Hasta siempre

Rafael Alarcón Cruz de Jaén
Unos valores humanos tan grandes como una catedral

Hace cuatro meses, un hombre muy querido y llamado Rafael nos dejó para siempre en la tierra con 56 años, pero no en el paraíso del cielo. Hemos esperado tanto tiempo ese trasplante de corazón... Y tu lucha ha vencido a estar con Dios.

    31 mar 2013 / 09:26 H.

    Muchas lágrimas de pena derramaron nuestros ojos porque te fuiste con tu querido Nuestro Padre Jesús y tu madre, la Virgen de Fátima, a la que tanto querías.
    Ese día, se abrirían las puertas del cielo de par en par para darte la bienvenida; un coro de ángeles te estaba esperando lleno de alegría.
    Faltarían páginas de papel para describir la gran persona que eras. Parecías una ermita de lo sencillo que eras, con unos valores humanos de la grandeza de una catedral. Aquí, en la tierra, has dejado a tu inseparable esposa y compañera, Ascensión, y a tus cinco hijos, que te añoran y te recordarán siempre.
    Fuiste un ejemplo de esposo, padre, abuelo y amigo. Siempre has dado a los demás tu sonrisa y tus buenos consejos.
    Agradecerte las buenas obras que nos has hecho a todos nosotros, aquellos viernes en los que nos reuníamos para rezar el rosario y sus peticiones que, siempre, eran encabezadas por la Iglesia, la juventud, los enfermos, los necesitados, etcétera. Y agradecerte, también, los buenos momentos vividos en los viajes a Fátima. Gracias por enriquecer nuestra fe.
    Desde la tierra, te queremos enviar un mensaje para que tu recuerdo sea imborrable:
    En el cielo hay un ángel/
    que se llama Rafael./
    La Virgen de Fátima le acompaña/
    y San Francisco, también./
    Muchas eran sus virtudes/
    grande su sencillez/. Ruega hermano por el mundo/
    a Jesús de Nazaret.
    Por tu prima Chari.

    Manuel Rosales Bailón de Alcalá la Real
    A mi abuelo

    Entre los romanos era una costumbre ancestral llamar a los individuos con un cognomen que hacía referencia a un defecto o a una nota distintiva del individuo. Así, Marco Tullio Cicerón, dejando aparte de que con el nombre lo encuadraban con la familia de los Tulios y de que se le especificaba en una de sus ramas con el de Marco —porque existirían otros muchos—, con el cognomen de Cicerón “el garbancito”, la tercera palabra definidora de los individuos quedaba perfectamente determinado como un singular individuo romano, porque hacía referencia —y así se le apodaba— a  una verruga en forma de garbanzo que tenía en la nariz. Manuel Rosales, de cognomen Bailón —por algún personaje bailarín de su familia—, fue el último de mis abuelos, con el que compartí los últimos segundos de su peregrinaje terreno. Casi presencié la emisión de su hálito final en aquella casa de la calle Veracruz, que se encerraba entre huertos de solarines urbanos plantados de alcachofares y productos hortelanos, a la vera de un pozo de brocal y carrucha.
    Recuerdo su postrimero apretón de manos mientras me desvelaba sus cariñosas confidencias en el adiós definitivo de su tierra natal. En aquel día, se sentía ufano de ser descendiente de una familia religiosa, que había ejercido cargos, en el siglo anterior, de la curia abacial, como alguaciles y peritos agrimensores, en unos tiempos muy difíciles por vivir en los momentos históricos de muchas tierras desamortizadas.
    Me desvelaba con orgullo aquel día de principios de siglo, en el que, de soldado de guardia, pidió el santo y seña a la reina de España y, ante la ausencia de respuesta, la mantuvo inmóvil como la famosa efigie bíblica durante varias horas, lo que le supuso que le concedieran una medalla de mérito militar. No olvidó en su óbito final su permanencia en la banda municipal como músico de primera categoría del instrumento de clarinete y el buen recuerdo de aquel maestro que le completó su maestría en esta afición, Ambrosio Antúnez.
    Aquel día le vino a la mente su participación en la famosa batalla del Desastre de Anual, cuando se encontró abandonado de los mandos militares en un desierto lleno de bajas de soldados españoles. Tampoco me pasó por alto su afananza por mantener una familia numerosa con sus cuatro hijas (Ana, Lola, Teresa y Aurora) y un hijo, Pepe. Esto sin olvidar a los que se habían quedado en el camino debido a las deficiencias sanitarias de aquellos años. Sus manos callosas se me ofrecían como un mapa atravesado por los canales de riego en las frescas noches de verano por los parajes de la Fuente Rey o como un relieve de arrojos y conatos de valentía por cultivar las tierras de nadie en aquella guerra fratricida, cuando evadía los fuegos militares para recoger la aceituna y las mieses de las propiedades que había conseguido con el esfuerzo de su familia y el suyo propio sin ser una prebenda hereditaria. Siempre me comentaba y detallaba pormenorizadamente el día y las personas que se atrevieron a apodarle por segunda vez sin inscripción registral en la partida de bautismo. Era cuando corrían los tiempos de la guerra y, continuando con la tradición de las antiguas ordenanzas, se permitía a los agricultores y hortelanos vender sus productos de la huerta en la plaza vieja del Ayuntamiento de Alcalá la Real. Junto con los tradicionales puestos de los castilleros, se colocaban vecinos de la ciudad, que vendían sus tardíos frutos desde principio del mes de julio. Mi abuelo Manuel era uno de ellos. Y es que, relacionado con una familia comercial, no era extraño que se le fueran de sus manos de labriego excelente las patatas, las coles, las berenjenas y un sinfín de hortalizas a las primeras de cambio. Lo acompañaban a la venta los hijos de Manuel, que colocaban las pesas en aquella balanza de platos broncíneos, donde se colocaban las pesas y los manojos de verduras. Aquella oferta, rápidamente acogida por la demanda vecinal, originaba la envidia de sus compañeros de oficio y de su entorno hortelano para apodarlo con la ternura de la hortaliza. Mi abuelo sufrió los desgarros de la técnica y la modernización, porque le quitaron de sus bolsillos los ahorros de toda su vida con un accidente de motocicleta, ya que no había cotizado lo suficiente para que lo cubriera la Seguridad Social y se vio a expensas de sus hijas entre su patria chica y Barcelona. En su último día, me dejó estupefacto cuando, a duras penas, me silbó con un buen oído musical la introducción orquestal y el solo de una conocida zarzuela. No lo recuerdo bien, pero me parece que era algo así como “Alma de Dios”, lo que me dio fuerzas para que le prestara los últimos servicios a su cuerpo exhausto a pesar de mi juventud.                     
    Por Francisco Martín Rosales.

    José Luis Pérez Platas de Madrid
    In memoriam

    Desde estas bellísimas tierras colombianas escribo. ¡Cómo me acuerdo de mi terruño! Me muevo ahora por los departamentos que contienen el llamado Eje Cafetero. ¡Qué bello! Hago mi comparación. Los inmensos cultivos de cafetales y los mares de olivos, como dijo alguno. Alguien diría que nada que ver. Sin embargo, me atrevo a decir que todo que ver.
    Preciosa tierra esta, preciosa tierra aquella. No renuncio a mi tierra, tampoco a esta, que he hecho mía. Su olor, su clima, su calor y su candor. Aquí llegué en busca de la felicidad. Pienso que la hallé, aunque nunca es plena en este mundo. Arriesgué y gané. Primera vez. No hay día en el que al ver, besar, abrazar, mimarlo (a mi hijo), no sienta tal felicidad que no pienso me haya enamorado de nadie en este mundo, sino de esa criatura. Y vamos para un año.
    Un año hace que falleció mi padre. Don José Luis Pérez Platas. Sí, el mismo. Dios lo tenga en su gloria. Joven salí con las maletas de la casa paterna. Ya maduro, volví con la crisis, cómo no. Hasta entonces, me fue bien. Bueno, muy bien. Pero ya, en el pueblo, como que no me conocían. Dios me dio esa gracia, la de estar con mi padre los últimos meses de su vida. Nadie más se interesó por él durante ese tiempo. Ni hijos, ni esposa, ni hermanas, ni nietos, ni nietas, ni nadie. Ya no había dinero para comprar. Ese que me enseñó a ser hombre, a luchar por ser respetado respetando. Gran hombre era él. En el amor, quizá equivocado, pero nunca fue malo. No, mi padre no era un hombre malo. Si quiso comprar amor con dinero, se equivocó. ¡Qué mala moneda de cambio! Más se equivocaron los que lo aceptaron para, luego, abandonarlo. El médico, amigo mío, asombrado: “Tu familia no pregunta cómo está de mal, sino cómo va a quedar de mal”. No entendía, si ya todos le habían absorbido toda la sangre que tenía. Pero, como digo, tuve la gracia de pasar sus últimos siete meses a su lado, ¡Qué casualidad! Nunca acepté su chantaje. Papá, yo te quiero, con y sin.
    Don José Luis Pérez Platas. Todo un personaje. No soy quién. Hay, quizá, quien pueda añadir muchas líneas aquí. Yo, aunque hijo, apenas vislumbré lo que fue su capacidad de trabajo, su afán continuo de ayudar a todos, sus continuos desvelos por los suyos, su capacidad de sacrificio continuo… Sí, sí, muchas virtudes, grandes virtudes. ¡Es justo reconocerlo! Aquí rindo homenaje, agradecimiento, honor y honra a mi padre. Pido y les ruego, pidan conmigo, lo tenga en su eterno descanso.
    La noche anterior a su fallecimiento la pasé con él. Al día siguiente viajaba a Colombia a por mi hijo. Ese día falleció mi padre. Dios me dio la gracia de ver su cuerpo cadáver. Papá, vuela en paz a tu cielo. Te quiero. Yo, mientras, vuelo hacia mi hijo.
    Por Óscar Pérez González.

    Casimiro Moral Toro de Fuerte del Rey
    Seguimos juntos

    Hoy es un día gris. Gris como aquel 28 de marzo de 2005, en el que, a pesar de que lucía el sol, lo fue para todos los que te conocimos, te respetamos, te admiramos y, cómo no, te quisimos.
    Te fuiste sin una sola queja. Sin un gesto de dolor, como tenías por costumbre para no apenar ni a tu familia ni a tus amigos. Dando vueltas a mis muchos recuerdos, me vienen a la mente tantos de ellos, así como tantas experiencias vividas junto a ti desde aquel día 2 de octubre de 1976, cuando llegué al pueblo lleno de ilusión con mis 26 años.
    Desde entonces, con gran generosidad, no cejaste en tu afán por ayudarme tantas y tantas veces, así como aconsejarme con tu gran experiencia que, sin duda, ha formado gran parte de mi carácter.
    Te consideré con el tiempo como mi segundo padre porque como tal me trataste hasta el último día de tu existencia y, lo que soy, en una gran parte, te lo debo a ti.
    Sé que descansas tranquilo, pues aquí dejaste, aparte del cariño de los que te trataron y conocieron, tu semilla que, desde hace mucho tiempo, germinó y que está dando grandes frutos.
    Por todo ello, aún en la distancia inexorable entre esta vida y la otra, seguimos juntos.
    Solo una cosa no puedo perdonarte y es que tú, siempre tan previsor, te encuentres campando solo Dios sabe por qué cotos de caza y disfrutando de tu deporte favorito mientras aquí dejaste en amarga soledad, aunque con la seguridad de reunirnos de nuevo algún día, a tu esposa, Rosa, y a tus hijos. Rosa, Manolo y, cómo no, este que se considera otro más.
    Por Pedro Jiménez Maldonado.

    JOSÉ LUiS ALONSO VIÑEGLA de Lorca (Murcia)
    Empresas culturales y políticas

    Recién cumplidos sus 58 años nos ha dejado en este mundo y se ha ido el escritor murciano, lorquino para más señas. La pereza y la inercia de la vida, que hacen vayamos dejando cosas atrás, me iban a evitar hacer una semblanza de José Luis Alonso Viñegla. Pero hete aquí que algún cronista de la junta directiva —el presidente— me  propuso como “plumilla” a Diario JAEN.
    No puedo negarme a ello, pues Viñegla fue, desde los años 90 del pasado siglo XX —y tal vez antes—, un colaborador de nuestro diario asiduo, desinteresado y, por qué no decirlo, con éxito. Era en el año 1992 cuando tenía en las páginas del dominical una sección titulada “Las Crónicas de Malaquías”, que ocupaba una página entera. Para Viñegla, Diario JAEN era algo querido. Recuerdo que cuando murió don Esteban Ramírez, a la sazón presidente del diario, nos hicimos presentes en el tanatorio. Me dijo textualmente: “Es la primera vez que se me muere algo mío en Jaén”. Pues el entonces presidente de DIARIO JAEN, S. A. fue quien trató con él de aquellas colaboraciones.
    Esta primera aproximación a Viñegla, que no ignora el obituario de nuestro amigo común, el dibujante y enfermero Andrés Ila del domingo 24 de marzo, es de justicia. Con seguridad se quedará corta, ya que el empeño, la intensidad y la inquietud con que se aproximaba a las cosas que emprendía, lo podían hacer a los ojos de algunos como persona arrogante, inquieta, traviesa… Pero no es menos verdad, hojeando ahora algunos de sus libros, que Viñegla tiene un puesto importante entre los escritores jiennenses del siglo XX.
    Viñegla ha escrito varias novelas, casi siempre de tipo histórico. Yo le presenté una de ellas, “Teodomiro, el último Rey de España” (2004), subtitulada “Viaje en el tiempo por las tierras de Lorca y Santiago de Calatrava”, novela relacionada con la época medieval y que emparienta en sus personajes los dos lugares de su vida: las tierras lorquinas y la campiña calatrava marteña. También le hice a otra obra anterior de tema muy jiennense, “La crónica prohibida del Condestable” (1995), un breve epílogo, cuyo prólogo fue del cronista oficial de Jaén y Cambil, Vicente Oya Rodríguez.
    Nuestro autor dominaba la escritura en cualquiera de sus modalidades, aunque era prosista consumado, por lo que también tiene publicadas excelentes poesías, así como algunos premios conseguidos en tan difícil género literario.
    En los últimos años de su vida, consiguió, según me dijo, que un editor en su ciudad natal, Lorca, le adelantara una cantidad económica a cuenta. De este modo, publicó, al menos, sus tres últimos libros. O sea, que consiguió ser lo que se suele llamar “profeta en su tierra”.
      Digamos ahora algo de sus empresas políticas. José Luis Alonso Viñegla, hijo de militar que llegó a comandante y, también, militar él mismo con el rango de suboficial, dejó las armas por las letras y acogió para siempre su puesto funcionarial en Jaén. Unido a su casamiento y formación de una familia con Luisa Maroto. Tuvieron tres hijos, los tres buenos estudiantes y con carreras universitarias: abogado, médico y sicóloga.
    Pero, volviendo a la política. Militó en diversas organizaciones políticas que ahora no voy a enumerar. Su puesto institucional más relevante lo tuvo en nuestra provincia. Fue concejal de Santiago de Calatrava por el PSOE durante varias legislaturas. Para él, la política era algo dignísimo siempre que se dedique a servir y a ser útil a la comunidad. Uno de sus logros —me dijo— era haber llevado a la hija de Blas Infante Pérez, doña María Ángeles Infante García, a su pueblo de adopción, Santiago de Calatrava, municipio en el que se dedicó el nombre de una calle al padre de la patria andaluza, Blas Infante.
    Para terminar, tuvimos nuestras discrepancias y desencuentros en diversos momentos, también, por motivos políticos. Pero quiero ser positivo, como Andrés Ila, y ver la trascendencia de los hechos históricos, más o menos personales. A esa misma trascendencia atribuyo que me haya consolado con el poder haber despedido a José Luis en sus últimas semanas, en una larga y penosa enfermedad, en la que tanto él, como su esposa e hijos, han dado la alta talla de sus valores religiosos y éticos. Descanse en paz. Que las generaciones aprendan lo bueno de los que nos precedieron.                                    
    Por Manuel Medina Casado.

    Inocencio jiménez Romero de Pontones
    Bueno y tranquilo

    El 12 de marzo falleció Inocencio Jiménez Romero, a los 100 años. Era natural de Pontones, pues nació en un cortijo conocido por la Tinada en la Sierra de Segura. Pasó muchos de sus años de vida en Villanueva del Arzobispo, donde falleció. Nació el 12 de junio de 1912, por lo que podría haber cumplido los 101 en verano.  
    Era el mayor de siete hermanos, de los que aún viven cuatro, Fortunato, Olegario, Blas y Manuel. Por el contrario, Encarna y Elisa fallecieron años atrás. Inocencio estaba soltero. Trabajó duramente en las labores del campo, cazando turones para, después, vender sus pieles. En otra época de su vida, montó una tejera, un trabajo duro y muy sacrificado. Después, como otras muchas personas, emigró a trabajar fuera de la provincia. Estuvo en la construcción en Madrid y, a los pocos años, se fue a Vilaseca (Tarragona), donde siguió trabajando en este sector. Siempre le acompañó su hermana Elisa, también soltera, para ayudarle en las tareas domésticas del hogar. Pasados unos años, y cuando le llegó la ansiada jubilación, se compró una casa en Villanueva del Arzobispo, en el barrio del camino viejo, en la calle el Niño. Allí residió con Elisa hasta 2007. Después de ese año, y en sus últimos seis años de vida, vivió con su hermana y con su sobrina Encarna, que se hizo cargo de ambos, en la calle Ramón y Cajal. 
    Inocencio era una persona muy querida. Le encantaba jugar a las cartas, hablar y pasar unos ratos de charla con sus amigos. Era raro  pasar por las inmediaciones de su vivienda y no verlo en la puerta sentado con la  perra “Diana” o en un banco que hay enfrente, junto a un jardín, con sus amigos. También era un apasionado del esparto y le gustaba mucho hacer trabajos. Inocencio era una persona muy buena y tranquila, que no dio nunca que hacer, como decía su sobrina Encarna. Falleció como consecuencia de un ictus.
    El 10 de abril, la parroquia de San Andrés de Villanueva del Arzobispo acogerá la misa de funeral.
    Por Juan José Fernández.