Hasta siempre

LUIS GALLEGO TORRES de Alcalá la Real
Rosas para una corona

No pude darte mi último adiós. Estaba en tierras de Don Quijote y Sancho Panza. Y, cuando me dieron la noticia de tu fallecimiento, al instante, recordé que debía ofrecerte una corona de rosas literarias. Fueron tantos años de convivencia, tantas rosas —con sus espinas heredadas y su belleza por la lucha—, tantas salutaciones y ratos de acompañamiento mutuo.

    19 jun 2011 / 10:04 H.

    Recordé la primera rosa, aquella que compartí contigo cuando te veía que acudías a adquirir los estudios secundarios al Copem de Alcalá la Real y regresabas a tu entrañable Charilla en medio de las rosas silvestres, que desgastaban las suelas de tus sandalias de aldeano. ¡Cuántos jilgueros cantaron tus esfuerzos denodados para conseguir tu título de Bachiller y COU!
    Recordé la segunda rosa, aquella que supieron darte unos buenos patronos del siglo XX al integrarte en el mundo laboral, cuando corrían malos tiempos para dar trabajo a los que eran iguales que nosotros en los aspectos físicos y mentales, salvo alguna deficiencia natural como la puede tener el más listo del mundo. ¡Cómo te las ingeniabas para hacerte un trabajador más y tan normal como el que más!
    Recordé la tercera rosa, aquella que te estimulaba para adquirir los cursos de COU, cuando te impartí clases de Latín y Griego. Más joven que tú, yo de docente y, tú, discente laborioso. ¡Cuántas sonrisas en medio de alfas y omegas de la dificultosa Ilíada!
    Recordé la cuarta rosa, aquella que compartimos en los primeros años de la transición. Aportaste tu presencia y actividad en traer el impulso democrático y la apuesta por la igualdad y la solidaridad. ¡Cuántos kilómetros recorridos para aprender el ideario básico de un militante comprometido!
    Recordé tu quinta rosa poética, aquella en la que devaneabas pinitos de odas, cantos de amores platónicos y… sinceridad con tus amigos.
    Recordé la sexta rosa de tu paso por la Concejalía de Asuntos Sociales del Ayuntamiento alcalaíno en los momentos en que la barca era grande y había pocos remeros. ¡Y tu compromiso por los más desvalidos te marcaba la señal de identidad y el rumbo de tus actuaciones socialistas!
    Recuerdo aquella séptima rosa del ocio, con la que te hicimos disfrutar por muchos rincones de España. Las bromas que te hicieron pasajeras, tus caídas — como aquella en la que se te rompió una costilla en la boca de un pozo de Telefónica, por ejemplo—, los encuentros de ficticios enamoramientos y aquella pasión por el conocer lo exótico.
    Recordé tantas rosas de muchos amigos que compartían tu soledad, de muchas personas que se acordaron de ti en los momentos más difíciles, de aquellos que te acogían con una dulzura paciente en tu antiguo centro, en tu aldea, o en los viajes de tu sobrino —al que tanto amaste y conviviste con él—, de tantas vivencias y tantas cosas que es imposible recoger en esta epístola en forma coronada.
    Sin darme cuenta, formé una corona de rosas rojas en tierras de doña Aldonza. Tendí puentes de sentimiento compartido por la ausencia forzada y, en el templo de San Bartolomé, de Almagro, un santo mártir descoyuntado de brazos y pies, levanté al Cristo cercano una plegaria por tu alma. La corona se había esfumado. Salud. Y adiós, amigo Luis. El próximo viaje será en tierras de la antigua Roma… más bien en la Roma Eterna.
    Por Francisco Martín.


    PEDRO ANTONIO ROBLES PUNZANO de Puente de Génave
    “Lo dio todo por la vida”

    Decía Serrat al final de uno de sus poemas: “Dios y mi canto saben a quien nombro tanto”. Pues yo, hoy, ni voy a terminar ni a empezar así. Voy a nombrar a un buen amigo y a una mejor persona: Pedro Antonio Robles.
    Carta a un buen amigo:
    Gracias por haberme dejado conocerte, por haberme dejado ser tu amiga, por haberme enseñado tanto de la vida y de la muerte.
    A mediados de los años 50, nació, en un pueblo de la Sierra de Segura, un niño que, según los médicos, no iba a durar muchos. Sin embargo, toda su niñez transcurrió como la de un niño normal hasta los 14 años. Un día, cavando en el huerto familiar, su madre le notó un bulto raro en la espalda y, ese día, comenzó su calvario. Su vida cambió radicalmente. De ser un chaval que disfrutaba jugando al fútbol, que iba con chicas, en definitiva, un chaval que disfrutaba de su juventud, pasó a todo lo contrario. Vivió esta época de su vida de médico en médico, de hospital en hospital y, lo más duro, de operación en operación. Le diagnosticaron siringomielia —hasta el nombre da…—, una malformación en la columna vertebral.
    A los 27 años le operaron por última vez, pero no porque los médicos lo aconsejaran así, sino porque Pedro Antonio, ya harto de tanto sufrimiento sin mejoría, optó por no operarse más. A lo largo de estos años, su deterioro físico fue en aumento hasta verse postrado en una silla de ruedas. Pero, en cambio, su cerebro le funcionaba perfectamente.
    A los “cuarentaytantos” falleció su madre, su pilar, su apoyo; la persona que lo lavaba, que lo vestía, que lo acostaba. La persona que sufría con él. Uno de sus mayores pesares fue que su madre hubiera sufrido tanto por él, pero su madre era como él: “El sufrimiento no se comparte, se soporta”. Se quedó solo con su padre ya mayor y se vieron forzados a irse a un residencia de ancianos. Su padre murió al poco tiempo y él se queda solo en la residencia. Cuando iba a verlo, me entristecía ver cómo su vida se iba pasando entre cuatro paredes, rodeada de ancianos, que, por su edad, estaban muy deteriorados física y psicológicamente. Pero su cerebro le funcionaba perfectamente.
    Pedro Antonio, durante todos estos años, fue lo que se suele llamar un devorador de libros y esto, junto con su capacidad intelectual, le hacía ver su propia vida desde una perspectiva distinta a como la podíamos ver los demás. Aceptaba su situación con una normalidad inaceptable para mí. Su conversación era siempre agradable, pero culta; sencilla, pero inesperada. En definitiva, yo siempre lo consideré un filósofo sin carrera. Además, ha sido un luchador por los derechos de los discapacitados. Siempre reivindicó mejoras arquitectónicas que facilitaran la vida de los discapacitados. Incluso llego a escribir al Defensor del Pueblo Andaluz en varias ocasiones. Siempre decía que los responsables urbanísticos debían pasar aunque solo fuera un día en silla de ruedas para así darse cuenta de lo difícil que es ir a cualquier sitio de esta manera.
    Hace apenas un mes, las cuidadoras de la residencia notaron que estaba como despistado, se dormía sin darse cuenta. Algo no iba bien. En una primera exploración, y tras un TAC, le diagnosticaron un tumor cerebral. Su cerebro le jugó una muy mala pasada y enfermó también. Continuaron haciéndole pruebas y, al final, ocurrió lo peor: se confirma. Fue un día de los más difíciles de mi vida, agravado por el empeño de Pedro Antonio de saber la verdad sin tapujos. Ese tumor se lo iba a llevar demasiado pronto. En apenas un mes, Pedro Antonio nos había dejado. Lo que mejor le funcionaba, su cerebro, al final se lo llevó.
    Yo creo que la vida ha sido muy injusta con él. No le ha dado nada. Solo sufrimiento y él lo ha dado todo por la vida, incluso ha donado su cuerpo a la ciencia. Yo solo espero que sirva de algo porque él siempre pensaba en los demás. Gracias, Pedro Antonio.
    Por tu amiga María.



    JOSÉ GONZÁLEZ GARCÍA de Jaén
    “Ejerció con dedicación su docencia”

    José González García, catedrático de Derecho Civil de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad de Jaén, cursó sus estudios en la Universidad de Granada, licenciándose en Derecho en el año 1976 con las máximas calificaciones para, luego, integrarse como becario de investigación en el Departamento de Derecho Civil de dicha Universidad. Allí comenzaría sus estudios de doctorado bajo la dirección de su querido maestro, el doctor Bernardo Moreno Quesada. Defendió su tesis doctoral con la brillantez que le caracterizaba, lo que le permitió iniciar, ya como doctor, su concurso público como profesor titular de la Universidad en Granada, donde ejerció con gran dedicación su actividad docente e investigadora trabando una estrecha amistad con sus compañeros y logrando siempre el reconocimiento de sus alumnos.
    En 1993, concursó a la Cátedra de Derecho Civil convocada por la Universidad de Jaén y, desde entonces, ha desarrollado su actividad profesional como catedrático de Derecho Civil plenamente integrado en las instituciones provinciales con una constante y fecunda colaboración, muy especialmente, desde el Rectorado de la Universidad como secretario general desde 1993 a 1999 y como vicerrector de Estudiantes desde 1999 a 2007. Posteriormente, ejerció la dirección del Departamento de Derecho Civil y Derecho Tributario con generosidad y profesionalidad. Además de su faceta profesional, debemos destacar su faceta humana y familiar. Siempre defendió con energía a quien más lo necesitaba; nunca abandonó a sus compañeros y a sus queridas discípulas, a quienes dirigió sus tesis doctorales como un padre señala el camino a sus hijos, con cariño y con autoridad.
    Siempre decía que en la vida había hecho lo que tenía que hacer en cada momento y que ahí radicaba la felicidad: en el deber cumplido. Nos hablaba de la sencillez con los que más lo necesitan, de contar con todos siempre. Su familia es un claro reflejo de esos valores que él demostraba con su inmensa humanidad, ya que sus hijos Carmen, Mariano, José y Ana son excepcionales personas que han sabido trabajar por sus objetivos e ilusiones con una educación y formación transmitidas por sus padres. Todos ellos son hoy brillantes profesionales.
    Casado con Carmen Espín, doctora en Medicina y pediatra del Servicio Andaluz de Salud, ha recibido de ella la fortaleza, el consejo y el amor de madre que les permitió fundar una familia excepcional, a la que sus compañeros y amigos nos unimos para que su recuerdo y su ejemplo continúe siempre como una luz en este complicado mundo que nos toca vivir cada día, esperando que seamos capaces de transmitir a nuestros hijos todos los valores y la grandeza humana que él ha sabido comunicar con alegría y bondad a quienes le han acompañado.
    Por Jorge Lozano Miralles, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas (Fasoc) y Luis Javier Gutiérrez Jerez, secretario.

    En el recuerdo
    No sabes cuánto nos ha impresionado la noticia de tu fallecimiento y cómo te echaremos de menos todos tus amigos. Mi gran amigo Pepe, y digo bien, “amigo”, has dejado un gran vacío no solo entre tus familiares, sino también entre todas aquellas personas que, por diversos motivos, hemos tenido la gran suerte de conocerte y contar con tu amistad, esa amistad que tú la tomabas como un compromiso.
    Eras un hombre con carácter, serio, humano, disciplinado, claro y limpio, que no te amilanabas ante las dificultades que encontrabas a tu paso, al contrario, sacabas tu espíritu luchador. Amante de tu familia, celoso de tu independencia y haciendo lo que creías correcto, pero procurando siempre no pisar las flores del camino.
    Gran profesor, gran profesional, pero, sobre todo, gran persona. Todo un amigo, que siempre tenías tiempo para oír las inquietudes ajenas y las atendías antes que las tuyas propias. Nos conocimos en la Universidad de Jaén y, entre nosotros, germinó una gran amistad que durará siempre. Parece que fue tan solo ayer cuando estábamos juntos en nuestra querida Universidad de Jaén.
    Como suele pasar en estos casos, nos resistimos a creer que es cierto, que el luctuoso acontecimiento ha sucedido. Y, cuando no hay más remedio que aceptar la realidad de los hechos, sobreviene la sensación desoladora, estéril y absurda que nos invade ante la pérdida irremediable de un gran amigo.
    Nos queda tu recuerdo, los buenos momentos vividos… Por todo ello, Pepe, ahora que no te tenemos ni te podemos ver con los ojos de los sentidos, solo nos quedan los sentimientos. Te has marchado como de “puntillas”, como si no quisieras que se notara, acaso de la misma forma en que habías andado por la vida. Este es mi particular homenaje y que sepas que siempre te querremos y te recordaremos. Desde aquí te mandamos un fuerte abrazo.
    Por Patricio Lupiáñez Cruz,  profesor de la Escuela Politécnica Superior de Linares.

    Juan José León Rodríguez de Pegalajar
    “Tengo la cabeza llena de recuerdos”

    Nunca pensé que escribir una carta me iba a resultar tan complicado, porque he escrito muchas, pero nunca para una persona que ya no la podrá leer y, mucho menos, si esa persona es mi mejor amigo.
    Porque decir “mejor amigo” es fácil, pero todo aquel que tenga una persona como la que yo he perdido sabe bien lo que significan esas dos palabras juntas.
    Juanjo se encontró con la muerte el lunes 13 de junio, en una carretera de Cádiz, haciendo lo que a el más le gustaba: conducir su moto, buscar la mejor curva y sentir esa unión entre hombre y máquina, esa sensación que solo los que estamos en esto conocemos.
    Yo lo he visto hacerlo muchas veces, creo que más que nadie. Hemos parado en cientos de gasolineras, nos hemos repartido el equipaje para muchos viajes, hemos tomado miles de cafés y, en todos, hemos hablado de motos, hemos montado tiendas de campaña juntos en muchos circuitos, para luego no poder dormir nada. Hemos estrenado motos juntos y las hemos levantado del suelo entre agua y nieve.
    Pero el último viaje lo hizo solo, no paró a echar gasolina, fumarse un cigarro y echarle un vistazo a las ruedas.
    Si se puede pensar que en esta vida hay justicia es porque murió haciendo lo que le había apasionado siempre.
    No cabría en un millón de libros la gente que quiere ser partícipe de este último adiós y las experiencias que tienen con Juanjo como protagonista. Para todos ellos, mil gracias por vuestro apoyo.
    Porque Juanjo era una persona especial, porque trataba a los demás de otra forma distinta a la que lo hace el resto de la gente. Porque, que se pierda gente así, es la puñalada más sucia que te puede dar la vida, la que va directa al corazón para que te duela siempre como el primer día, pero que no te mate.
    Tengo la cabeza llena de recuerdos, desde que éramos niños, creciendo juntos y viviendo los mejores y peores momentos de la vida, pero siempre juntos. Por todos esos momentos, por haber tenido la suerte de tenerte durante tantos años, y el desgraciado orgullo de llevarte en tu último viaje quiero decirte que te quiero y que allí donde estés seas feliz, nunca te olvides de nosotros y cuides de tu familia.   
    Juanjo, busca las mejores curvas del cielo y disfrútalas. Nosotros te daremos ráfagas. “V’ssssssssss”.
    Por Manuel Liébana Jaraíces.