Hasta siempre

Ana Sánchez Moreno de Jaén
Tus manos

No hace ni un mes que te has ido y nos sigue doliendo como el primer día. No se me olvidan tus manos, esas con las que desde niña me acariciabas y me hacían sentir muy querida. Unas manos muy trabajadas que te sirvieron para sacar adelante a tu familia, no había nada que se te pusiera por delante... ¡Por tu familia, cualquier cosa!

    22 jul 2012 / 10:07 H.

    Una trabajadora incansable, luchadora, madre y abuela coraje, tierna, alegre, siempre dispuesta a hacer sentir bien a los demás y a entregar todo su amor sin esperar nada a cambio y todo esto siempre con una sonrisa en la cara. No habrá otra igual que tú. Recuerdo tus despedidas infinitas por teléfono, mandándome besos y diciéndome lo que me querías, tus golpes en el cristal de tu ventana diciéndome adiós y estos últimos años ya en tu sillón, con la mirada algo perdida, pero siempre con tu sonrisa y agarrándome la mano.
    Eras la más feliz del mundo cuando íbamos a verte gente, mucha gente en tu casa, cuanta más gente mejor. Siempre rodeada de personas que te querían, hasta aquella noche en la que te reclamaban ahí arriba, no te fuiste del todo, te quedaste con un hilo de vida justo para que corriéramos todos a despedirte y así fue, rodeada de tu familia siempre contigo hasta el final.
    Nos has dejado un gran legado, una gran familia que entre todos cuidaremos como lo hacías tú. Ayúdanos desde el cielo, Mami.

    Una de tus quince nietos, que te quiere y no te olvida

    ANTONIA EXPÓSITO CRIADO
    de Bailén
    Para mi pequeña muñequita

    Mi pequeña muñequita, llena de arruguitas por los años vividos. Cada arruga en tu piel, un año vivido, un año triunfado y un año consumido. Siempre te quise, siempre te querré. Más en estos tres meses, mucho te extrañé. Como una buena muñequita, llamaba a su mamá, nunca olvidada por ella, a pesar de su avanzada edad. Recuerdo siempre, cuando con un pobre canasto de ropa y una pequeña pelota como si se tratase de una niña pequeña jugábamos a encestar la pelota en el cesto. Y cada vez que encestabas la pelota yo gritaba “campeona” y te levantaba los brazos para celebrar la canasta. Te besaba y achuchaba como si de un gran premio se tratara. Y en mi corazón lo que se celebraba era que tus brazos hacían el ejercicio que tú necesitabas. Después llegaba el martes y llegaba nuestra Ana, que muy contenta felicitaba por todos los avances que en tu cuerpo encontraba. Sí, y que a la vez echaba, cuando tú te enfadabas porque no querías que te tocara. Ella se reía y yo te conformaba, para que tú te conformaras y la dejases trabajar y así tú te encontrases mejor. Cuando me buscabas en el bolso ese regalito, te conformabas con tan poquito que solo era ese dulcecito que a mí en tus meriendas me encantaba darte.
    Que con todo mi cariño cogía de mi despensa. Porque el solo pensar que al llegar me lo ibas a buscar me llenaba de felicidad. Todo para mi muñequita preciosa, ¡qué gran felicidad! Esos paseos en tu silla de ruedas, que siempre dábamos. En tus lagunas de memoria recordabas estaba la calle Amparo, y sí, así se llamaba, la cual yo nunca podré olvidar. Cómo me encantaba subir a mi muñequita en su silla de ruedas. Y yo, como el regalo más preciado, paseaba orgullosa y con todo el mundo me paraba para que te contemplaran. Mi muñequita querida, te echamos de menos tu nieta y tu biznieta. Cuando todas las tardes corríamos para bajarnos contigo, y los amigos y amigas de tu biznieta se bajaban y comíamos gusanitos, y con ellos te reías, y a todos les ponías novios.
    Ese pelo blanco como el rocío del mes de enero, el que a mí me encantaba peinar sabiendo que mi muñequita en su espejo se iba a mirar. No me importa lo que de mí digan, ni lo que lleguen a pensar, solo pienso en el orgullo que para mí fue compartir tus años de mayor soledad. No quiero ponerme triste, pero sí quiero decirte que los nueve días que pasé en el cabecero de tu cama fueron para mí unos de los peores días. Pero no quería verte sufrir. Así que no me voy a lastimar por lo que hoy me falta, que eres tú. Le voy a dar las “gracias” a “mi Padre” eterno por haberme dejado disfrutar de ti.
    Seguiría horas y horas escribiendo sin parar de mi muñequita preciosa, con su piel arrugada. Pero ya sí que este nudo me va a ahogar.
    Me despido de ti, aun con mucho pesar, mi muñequita preciosa, nunca te dejaré de amar. Con todo mi amor y con delirio, como tú decías que me querías a mí. Yo no tengo tiempo para estar contigo, pero sí tengo veinticuatro horas del día para llevarte en mi corazón.
    Tu nieta Toñi, que no te olvida.

    Por Antonia López Padilla
    Bailén


    Enrique Cano Gutiérrez de Torrequebradilla
    Un hombre feliz

    Enrique Cano Gutiérrez, el abuelo, así lo conocí. Hoy cumpliría 83 años de no habernos dejado, aunque siempre estará entre nosotros. Guardo gratos recuerdos de         él y no es para menos.
    Intentar escribir estas palabras me hace sonreír. Supongo que como cualquier cabeza de familia de su época, así era el abuelo. Muchas son las historias que he oído acerca de él y mi familia, no obstante tengo mis propios recuerdos. Todos en esta vida vamos perdiendo el miedo a mostrar nuestras emociones con el paso de los años, y así le ocurría a mi abuelo. Recuerdo una tarde de verano, siendo yo un niño, encontrármelo sobre aquella silla de madera, en la penumbra que obliga una tarde jiennense, con el único refrigerador posible, un ventilador, sus lágrimas se confundían con el sudor de sus mejillas, pero lloraba. El motivo lo desconozco, solo sé que escuchaba una de sus canciones preferidas, “El niño y los pajaritos”, de Cecilio. La escucho, suena un inconfundible acordeón que le fascinaba, mientras recuerdo sus manos. De repente, empecé a descubrir que el abuelo había dejado de ser aquel hombre tosco y autoritario, del que habían circulado miles de leyendas entre primos, para convertirse en aquel anciano ávido de cariño y atención. Recuerdo cómo se enorgullecía de su familia, le encantaba estar rodeado por nosotros a pesar de no dejar de refunfuñar. Todas las tardes un portal entreabierto esperaba  una visita, y es que como a una abeja reina, le gustaba recibir a diario su dosis de cariño, por supuesto la tenía, y es que era cuestión de educación. Parece que hasta para aprender a amar se necesita disciplina.
    Una vez nos llevó a todos a su pueblo natal, quería presentarnos a la mujer que lo amamantó, pues quedó huérfano al nacer. Aquel viaje familiar fue causante de muchas anécdotas, anécdotas que recordábamos y aún recordamos sin parar de reír. Era feliz, creo que siempre fue feliz. De todos esos momentos he aprendido infinidad de cosas, desde nimiedades como el acertijo más simple, hasta los valores más fuertes. Y echando la vista atrás ahora más que nunca entiendo aquellas cosas insignificantes que decía el  abuelo. En los últimos años de su vida, mientras esperaba lentamente el fin de sus días, tumbado sobre la cama, con una radio e intentando respirar a marchas forzadas, creo que se regocijaba por haber sido un buen hombre, por encontrarse rodeado de sus seres queridos, por saberse en posesión de lo más preciado para un ser humano, el respeto y la admiración de cuantos le rodeaban. Se marchó en paz. 

    Por Juan Cano Serrano

    Custodio MartÍN de Frailes
    Custodio Martín y la fuerza de la naturaleza

    Era el aire fresco de la madrugada de Frailes. Uno de los primeros vecinos que abría el telón de la mañana cuando medio pueblo aún dormía. Cuando despertaba su destino era su origen: el campo. No se puede entender la vida de Custodio Martín Castillo (Frailes, 1937) sin la naturaleza, escenario donde conoció el hambre, la fatiga, el trabajo y el placer. Menor de siete hermanos, a Martín lo golpea la tragedia por primera vez cuando ni siquiera sabía qué era la existencia. “A los pocos días de nacer, su madre fallece. Diferentes mujeres lo amamantaron. Además se alimentó con leche de una cabra”, expresa Luis Martín, su sobrino. La Guerra Civil es el dramático contexto donde empieza a crecer un niño pobre que descubre pronto que sus brazos no tienen el mismo tamaño. El izquierdo es más pequeño y débil. Esta lesión le vale el apodo de el mutilado, sobrenombre que lo acompaña hasta que la muerte lo convoca el pasado 13 de julio. La minusvalía no pudo frenar a una fuerza de la naturaleza que cumplió con creces en todos los empleos que desempeñó. “La agricultura fue su principal oficio. También trabajó en la recolecta de la uva en Francia y en el sector de la hostelería en Palma de Mallorca”, expresa Luis Martín. Cuando el deber lo llamaba fuera de los límites de su municipio, Custodio se marchaba con la melancolía de quien deja atrás lo que más quiere: el lugar que definió su identidad. “La vida en el campo era su pasión. Conocía todos las plantas y animales de la Sierra Sur”, recuerda su sobrino.
    Pasaron los años y la vejez lo sorprendió sin la compañía de una esposa, ausencia que suplió con la libertad y con el maternal vínculo que lo unió a su hermana Dolores Martín. Ella cuidó de él cuando era niño y él le devolvió el afecto cuando la enfermedad arrinconó a la anciana en la casa que ambos compartían. Custodio se quedó triste y solo tras la muerte de Dolores. Para combatir el vacío, el agricultor frecuentaba cada día los bares de la villa. Elegía siempre el vino tinto, una mesa cercana a la televisión y los documentales de naturaleza. “Ponme los bichos”, pedía con insistencia al camarero. Era en las tabernas donde relucía su picaresca, exenta de maldad y llena de astucia. “Repartía lo que encontraba por el campo. Nunca armó follón en el bar”, señala Paco Cano, camarero y amigo de el muti.
    Ya en el umbral de su muerte, Custodio Martín se erigió como el mejor anfitrión de los extranjeros que visitaban Frailes. Nico Adrián, pintor británico, lo define como un buen hombre, con extraordinarias cualidades en el medio agrario. “Él quiso enseñar al resto el valor de las cosas logradas con esfuerzo. En eso me marcó”, confiesa Luis Martín. La leucemia acabó con un hombre que convirtió en belleza las miserias de su entorno.

    Por Fran Cano
    Frailes


    JESÚS HERNÁNDEZ MANCERA de Alcalá la Real
    Un alma que conquistó a los alcalaínos

    No me gusta el mes de julio. No sé, pero le temo como si esperara las calendas griegas. Se me fue mi padre bajando por la carrera de Caballos, junto a los aledaños del Arrabal Viejo, en un día tórrido. Y este año, a las primeras horas del primer lunes de este mes, recibí la mala noticia de la muerte de Jesús Hernández. Un modelo de persona de los nuevos vecinos de nuestra tierra. Pues, Alcalá, siempre tan receptora a toda persona que llega a nuestra tierra, tuvo la fortuna de descubrir a Jesús, casado con la alcalaína Ana Rodríguez, farmacéutica titular de la aldea de la Rábita. Y en verdad que tuvo la fortuna, porque este extremeño, con porte de Pizarro y mesura del Brocense en las formas urbanas, fascinó, a través de su amistad y simpatía, a todo el que se relacionó con este matrimonio armonioso. Lo conocí, hace años, en una junta directiva  de la Cofradía de la Virgen de las Mercedes, presidida por José Manuel Aguilar, hermano mayor de esta hermandad, también desgraciadamente fallecido en los calores de agosto, cuando aprieta el calor. 
    Noté algo especial en aquella sala de  juntas del claustro de los franciscanos observantes, como si la prudencia se hubiera hecho realidad entre aquellas paredes simplemente ante su presencia, y  me venían a colación aquellas palabras de Calderón de la Barca: “El valor es hijo de la prudencia, no de la temeridad” y con la prudencia nos conquistó a todos; primero, le correspondió el turno a los miembros de aquella junta directiva con la que tomó el contacto inicial en la vida social alcalaína; después vinieron     tus años de ejercicio como depositario ejemplar, cuando la nave la timoneaba Paqui Zamora, y, actualmente, con Santiago Pérez Anguita, al que ha honrado con una estrecha amistad. Y no solo mostró su prudencia, sino su sabiduría         y el buen hacer; daba gusto ver su presentación ordenada y transparente a la hora de llevar a cabo la exposición de las cuentas o en su comunicación en     las asambleas ordinarias acudiendo a las nuevas tecnologías, pues introdujo un nuevo estilo de racionalidad económica en la vida de la cofradía y una formalidad muy típica de su profesión al servicio del bien común. Pero, lo que nos dejaba completamente absortos, tenía relación con su talante para conquistar el alma de     los de su alrededor con su pausado razonamiento, su     afable sonrisa, denotando siempre alegría interior en     los labios, y su prestancia de espíritu.
    Se hizo una nueva familia, con todos sus hermanos     cofrades; con los que compartió y derrochó muestras de     su generosidad, aumentó su matrimonio con el padrinazgo de la dominica profesa sor Lorenza y se convirtió en un miembro más en la comunidad de Alcalá la Real participando     y cooperando en muchas actividades de la mano de su esposa Ana y de su familia política. A muchos le ha acontecido contigo esta sensación de comprobar también tu espíritu solidario con los más débiles, y le has dejado la huella de esta frase que refiere Marden: “El que se domina a sí mismo,/ irradia de todo su ser tal ascendiente,/ que sin esfuerzo disipa las dudas/     de quienes están a su alrededor”. Creo que esa ascendencia a lo trascendente se te aumentó en esta ciudad levítica, porque has recorrido el camino, breve en lo material, pero intenso en la preparación a la llegada del eterno Reino, que se te presentó en muchas ocasiones.
    Por eso, durante tus exequias fúnebres, cuando tu hermano cofrade Luis Sanjuan hablaba contigo refiriéndose a tu irreemplazable sitio en la cofradía, pero apoyándose en la esperanza de la convicción del estar en la mansión eterna, recordé este mes de julio traicionero que se llevó una alma que supo conquistar a muchos alcalaínos con estas palabras del apóstol Pablo: “Él dará vida eterna a los que, perseverando en las buenas obras, buscan gloria, honor e inmortalidad”. (Romanos 2:7). Ya continuación, cuando escuchaba la despedida de su apadrinada Lorenza llamándote “papa”, me vino a mi mente el siguiente versículo de San Juan (14:6), “Jesús le dijo: Yo soy el camino, la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”. Y, al despedirte mirando a tu apenada madre y toda tu familia, cuando cantábamos la salve y con tu féretro envuelto en el manto carmesí de tu Virgen de las Mercedes, me quedé repitiendo “Para que seamos dignos de alcanzar las promesas y gracias de Nuestro Señor Jesucristo. Amén”. La gracia, el reino, la vida eterna de Jesús Hernández; y mientras me decía a mí mismo, qué importa el mes de julio.

    Por Francisco Martín
    Alcalá la Real