Hasta siempre

ANTONIO GARRIDO MUDARRA, de Frailes. Este silencio no es lo mismo

Este silencio no es lo mismo. Nunca fuiste una persona de mucho hablar. Aprendí a leerte     la mirada para saber lo que sentías y no expresabas con palabras. Con solo mirarte a los ojos sabía si estabas triste, enfadado o contento. Y cuando estabas contento, tenías un brillo en la mirada que me encantaba.

    23 sep 2012 / 10:02 H.

    Me acostumbré a tu silencio, pero ahora este silencio no es lo mismo. Este silencio duele mucho. Duele mucho saber que ya no oiré nunca más el tintineo de las llaves anunciando tu llegada, ni tu voz diciéndome: “Mami, ¿dónde estas? (me encantaba cuando me llamabas mami). Ya estoy aquí, mira lo que traigo”. Porque cuando salías al campo nunca volvías con las manos vacías: setas, espárragos, una almendra, una fruta o una hortaliza, algo, siempre algo. El campo era tu pasión, toda tu vida has sido un trabajador incansable, cumplidor y responsable. Lo hacías por obligación, por ganar un jornal para tu casa y cuidar de tu familia, pero también por devoción;  labrabas la tierra y cultivabas los olivos con auténtico esmero y satisfacción. La tranquilidad y el silencio del campo, entonces, tenían otro sentido pero ahora este silencio no es lo mismo. Este silencio me muestra el vacío, los olivos se sienten huérfanos y yo no me siento capaz de seguir dándoles mimos. Sin ti nada es lo mismo. Eras tan discreto que jamás te quejabas.
    Durante tu larga enfermedad fuiste duro y luchador, no te dejaste vencer, no te rendiste y no mostraste debilidad en ningún momento, pero la enfermedad ganó la batalla. ¡Maldita silenciosa y poderosa enfermedad!
    ¿Viste cuántas personas vinieron a despedirse de ti? Todos te querían, todo el mundo te apreciaba porque aunque tenías mucho genio, eras bueno y no hacías mal a nadie. Yo te quiero desde los dieciséis años; sólo lamento no habértelo dicho más a menudo y habértelo oído decir a ti. Por eso hoy quiero romper el silencio y decírtelo una y otra vez: Te quiero y siempre te echaré de menos.
    Por Antonio Luis Garrido Cano y Dolores Cano Rosales

     

    Manuela Urbán Caballero, de Alcaudete. Porque hablar de ti es hablar de la humildad

    En mi memoria siempre anda tu recuerdo, no pasan los días sin que hable de ti, de tu dulzura, de tu sencillez… Es difícil expresar el cariño que te he tenido y que te sigo queriendo, porque desde que nací siempre has estado en mi cuidado, siempre pendiente de mí, de que no me faltara de nada. Para quien no lo sepa, hablo de mi abuela, mi querida abuela Manuela. Hace ya unos años que no está entre nosotros, pero el recuerdo continúa muy vivo. La edad te llevó, ya no pudiste vivir más, ya te fuiste y nos dejaste. Así que con mucho cariño, admiración y respeto esta dedicatoria es para ti, querida abuela. En la vida estamos preparados para cualquier acontecimiento pero desde luego para la pérdida de un ser querido que pasa contigo día tras día y hora tras hora, desde luego que no. Se hace muy difícil y nunca terminas de asumir que ya no volverás a ver más a esa persona.
    No sé cómo expresar el vacío que dejaste en mí, es muy difícil de sacarlo, mi sentimiento hacia ti sigue perenne, en mi corazón. Nunca olvidaré los veranos que pasé junto a ti, desde que amanecía hasta que anochecía estaba contigo, me dabas el desayuno, me entretenías y jugábamos juntas, con lo que teníamos, una piedra o una pelota, con eso solo me hacías feliz. Las tardes serán irrepetibles, estábamos deseando que terminase la telenovela para dormir la siesta, esa larga siesta que duraba horas. Y es que dormir entre tus brazos era para no despertar, sentía un cariño que ni una madre, ni un padre o un hermano te consigue dar. Por las noches nos salíamos a tomar el fresco, y siempre me sacabas un libro para leerlo, así aprendí a distinguir los colores o las formas geométricas.  Tampoco se me olvidará cuando empezaba a chillar: ¡Abuela, abuela dame cinco duros para comprarme una bolsa de gusanitos! Y la abuela sin pensarlo venía conmigo para comprármela, y es que como dicen las abuelas son esas personas que siempre te comprenden, incapaces de regañarte ni decirte nada. Me estoy imaginando tu cara, tus palabras, tu sonrisa al escuchar lo que te estoy diciendo, te imagino junto a mí. Mi cabeza está llena de recuerdos, es una casa grande de historias y de años regalados, de camino, de viaje; son eternas historias que nunca terminaré de contar, porque siempre aparece algo nuevo, es una historia que nunca terminas de completar y que ahora jamás podré llenar. Ahora mi historia está marcada por tu ausencia, por momentos en los que no apareces tú, personalmente, porque en mi corazón aún sigues, no te has marchado. Dejaste muchas ocurrencias, muchos chistes, anécdotas.
    Hoy trata de sacar palabras, de entre mis lágrimas, palabras que acompañarán esta tristeza que tengo porque tú no estás, la nostalgia me invade y me trae los recuerdos de esa gran abuela, de esa gran mujer llena de vida, de sencillez, porque siempre fuiste una mujer sencilla, humilde, buena, honrada, llena de sabiduría. Tus palabras vivirán siempre en mi alma, las recordaré siempre, cada día de mi vida permanecerán conmigo. Porque siempre serás una mujer admirable.
    Tus ojos se cerraron, y tu luz se apagó, tu camino dejó de iluminar mi camino, me dejaste, tu cuerpo se fue, pero tu alma sigue aquí. Solo decirte que aunque pasen los años, siempre serás parte de mi vida, de nuestra historia; tus consejos y tus momentos nunca los olvidaré. Además, sé que siempre me acompañas y me guías en este difícil camino de la vida. Nunca me dejas sola, que yo siempre te llevaré.
    Por Inmaculada López Gallardo. Alcaudete

    CLEMENTE SERRANO ZAMORA, de Priego de Córdoba. Muy presente

    “Recordar es fácil para quien tiene memoria, olvidar es difícil para quien tiene corazón.” Gabriel García Márquez
    Hace doce años que nos dejaste, a los setenta y dos. Una edad demasiado temprana para una niña de tan solo seis añitos que aún necesitaba a su abuelo para que le enseñara muchas cosas de la vida. A pesar de todo el tiempo que ha transcurrido, todavía te siento cerca y muy presente en mi día a día. Nunca olvidaré las tardes que pasaba contigo, sentada en tu regazo mientras me consolabas con tus palabras por alguna regañina que había recibido, o simplemente te dedicabas a pasar tu mano, ya curtida por la edad y la vejez, aunque siempre cariñosa, por mi espalda. En esos momentos sentía que no había otro lugar más maravilloso en el mundo que entre tus brazos. Y tu olor, ese olor a tabaco que siempre colgaba de tu ropa, y era característico solo de ti. Ese que a día de hoy aún consigo recordar.
    Aún recuerdo con nitidez lo que nos decías de pequeños. Siempre expresabas que mientras yo era muy tranquila y pacífica, mi hermano era justo lo contrario. Puro nervio, incapaz de estarse quieto ni siquiera un segundo. Pero en el fondo te encantaba ver cómo él jugueteaba con la pelota, aunque eso supusiera el destrozo de más de un preciado rosal. Se notaba que estabas loco por los dos. Tu cara de orgullo y felicidad cuando nos llevabas a pasear daba fe de ello. Nos quedaron muchas cosas por contarnos, muchas historias que compartir y muchos te quiero que no pudimos decir. Por suerte o por desgracia, el destino eligió separarnos más de seis mil kilómetros en tus últimos meses, pero lo prefiero así, recordándote como fuiste, fuerte, feliz, lleno de vida, una persona cuya sola presencia bastaba para espantar los temores de mis seis años. Hoy miro una foto tuya y sé que no estás lejos, siempre presente en todos mis logros y esfuerzos, mis llantos y mis alegrías, pero que a pesar del tiempo, en el fondo nunca dejaré de ser esa niña que corría en tu búsqueda y pasaba horas sentada sobre tus piernas, contenta con escuchar tu voz.
    “Ana 27/3/90”. Así rezaba la inscripción del colgante que me regalaste nada más nacer. Aún lo conservo y lo cuido con todo el amor del mundo. Gracias por dejarme ese pedacito de ti.
    Tu nieta, que te quiere y a la cual a día de hoy, aún le sigues haciendo mucha falta.
    Por Ana Serrano Camacho

    ANTONIO MENA DOMÍNGUEZ, de Jaén. Recuerdos a pedales

    Mi andadura lejos de casa no es lo mismo sin ella. Una antigua bicicleta celeste me acompaña por las calles de Málaga durante mi época universitaria. Hace unos años me la compraste, reconozco que dejé de hacerle caso al regalo durante la adolescencia, pero cuando me fui de mi hogar por motivos académicos cobró más importancia que nunca. Un día tuve una pequeña caída con ella, decidí repararla y, al llegar a la tienda me aconsejó el dependiente que me deshiciera de ese trasto, pues me iba a costar más arreglarla que comprar una nueva. Pero yo no quería una bici nueva, deseaba seguir disfrutando de ella y sentirme orgulloso de la ilusión que pusiste al verme montado por primera vez en la bicicleta. Y así fue, comienza mi segundo curso y seguirá acompañándome todos los días a clase. Quizás no sea la mejor bicicleta, pero de lo que sí que estoy seguro es de que mereces, estés donde estés, que tu regalo siga conmigo y me ayude a ir a clase o simplemente dar un paseo por la playa para evadirme de mis problemas.
    Gracias abuelo, quizás no te mostré del todo mis sentimientos. Cuando te fuiste yo tan solo era un joven de dieciséis años que pensaba en todo menos en tener contacto con su familia. Ahora intento visitar más a tu mujer, aún te recuerda mucho y estoy seguro de que ninguno de la familia olvida tu forma de ser, algo seria pero llena de ternura cuando era necesario, en eso nos parecemos demasiado.
    No sé si lo sabes pero eres bisabuelo, tienes una bisnieta preciosa, con ojos azules y el pelo rubio y una sonrisa llena de ternura. Estoy seguro de que te hubiera encantado verla y disfrutar de ella como lo hiciste de tus cinco nietos.
    Aunque ahora España vive una época difícil no todo son malas noticias. ¡Tu querido Atlético de Madrid se ha vuelto imparable en Europa! Tranquilo, el mueble del salón sigue en su sitio. Con cierto aire renacentista y madera de pino decora la sala de estar. Tu hija siempre agradecerá el trabajo que dedicaste para hacerlo.
     Una de sus estanterías guarda fotos del día de mi comunión. Ese día no pudiste venir, la salud te lo impidió, pero seguro que te hizo gracia cuando aparecí en el hospital vestido de marinero. Me dio algo de vergüenza pero sé que era lo que necesitabas en ese momento. Hace más de tres años mi madre me dijo que estabas mal, fui a tu casa a visitarte, sabía que ese día sería el último que te vería, por eso decidí no ir después al hospital y quedarme con el recuerdo de verte en tu cama.
    Gracias por todo, estoy seguro de que tu regalo me ayudará a cumplir mis aspiraciones.
    Por Pablo Calvache Mena, Jaén

    Antonio Soria Soria y Adriana García Díaz, de Quesada. El tesoro de la familia

    Reza un antiguo proverbio que llegará un día en el que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza y eso es lo que mi familia conserva de Antonio y Adriana: un valioso tesoro. Mis hermanos y yo no tuvimos la fortuna de conocer a nuestros abuelos paternos, sin embargo, desde nuestro nacimiento, han estado muy presentes en nuestras vidas y, de alguna manera, la han orientado. A pesar de no conservar ninguna imagen de ellos en nuestra memoria, a través de nuestros padres, aprendimos, desde pequeños, a quererlos y a sentir su ausencia.
    Esta semana se cumplen treinta y tres años del fatídico accidente de tráfico que les arrebató el aliento pero estoy segura de que para mucha gente apenas han transcurrido unos instantes efímeros desde el momento en el que conocieron la trágica noticia que cambió la vida de mi padre y de mis tíos para siempre: la de su muerte. Eran personas conocidas y queridas y con su marcha dejaron algunos huecos que no se podrán tapar. Recuerdo cómo cuando era pequeña y me preguntaban, en el pueblo, que quién era mi familia yo decía que era nieta de Antonio Soria, “el de la luz”, y siempre me respondían lo mismo: “¡Qué buenas personas eran tus abuelos y qué pena nos dio su muerte!” Ese es uno de los datos con los que he crecido y con otra afirmación que me repetían continuamente, ¡eres clavadita a tu abuela! Cuando escuchaba esto cogía el álbum de fotos de la boda de mis padres, en el que está la última instantánea que se les hizo, para mirar una y otra vez el rostro de mi abuela Adriana e imaginarme cuál sería mi apariencia en el futuro e intentar encontrar ese parecido que la gente me repetía una y otra vez que existía entre ambas. Sin recuerdos propios, con el paso de los años, me adueñé de los de mi padre y disfrutaba cuando me contaba cómo sus padres le pillaban en todas las travesuras que hacía. Uno de los entretenimientos preferidos de mis hermanos y mío, cuando éramos pequeños, era pedirle a nuestro padre que nos dijera cuáles eran sus juegos y trastadas de pequeño y saber cómo sus padres conseguían descubrirlo y los castigos que le imponían después. Nos resultaba tan divertido que el menor de nosotros siempre añadía la misma coletilla a estas narraciones, “¿Y qué pasó después?”,  lo que provocaba grandes carcajadas entre los demás.
    Queridos abuelos, desde estas líneas quiero decir algunas de las palabras que nunca tuve la oportunidad de dirigiros. A veces me entristece no haber compartido con vosotros mi infancia, no poder contar a mis amigos lo cariñosos que erais conmigo ni los relatos que me contabais por la noche para que pudiera dormir.  Tampoco puedo repasar las fotos que nos hicimos juntos ni las aventuras que vivíamos en nuestros viajes porque nunca los hubo. Y digo a veces porque tampoco he necesitado todo eso, de alguna manera, siempre habéis estado ahí y me protegéis.
    Estoy segura de que, pasen los años que pasen de vuestra ausencia, os seguiré echando de menos, abuelos.
    Por Inmaculada Soria Cuenca


    MARÍA DEL CARMEN SORDO CALDERÓN, de Andújar. Carta de despedida

    Qué difícil es despedirse de una madre. Qué tremendo rechazo sentimos a la idea de su pérdida definitiva. Si impactante es la muerte repentina de un ser querido, el ver cómo lentamente se apaga su vida duele hasta el egoísmo, el egoísmo de desear que siga siempre entre nosotros con precaria salud, pero entre nosotros, aunque ella anhelara su descanso y liberación eterna, como así se lo pedía nuestra madre a su Cristo de Medinaceli. María del Carmen Sordo Calderón, a la que muchos conocían como “Carmen Prada” asimilándola así al apellido de su marido don Andrés Prada, era lo que se dice de familia de militares, nació en Miranda de Ebro, en uno de los destinos de su padre, el condecorado capitán Enrique Sordo que perdió la vida en una misión de guerra en Marruecos, pero ella rompió la tradición militar y se casó en Madrid con un joven médico asturiano. Ahora nos despedimos desde aquí porque juntos en 1944, iniciaron una familia y una vida profesional en Andújar, donde se ganaron el cariño y el respeto de todos.
    Carmen era de conversación amena, muy aficionada a la lectura y sus 94 años daban para muchos recuerdos. Guardaba especial añoranza de su niñez y juventud en Toledo, de sus primeros años en Andújar y de tantos y tantos momentos familiares. De fuerte convicción religiosa con costumbres de “cristiana vieja”, entendió la caridad desde el punto de vista activo, fue dama de la Cruz Roja, miembro de las Conferencias de San Vicente de Paúl y de cuantas asociaciones benéficas existían en su época. No se ha cumplido un año desde que falleció su hijo Andrés y creemos que esa pérdida, mamá no la ha soportado. Decía: “No podré superarlo, no podré superarlo” y no ha podido. Algo debían intuir sus nietos y bisnietos, cuando en las últimas semanas, han estado junto a ella en una mal disimulada despedida. Hay tanto que contaros o compartir de nuestra madre, que por hoy lo dejaremos aquí, pero os aseguro que desde que nos falta hemos entendido el verdadero y doloroso sentido de la palabra “huérfano”.
    Requiescat In Pace. Amén. Por sus hijos