Hasta siempre

Sebastián Valero Jiménez de Huelma
Se cumplen diez años de la muerte del maestro

Fue director de diferentes bandas de música y del Conservatorio de Huelma, docente y compositor falleció el 23 de marzo de 2002. Sebastián Valero, nacido en 1926, fue, sin lugar a dudas, uno de los huelmenses más ilustres de la historia de este municipio. Fue conocido internacionalmente como compositor. Era miembro del Cuerpo Nacional de Directores Civiles, cursó la carrera de Trombón, fue profesor de Armonía en el Conservatorio de Córdoba y dirigió a las bandas de música de Huelma, Bélmez de la Moraleda y de la localidad cordobesa de Aguilar de la Frontera, donde residió la mayor parte de su vida.

    07 oct 2012 / 09:23 H.

    Es autor de más de 500 obras de todo tipo, desde marchas procesionales hasta villancicos. Recibió numerosos premios a lo largo de su carrera, como el primer premio del Festival de Otoño de Radio Linares (1960) por “Linares Perla del Sur ”; el primer premio del Concurso Provincial de Córdoba (1970) con “Vamos a adorarle ”; el primer premio en el Concurso de Composición de Villancicos Polifónicos a Voces Iguales, organizado por la CITE de Córdoba (1971) por “Nana del Mesías ”; o el primer premio del Concurso Nacional de Polifonía de Origen Culto en Madrid (1973) con  “Qué pasa en Belén ”. También fueron muchos los homenajes que se le dedicaron: Medalla y diploma individual de la VIII Exposición Nacional de Industria y Artesanía de Montilla, modalidad artística (1958); primera medalla del Centro Filarmónico Aguilarense; Hijo Adoptivo de Aguilar de la Frontera, y medalla de la ciudad (1991); primer portador oficial, a título individual, de la insignia de la Asociación Benéfica Voz de Esperanza y Amor (1998); insignia de oro de la Agrupación de Hermandades y Cofradías de Aguilar de la Frontera (2000). Entre otras marchas procesionales que compuso, destacan: “Cristo de la Salud”, 1986, Aguilar de la Frontera; “Santa María de la Salud”, 1988, Málaga; “Sacramento”, 1988; “Jesús Nazareno”, Aguilar de la Frontera; “Font Sancta”, Huelma, o “Cristo de la Esperanza”, Málaga. En Huelma, su pueblo natal, tanto la Banda de Música como el Conservatorio, desde 2001, llevan su nombre. Ese año, unos meses antes de su fallecimiento, Sebastián Valero pronunció el pregón de la feria de agosto, recordado por la coletilla “Cuatro pitos y un tambor”, y estrenó “El Canto a Huelma”, que es el himno del municipio desde entonces. Dejó otras marchas muy importantes en su pueblo, como la partitura “Sabrosa como la miel”, un cántico dedicado a la Virgen de la Fuensanta. El año pasado el Conservatorio de Huelma le hizo un homenaje, un acto en el que la familia donó dos cuadros con su imagen.
    Asimismo, la Asociación Músico-Cultural de Aguilar de la Frontera, que también lleva el nombre de Sebastián Valero, le dedica una página web: www.maestrovalero.com
    Por Teresa Guzmán

    Dolores Gómez Freijóo de Alcalá la Real
    Mi tía Lola, la bondad personificada

    En aquella casona de la aldea de Santa Ana pasaba, durante mi niñez, todos los meses de verano como si se tratara de unas vacaciones escolares. Aquella mansión rezumaba olores de tiza de clases particulares y de la tinta azulona de los pupitres de madera de la planta baja. Todos los días subía a los trasteros de la tercera planta de aquel caserón para curiosear las frutas que maduraban en las trojes repletas de trigo. Me llamaba mucho la atención la prominente barbilla de mi tía Asunción con la que me atraía siempre a su regazo y me acariciaba como si fuera su hijo pequeño. Siempre vestida de negro, con el rosario en la mano, rezando novenas a una pequeña imagen de la Virgen, que presidía el acomodador que mi bisabuelo José María se había encontrado en el camino de los Llanos. Mi tío Luís, que era el maestro de la aldea y hermano de Asunción y de Lola, ejercía de “pater familias” de aquella estirpe peculiar y muy religiosa. Me entusiasmaba cuando llegaba de Alcalá con paquetes de libros que colocaba con mimo en su pequeña estantería.
    He nombrado a mi tía Lola como de pasada, cuando ella encarnaba para mí el amor en el más amplio sentido de la palabra. Durante mis vacaciones se desvivía por el hecho de que lo pasara lo mejor posible. Se convertía en mi segunda madre y me llenaba de mimos y de muestras de cariño durante todas las horas del día. En aquellos duros años del franquismo, pude disfrutar de algunas cosas que no eran nada habituales en mi casa, como el chocolate de tabla o las frutas y hortalizas frescas de las huertas de la Fuente del Rey. Mis dos tías y mi tío Luis siempre acudían a todos los cultos de la iglesia de Santa Ana, eran unos beatos en el buen sentido filológico e histórico de la palabra, unas personas felices entregadas al servicio de Dios, y en concreto del “Ecce-Homo” que presidía las escaleras de su casa. Mi tía Lola se ganaba la vida desempeñando el oficio de tejedora doméstica, haciendo saquitos o jerseys de punto y blusas, y aportaba con su cuota a la Seguridad Social para poder cobrar la vejez. Nos tenía vestidos a todos con las prendas de lana “de última moda”.
    Cuando murió Asunción, Lola y Luis se trasladaron a Alcalá la Real, donde este último trabajó de maestro en el colegio de la Sagrada Familia (la Safa). Poco le duró la alegría a mi tía Lola, pues Luis murió de un ictus repentino. Yo la visitaba con mi madre de vez en cuando en aquella casa fría y sombría de la calle Alonso de Alcalá que le provocó enfermedades reumáticas y unas cataratas prematuras. Ella siempre rebuscaba aquí y allá para que me fuera con el bolsillo lleno de calderilla. Su última donación fue una parte de la antigua biblioteca de mi tío, sus libros sacros y de anticuario, y la vitrina del “Ecce Homo” que deposité más tarde en el Museo de San Juan. Siendo sexagenaria cambió la soltería por los desposorios para formar un hogar. Recuerdo que me dejó de herencia una serie de fotos familiares, que conservo como oro en paño porque son las señas de identidad de la familia Gómez, también son la memoria histórica de la Alcalá clerical del siglo XIX, de la España de la posguerra, de los cursillos de cristiandad y de las escuelas rurales de Ermita Nueva y Santa Ana. Con ellas puedo rellenar muchas ramas de todo el árbol genealógico de la familia Gómez Atienza y Freijóo Cano. Mi tía Lola enfermó del corazón con el que tanto había amado y se marchó a la residencia de Montefrío (Granada), donde murió. Fue una mujer buena en el buen sentido de la palabra, como todos los Gómez, muy religiosa como su madre Adelaida y con el dardo de amor cristiano en el corazón. Más amor no se puede pedir.

    Por Francisco Martín Rosales

    Ildefonso Armijo de Gracia de Linares
    Veinte años no es nada, como dice la canción

    Veinte años no es nada… pero quince, son mucho. Esos son los años que han pasado desde que nos dejaste, abuelo. Ildefonso Armijo de Gracia, así te llamabas y te llamas. Un 9 de octubre de 1997 decidieron desde arriba que era el momento de que te llevaras contigo tu enorme generosidad, tu impagable amistad, tu humor y tu abrazo eterno.
    Quince años en los que siempre faltaba uno en las cenas de Navidad, siempre hubo una silla libre en las sobremesas en la playa y en demasiadas ocasiones concluían las conversaciones sin un comentario irónico.
    Quince años sin tus benditas “cabezonerías”, sin tu traje y tu corbata, sin tu impecable y metódica limpieza en el coche, sin tu corazón infinito. Quince años viendo solo cada partido del Real Madrid, buscándote en la mesa a la hora de comer, oliendo en cada frasco tu inolvidable perfume y viéndote en cada tapa de un bar. Quince años sin jugar al tute, imaginándote caminar hacia la ermita de Linarejos, buscándote en el brazo derecho del sillón de casa y sin tu “viviendo así es mejor no morirse”. Quince años sin tu radio y el resultado del Linares, sin tu pelo siempre brillante, sin tu mesa de trabajo y sin esos “chismes” que ideabas para encender la tele sin tener que levantarse.
    Quince años en los que la abuela te ha echado mucho de menos y nos ha contado tu amor y tu profesionalidad, tu constancia y tu ayuda a los demás familiares, tu genio y tu responsabilidad. Abuelo, quince años que sólo han servido para quererte más y más. Y lo seguiré haciendo mientras mojo un plátano en una copa de ponche. Y sí, como dice la canción, veinte años no es nada. Pero quince, sin ti, son muchos.

    Por Samuel Armijo

    Paquita Gómez Montoro de Jaén
    A la más hermosa de las madres

    Querida mamá: Hace muy poco tiempo que te marchaste de nuestro lado, dejándonos un vacío que es imposible de llenar. Tu numerosa familia te echa muchísimo de menos y te lloramos constantemente, aunque sabemos que no es eso lo que tú quieres. Porque tú estás feliz al lado de nuestro Padre Dios, donde no existe ni el dolor, ni la tristeza, ni el sufrimiento.
    Y por eso también nosotros estamos alegres: porque sabemos que tú estás descansando, viviendo esa nueva vida en la que creemos junto a Jesús, la Virgen María y toda la corte celestial, y que desde allí vas a seguir protegiéndonos, cuidándonos, amándonos, con un amor más grande (si cabe) que el que nos tenías mientras estabas con nosotros.
    La paz y la belleza de tu semblante cuando nos dijiste adiós, y que nos dejó maravillados, eran el reflejo de tu vida interior y salió afuera para comunicarnos tu descanso y alegría, contagiándonos a todos.
    Quienes te conocieron y te conocen saben qué clase de persona fuiste y eres: tu bondad, tu ternura, tu sonrisa, tu chispa graciosa (¡Cuántas veces nos hemos reído tú y yo!), tu gran corazón y tu preocupación por los pobres y desfavorecidos, tus ganas de vivir, tu aceptación de la enfermedad y, sobre todo, de lo que te decíamos al cuidarte. Siempre me decías: “¡Hay que ver! Cada uno de vosotros me maneja a su antojo”. Pero siempre hacías lo que te decíamos, obediente, sumisa, porque tú querías ponerte buena para seguir con nosotros. Todo eso se nos ha quedado grabado a fuego en nuestro corazón.
    Pero el Señor no ha querido que sufras más y además… ¡que Él también quiere disfrutar de ti! A Él le damos gracias por los cinco años que nos ha regalado desde que te dio el infarto. Todos los días papá y el resto de la familia damos gracias a Dios por haberte puesto en nuestro camino y en nuestras vidas. Jamás te olvidaremos, y que sepas que tu sitio no lo ocupará nadie porque está reservado para ti hasta la eternidad.
    Te queremos con locura.

    Por tu hija Conchi Martínez

    Manuel Ocaña martos de Martos
    Mi abuelo, una persona entrañable y querida

    Aún puedo percibir el olor a cigarrillos “Celtas” de mi abuelo, recuerdo cómo me llenaba la frente de caracoles con mis rizos, aún recuerdo sus manos grandes y ásperas tocando las palmas para que yo bailara, el brillo alrededor de su boca después de comer, pues siempre acababa con la camisa llena de aceite. “¡Que me dejes a mi aire!”, le decía a mi madre. Hace ya doce años que no escucho su voz y no hay día que no cierre los ojos con todas mis fuerzas y lo recuerde llamándome cuando me sentía volver del colegio.
    Lo recuerdo como un hombre grande, limpio que usaba sombrero a diario y al que le encantaba irse todos los días a “La Amistad”, donde me llevaba de la mano y me sentaba en sus piernas mientras departía con sus amigos y presumía de los rizos, la gracia y los bailes de su nieta. Tengo un recuerdo muy vivo de mil cosas que compartíamos, vivía pegado a mi casa y pasé toda mi infancia con él. Cuando mi madre me regañaba por no recoger los juguetes, o por no querer comer, salía corriendo a la casa de mi abuelo, quien tenía siempre el remedio eficaz para mi llanto, me abrazaba y ya parecía que mi madre era menos “mala”. Concedía a sus nietos los caprichos que nunca concedería a sus propios hijos. Las cosas que se viven durante la infancia llegan de una forma muy especial al corazón y esas experiencias vienen para quedarse dentro de nosotros para siempre. Por ese motivo, cuando hablo de mi infancia, cuando recuerdo las campanas de “Santa Marta” o cuando empieza el verano y paseo por mi barrio, las gentes, a los que ya les veo esa vejez  hermosa… todo eso significa mi abuelo.
    No paró de trabajar en toda su vida. Trabajó en el campo con los mulos de arriero, cortando olivos, en la aceituna, en la cantera, emigró a Barcelona donde se dedicó a la fabricación de cámaras frigoríficas. Su sueño era tener un día su propio bar y, con esfuerzo y unos pocos ahorros, lo tuvo. Se llamó Bar La Bodega. Fue un hombre divertido, familiar y muy trabajador, que ponía las mejores tapas del barrio de la Plaza, sus famosos “leones” eran picatostes con anchoa y los “mosquitos”, tocinillo con pan. Le gustaban las juergas con los amigos en las que uno cantaba y otro tocaba la guitarra. Todo el mundo conocía su bar y hoy se sigue recordando aquella bodega y hasta hay quien intenta imitar aquellas tapas suyas. Cuando me hablan de ello me inunda una alegría que me recorre todo el cuerpo y se me saltan las lágrimas de orgullo. Cerraba el bar solo los lunes para estar con su Emilia, una señora que hasta con el delantal lleno de aceite se colocaba su abrigo de visón, y para estar con su niño Félix y su “Maricuela”.
    Abuelo: ¿Sabes lo que te echamos de menos? En mi vida faltas tú; en nuestras vidas faltas tú. Yo creía que podía seguir dándote abrazos todos los días, cuando llegaba del colegio yo seguía tocando en tu puerta, pero ya no escuchaba tu voz diciéndome que pasara a darte tu beso. Así todos los días. Odiaba ver esa puerta cerrada, odiaba empujarla y que no se abriera. Me acuerdo de que le pedí a mamá que estuvieras en mi comunión, ni supo explicarme el porqué de tu ausencia, solo me decía que estabas en el cielo y que desde allí verías lo guapa que iba y el vestido tan bonito que había elegido. Yo lloraba, no quería que estuvieras en el cielo, quería que estuvieras allí, conmigo.
    Daría lo que fuera por volverte a ver por el campo con los pantalones llenos de barro y el azadón en el hombro, arreglando los arriates de los rosales o sentado al lado del pozo con tu cigarrillo y tu bota de vino. Era precioso escucharte hablar de tu niñez, de tus “tiempos”. Me encantaría volver a preparar contigo huevos cocidos y pan rallado para darle de comer a los pájaros como hacíamos antes. Desde que te fuiste, Ismael estuvo subiendo a cuidarlos durante años, porque ellos también te echaban de menos.
    Recuerdo que cada Navidad nos engañabas diciendo que ya habían llegado los Reyes y se habían comido todos los mantecados y el anís que dejábamos. A Natalia y a mí siempre nos regalabas juguetes iguales, porque sabías que, de esa manera, compartiríamos juegos y no nos pelearíamos queriendo tener una el juguete de la otra, “la Nancy”, la tabla de planchar, la “carusa”, los “playmobil” para Ismael, la pizarra para Ángela que quería ser profesora… Hasta que una vez mi prima y yo descubrimos tu secreto, escondías los regalos debajo de tu cama unas semanas antes de los Reyes.
    Cómo me gustaría que vieras en lo que hoy nos hemos convertido. Ya no somos aquellos pequeños niños que pasábamos las horas en las escaleras de la casa jugando contigo. Hoy somos ingenieros y casi abogados. Y Ángela… ¡menuda nieta tienes! Si nos vieras ahora… ¡ay! si nos vieras ahora, abuelo. Ismael se parece tanto a ti… Le encanta sentarse al lado del pozo, donde tú te sentabas. Es otro como tú, todo el día inventando cosas para poder perderse por el campo. Natalia es guapa como ella sola. Dibuja máquinas o algo así; abuelo, es la chica del futuro. También está Ángela, la “peque” que ya no es tan pequeña; con ella sí que lo pasarías bien, es la alegría de la familia y nos tiene locos a todos. Y estoy yo. Lo mío es la justicia, aunque hoy en día hay poca.
    Me despido ya porque mi padre lleva un rato llamándome diciéndome que la mesa esta puesta y que se enfría la comida. Solo quiero que sepas que te recordamos mucho, a diario, que me acuerdo de que hacías tantas cosas para hacerme sonreír que desde entonces no recuerdo a nadie que haga nada parecido por mí. Me gustaría saber qué sentirías ahora de que nos vieras tan grandes, tan diferentes, me pregunto si estarías orgulloso de nosotros. Me pregunto qué sentirías al verme bailar ahora, porque sabes que desde que tú me tocabas las palmas yo ya no he podido dejar de mover los pies, aunque ya el sonido de las palmas sea diferente.
    Te queremos.
    Por Zaida González Ocaña