comí en casa de mi tía Kankela y le conté la historia del poto. Se marchó a dar un paseo en silencio, sin molestar ni dar tres cuartas al pregonero. Al volver, justo cuando me iba, trajo un atillo de esparto. Hoy sigue en el hall de entrada de mi casa. Durará más que el poto, pero menos que mis recuerdos de él.
Lo que más me gustaba eran sus orejas y su pelo negro. Tenía unas orejas enormes y me encantaban. Me tenían fascinada. Aún las puedo ver en mi padre, las mismas exactas orejas fascinantes. Sonrío al pensar que dentro de muchos, muchos años, las podré ver en mi hermano Edu y quién sabe si de mi hijo Luc. Te quiero mucho abuelo.
Por Ana Cruz Morcillo, desde Barcelona.
Antonio Martín Gámez de Alcalá la Real
Recuerdos de mi padre en otoño
Hace ya más de una década que te fuiste, se me vino a la mente este primero de noviembre, a mitad de la estación otoñal, con las alamedas doradas y los arroyos llenos de negros juncos. Sin embargo, las plegarias de la fiesta pantoagiaca me la han hecho reflexionar, esa mañana llena de mucha santidad, al recrearme en un más allá vestido de blanco que siempre me imagino al escuchar las palabras del trono rodeado de innumerables ancianos de larga alba en el rincón del pax tecum, cada vez más solitario.
En un ejercicio mental, releo a la inversa aquel sermón de la montaña para los que no quieren acercarse a ese goce : Cómo podrá alguien encontrar, / si nunca ha estado perdido. /Cómo podrá alguien ser dichoso, /si las bienaventuranzas le parecen un acoso/. Y me vinieron en la iglesia sanjuanera tantos recuerdos: Y tu despedías/ la ermita, el matadero, / tu lagar, tu oratorio, /el arrabal, el campanario. /Y aquel día le redobló, /sin quererlo, /la campana/ de don Diego de Castro. / Y comencé a encontrarte recorriendo con tus pausados pies la reconstruida Carrera de los Caballos o Camino de San Bartolomé y, al salir del templo del Pozuelo, me acerqué a este nuevo mirador alcalaíno.
Y me resonaban los ecos, mustios y tristes, parsimoniosos y funerarios de tu carrera y los de unos caballos desbocados que acudían en son de guerra a la llamada de tu voz lánguida y jadeante, como la última en respuesta a la del ilustre heraldo. Y, subiendo el Cerro de los Palacios, escuché los sones de tu plegaria final y tu salmodia enredada entre olivos y cerezos, espontánea, y retumbando con el eco que se hacía en la penumbra de la Acamuña. Y, en la lejanía, vi que se paraba el último cangilón de la noria y que en el arrañal la fuente exprimía la última gota de su perenne caño. Y vi que ya pisabas tus últimos escalones de las Escalerillas de Santo Domingo, que no te quedaban más pasos. Y te contemplé cuando se te apagaba el pabilo del cirio del negro lucernario.
Pero, del fondo del cerro de la Mota, un nuevo Apocalipsis me anunciaba en este domingo de los millones de beatos, dichosos y bienaventurados, algo distinto y renovado, una esperanza de resurrección de tu alma me decía que habías encontrado, como en un santiamén, esa mano salvífica, ansiosa, madrugadora, que te recogía en el seno eterno. Como si te estuviera esperando. Se había hecho eco de tus cantos de auroro, cuando por Navidad cantabas, con gran elegancia y armonía, aquellas canciones de los campanilleros de la campiña. Aquellas letras dedicadas a la Virgen de la Aurora habían sido la carta de presentación en aquel día de julio de eras enlutadas: He cortado en el huerto una rosa, /con pétalos blancos, candorosa flor, /terciopelo de herido costado,/ del que brotan efluvios de paz y perdón,/ Oh, Rosa de amor, / que nos amemos los unos a los otros,/ primer mandamiento de la Ley de Dios/. Volví a la ermita y releí aquellas frases de las invertidas bienaventuradas. Y, entonces, las cambié y te dije: Dichoso, como todos te podían encontrar, / nunca habías estado perdido/, Como siempre te manifestaban dichoso, / las bienaventuranzas no fueron tu acoso. /
Cerré los ojos y, de nuevo, la lectura de los hombres de túnica blanca me hizo ver que el más allá era una realidad.
Por Paco Martín.