Hasta siempre

Antonio Peragón Rincón de Jaén. “Gracias por haber estado con nosotros”

Antonio Peragón se nos fue sin darnos cuenta. Todavía creemos que no es posible y que se trata de una horrible pesadilla. Sin lugar a dudas, todos lo echamos de menos. Su madre, su mujer y sus dos hijas, sus hermanos y los amigos, ya que era una persona muy querida por todos. Simplemente era un padre ejemplar, un gran esposo y un buen hijo. Además de todo ello era un excelente amigo, de esos pocos que se ofrecen a ayudarte en los momentos más difíciles y que te dicen de corazón: “Puedes contar conmigo, no te preocupes”. Ese era él. Sus hijas eran, para él, el sol que iluminaba sus días, siempre estaba preocupado por ellas, era un auténtico “padrazo”. Y, ¿qué decir de su mujer? Si no recuerdo mal, se enamoró de ella una noche típica de verano, cuando el ruedo de la plaza de toros era una terraza en la que disfrutaba de las madrugadas. Él reconoció que ya “le tenía el ojo echado” en su trabajo, pero, en el momento en el que la vio entrar, guapísima, con un vestido azul, nos dijo: “Ella será para mí”. Y así resultó, formaron una grandísima pareja.
Antonio contagiaba serenidad, sosiego y mucha alegría allá donde estaba. Su inconfundible silbido, su forma de llamar a los camareros —porque eso sí, nunca le decía no cuando se le proponía ir a echar unas cañas con la familia o con los amigos—. Siempre lo echaremos de menos. Era, sin duda, una persona de una sola cara y un jiennense de los pies a la cabeza. Quiero terminar con unas palabras dirigidas a mi amigo: “Deseo decirte solo gracias. Por haber estado con todos nosotros y, sobre todo, por haberte conocido. Ahora te digo adiós para el resto de mi vida, aunque todo el tiempo que me quede en este mundo seguiré pensando en ti. Por Francisco Suárez de Jaén

Lorenzo Almazán de Carchelejo. “Dentro del amor no cabe el olvido”

Mi abuelo no era el alcalde de mi pueblo, ni el jefe de puesto de la Guardia Civil de toda la vida, ni un gran empresario o un hombre de negocios, ni el “Rey Moro o Cristiano”, ni siquiera el secretario del Ayuntamiento o el retratista, sin embargo todos en la familia nos hemos sorprendido gratamente por la cantidad de personas que vino a darle su despedida y a mostrar su apoyo. Quizás sea porque, a pesar de su genio, siempre que alguien le preguntaba: “¿Lorenzo, cómo andamos hoy?”, él respondía: “Vamos bien, no nos podemos quejar”. Esa era su virtud, intentar aceptar las cosas como vienen, sabiendo que la felicidad, muchas veces, proviene de saber conformarse con lo que la vida te da.
Un ejemplo que ilustra esta capacidad lo constituye su amor al campo, algo que le había tocado hacer por circunstancias de la vida desde muy temprana edad y que se convirtió en su pasión. Hasta tal punto, que siempre decía que el día que no pudiese bajar a su huerto probablemente se moriría, y efectivamente cumplió su palabra. Justo este año ya no pudo mantener y recoger sus tan esperados pepinos, sus tomates, sus calabacines y ello lo apenaba profundamente.
Precisamente supo transmitirnos a sus tres nietos esa pasión desde muy temprana edad. Aún recuerdo que me quedaba a dormir muchas veces en su casa, durante el verano, para poder bajar por la mañana, bien temprano, a recoger los pepinos y a regar, —que parece fácil, pero el esfuerzo que hay que hacer no lo es—. Cuando volvíamos, el desayuno era un pan y aceite, de pan redondo de pueblo, por supuesto, con un pepino recién recogido.
Y cómo olvidar esos últimos jueves de abril, cuando llegaba la Virgen de la Cabeza al pueblo, y desde por la mañana íbamos juntos y sacábamos a la burra para cepillarla. Limpiaba el aparejo y la jáquima, donde después mi abuela colocaba un clavel rojo, estratégicamente sujeto detrás de la oreja de la burra, y ya estaba todo listo para que Lorenzo montara a su nieta y la paseara de “reata” por el pueblo.
Mi abuelo, a pesar de sus años, no tenía una mentalidad, como se suele decir, antigua. Le llamaba mucho la atención lo referente a los inventos y los aparatos que hay y que ayudan a facilitar la vida. Todo lo que fuera allanar el camino era bienvenido. Estoy segura de que desde siempre, había estado del lado del progreso. No soportaba algo que no sirviera para nada, su espíritu práctico ha estado siempre con él.
Pero, quizás, la mejor herencia que me ha dejado es esa “venilla crítica”, nunca olvidaré esas conversaciones en las que arreglábamos el mundo. Entre ambos había una diferencia de sesenta años. Sin embargo cuando entablábamos una conversación sobre realidades sociales y políticas no nos diferenciaban más de quince. Ese es el espíritu que me ha llevado a elegir el camino de la Filosofía —no solo como camino profesional— que, en parte, es responsabilidad suya.
Así que la única conclusión que puede tener esta pequeña ojeada en el recuerdo es un gran agradecimiento, y, junto con ello la seguridad de que alguien querido nunca termina de morir completamente, porque dentro del amor no cabe el olvido. Por su nieta Gillermina Romero Almazán, Carchelejo

Antonio Huertas Tello, de Alcalá la Real, afincado en Andújar. “Tus valores son el mejor estandarte”

Cada etapa de la vida y su relación con otra persona marcan a los humanos de tal modo que las rememoran en los años de la madurez con una intensidad y sensibilidad manifiestas: a unos les influye la infancia, resaltando la figura del maestro como si fuera un ser del que la sabiduría hubiera pendido o como si se tratara de la fuente de la diosa Minerva; otros subrayan la etapa de la adolescencia y ensalzan el grupo o pandilla de amigos con los que dieron los primeros pasos en sus travesuras, experimentaron empresas osadas y descubrieron las cosas más inauditas y secretas; los hay quienes, en la juventud, compartieron la amistad con otras parejas que arrancaban el comienzo y los primeros años del noviazgo; los menos pueden compartir vivencias con otros grupos como la familia al verse obligados al formar una nueva cédula, la familiar, porque se ven inmersos casi todas las horas del día en el mundo del trabajo y de los hijos que van procreando.
La muerte de Antonio Huertas Tello me ha hecho recordar mi etapa de la juventud, cuando se cimentan las amistades que perduran más y no quedan sumidas en la lejanía de la distancia o el tiempo, como le puede ocurrir al período de las pandillas de niños y adolescentes. Este mes de agosto nos trajo la triste noticia de tu despedida, y, con ella, se me revivieron aquellos años de mediados del siglo pasado: aquella generación que hacía su primera migración de su hogar familiar y abría las puertas del futuro con la ilusión de ser un misacantano, primero en la ciudad de Baeza y posteriormente en Jaén; me venían a la mente los momentos compartidos en salones repletos de niños estudiando entre imágenes y libros de latín; agradecía la oportunidad que tuvimos para adquirir unos estudios básicos de Humanidades, convalidado por ti en el Bachillerato Superior en la enseñanza estatal, y no reparaba en valorar lo que significaba el haber adquirido, con unos extraordinarios tutores, los primeros pasos en la formación de la urbanidad, el estudio concienzudo y la solidaridad compartida ante la adversidad.
Y no se nos caía, como el maná del cielo, el lograr la formación básica de nuestro futuro lejos de nuestros hogares, sobre todo porque provenían muchos de familias pobres de solemnidad sin más beca que las que se desprendían de la generosidad de las pocas mujeres pudientes del lugar. El resto de lo que costaban los estudios y los años de formación se lograba con el esfuerzo personal mediante un trabajo extraordinario que muchos, como Antonio, no necesitaban llamarle, como hacen hoy, esfuerzo. Más bien les mejoraba la situación de sus vacaciones entregados a la dura labor del arranque de las matas de garbanzos sin apenas haber alcanzado los catorce o quince años, o pasando los fríos invernales con una vara faldera apurando la aceituna de los olivos alcalaínos en las frías navidades, o compartiendo con otros de su edad el manejo del hierro de la cooperativa de herreros.
Y, siempre esta etapa nos marcó, como a Antonio, el respeto a nuestra familia, a los padres que nos introducían en la universidad de la vida, porque ellos no tenían más estudios que desear lo mejor para sus hijos, y no poseían otro pensamiento que desprenderse de todas las horas que fueran necesarias o pudieran recibir de contratación para que nosotros pudiéramos acabar unos estudios que nos abrieran otros horizontes lejanos del mundo del trabajo agrícola, de jornalero, o de labranza de un pequeño minifundio.
Y, en nuestra juventud compartimos con Antonio la segunda migración, la marcha para realizar los estudios universitarios. Casi todos los que habíamos abandonado aquel centro del Seminario de San Eufrasio lo hacían dedicándose a la enseñanza como maestros. Tú, Antonio, tuviste el arrojo de la defensa de los demás, tal vez con la intención primera de ser abogado laboralista, en el mundo del Derecho. No es tu caso ni mucho menos el de aquellos que alargan la vida universitaria consumiendo los bienes inmuebles o las rentas de sus padres. Tu caso fue el del sacrificado alumno que comía en los comedores del SEU, quien compartió mesa con muchos provincianos que hoy ocupan altos cargos de la Magistratura gracias a su prestigio y brillante carrera en el mundo de la jurídica. Tu caso es el de los que complementaban el presupuesto en su estancia estudiantil en un piso compartido de Granada con el trabajo de los veranos en tu cuarta migración veraniega en las empresas extranjeras de Alemania y Suiza.
Luego, llegó la cuarta migración. Tras pasar muy buenos ratos en aquel entorno alcalaíno de amigos y amigas, llegó tu matrimonio con la marteña Lolina en la ciudad de Andújar donde lograste un puesto de técnico, en el negociado de Cultura. Emigraste, pero no te fuiste de nuestro recuerdo. Mantenías el eslabón en los regresos a visitar a tu familia de Alcalá o con motivo de efemérides y variados acontecimientos. Nos acogías, también, con todas las atenciones cuando visitamos culturalmente tu nueva patria chica, nos hablabas de tus nuevas aficiones, de tus vivencias romeras del Rincón del Arte, de tus negocios, de tus hijos…
En tu quinta migración, estuvimos con toda tu familia allá en la ciudad jiennense del Guadalquivir. Me vinieron a la memoria tantas cosas. Acompañé el camino marcado por las banderas de la Cofradía de Nuestra Señora de la Cabeza hacia tu despedida de tu parroquia. En el trayecto compartí unos momentos de recuerdos con tus nuevos amigos del Rincón del Arte y compañeros del Ayuntamiento y , sobre todo, en la iglesia de San Miguel me acordé de ti, de tu generosidad, de tus desprendimientos en la época de estudiante, tu amabilidad, tus sacrificios por los demás, tus esfuerzos por los tuyos, y me dije en mi interior “Buen estandarte para la entrada a la nueva tierra prometida”, la de la migración definitiva. Por Francisco Martín Rosales, de Alcalá la Real.

Sam Lesser de Londres. Las vivencias en Jaén marcaron su vida

Hay aniversarios de acontecimientos que no deberían conmemorarse porque nunca debían haber existido. Este es el caso de la efeméride que se recuerda e este 2011, el 75 aniversario del comienzo de la Guerra Civil. Es la historia de San Russell, un londinense, integrante de las Brigadas Internacionales que lucharon en el frente de Lopera, del que ahora se cumple el aniversario de su fallecimiento a los 95 años. Russell fue de uno de aquellos jóvenes voluntarios que, en la plenitud de su vida, dejaron sus trabajos o estudios, su casa y su familia, para defender la República española agredida por el fascismo doméstico e internacional. En concreto luchó en la XI Brigada Internacional (XI BI). Sam sintió pronto la “llamada de España” y fue de los primeros en alistarse, en octubre de 1936. Él y otros compañeros, como John Cornford, Bernard Knox y John Sommerfield, formaron una sección británica dentro del batallón Commune de Paris y de la XI BI. Tras participar en los combates de Boadilla del Monte, Sam y otros compañeros fueron incorporados a la compañía británica de la XIV BI que luchó en el frente de Andújar en la Navidad de 1936. Muchos fallecieron y Sam resultó gravemente herido pocos días después. Su cuerpo quedó en tierra de nadie, hasta que el escocés Jock Cunningham consiguió llegar hasta él y rescatarlo a rastras. En 1996, 60 años después de la formación de las BI, Russell fue uno de los veteranos que regresaron a España para recibir la ciudadanía honoraria y el homenaje emotivo de la población española. Por José Luis Pantoja, Lopera.

Lorenza Juárez, de Puente de Génave. Era una mujer que irradiaba energía

El tiempo se nos va entre las manos y aunque diluye algunos recuerdos, marca más profundamente otros. Por ello, no quería dejar pasar esta fecha sin tener un recuerdo en el primer aniversario de su muerte para Lorenza Juárez, una mujer que está indisolublemente unida a mi infancia y juventud. Lorenza fue una de las mujeres del barrio a la que siempre recordaré por muchas razones, una de ellas, y digamos que la más significativa, fue que era la madre de mi gran amigo Federico. Este es uno de esos amigos de la infancia que, aunque ahora por razones de trabajo se encuentra fuera, siempre es y será una de las personas más añoradas del barrio, sin olvidar tampoco a sus otros dos hijos: Encarni y Julián. Lorenza Juárez era una de esas señoras enérgicas que no paraba de renegar a los críos de las calles del entorno en el que vivía cuando, por ejemplo, jugábamos con el balón en su puerta y tras algún que otro pelotazo a la misma nos amenazaba con pincharnos la pelota, cosa que jamás hizo, entre otros motivos porque en muchos casos el balón era de su hijo Fede.
Recuerdo que, en una riña con Federico, le di un mordisco a este en el estómago, y es difícil imaginar la expresión de Lorenza. Se puso, y con razón, “pa que le diera algo”, y más cuando el motivo de la discusión fue una almendra. Ese era el carácter de Lorenza, pero en el fondo era una persona muy cariñosa, todo lo que había en su casa era de todos.
En verano, cuando la huerta empezaba a dar sus frutos, todos los vecinos del barrio de las Ánimas de Puente de Génave se comían los mejores tomates del pueblo, las mejores judías, las mejores lechugas, los mejores pepinos y un sinfín de hortalizas que seguro que “apañaban”, por aquel  entonces, a más de una familia.
Lorenza nos dejó tras una larga enfermedad, y desde lo más hondo de mi corazón puedo decir que el barrio la echa de menos. Esa figura de mujer enérgica se ha ido difuminando poco a poco hasta que finalmente se apagó su luz. En este año que ha transcurrido he tenido numerosos momentos en los que me he acordado de toda su familia, de su esposo Alfonso, sus hijos Federico, Encarni y Julián, sus hijos políticos, Mari, Miguel y Nuria, a esas dos perlas de nietas y a su nieto Miguel Ángel que juega, como cada día desde hace muchos años han hecho los niños, en la calle del barrio, con su amiga Lucía, ajeno a todo lo ocurrido. Desde aquí este recuerdo a Lorenza, una gran mujer a la que siempre recordaremos. Por Joaquín Castillo, de Puente de Génave.






















    18 sep 2011 / 11:13 H.