Hasta siempre

MARÍA DEL CARMEN CANO EXPÓSITO (Maika) de Jaén
“Rezaré para que nos protejas”

Para mi querida hija Mari, con todo el amor y el cariño de su madre: Mari, te escribo estas palabras, dos días después de tu primer cumpleaños lejos de mí, el de tus 34 años, para decirte lo mucho que te echo de menos por lo buena hija que has sido y lo mucho que me has cuidado, siempre pendiente de mí. Nunca te has quejado por nada estando tan mala como estabas, y no querías que yo sufriera por nada. Tú has sido para mí como una madre y yo, como una hija a la que le dabas todos los caprichos, con tanto amor que se me han roto el corazón y el alma.

    27 feb 2011 / 11:04 H.

       Nunca te olvidaré. No puedo olvidar todas las cosas que me decías y me hacías, siempre con la sonrisa en los labios. Nunca estabas triste y siempre conseguías que yo me sintiera feliz. Tantos proyectos que tenías… ¡me los contabas con tanta ilusión! Disfrutabas haciéndome feliz. Hasta el último día estuviste haciendo ver que no pasaba nada. Nunca imaginé que te quedaba tan poco de estar a mi lado. Perdóname si te he hecho algún mal; tú a mí, nunca. Has sido la hija más buena del mundo, no sé vivir sin ti, ayúdame mucho para poder seguir adelante. Todos te queremos. Los niños me piden que le diga al Señor que te traiga, y te han hecho una canción de tanto oírme a mí, y te cantan ‘¡ay Mari, Mari, Mari…!’, y me dicen: “La abuela Juana está triste”, porque digo que estoy sola, y ellos aseguran que no es así, que están todos ellos, tus hermanos y sobrinos (que también están muy tristes) conmigo. Pero sabemos que tú estás con Dios y que te protegerá. Adiós, hija mía. Rezaré por ti para que desde arriba nos protejas a todos. Javier está muy desolado; ayúdale tú desde el cielo, tú que estarás en el sitio mejor, por lo buena que eres. Adiós, hija de mi alma. Te querré siempre.
    Por tu madre, Juana Expósito Martínez.

    Juan Martínez Ramírez de Villargordo
    “Un poema para mi amigo Juanito”

    A mi amigo Juan (El Tropezón):
    Amigo, Juan, carísimo y apreciado,/
    te sorprendió la muerte en plena vida,/
    pero tu familia y amigos no olvidan/
    que tu trabajo sinfín no fue errado./
    Muestra y ejemplo a todos has dejado.
    Tus proyectos y planes se harán reales,/
    desde los cielos, lugares ideales,/
    verás terminado tu bar amado./
    Amigo de tus amigos, tú fuiste.
    Su amistad no negó al que a él se la dio;
    de esta manera, tu vida viviste.
    La Parca erró, su vida no acabó./
    Así, por siempre, vivirá en la fuente
    de la eterna vida, que es la mente./
    Sí, de esta vida, lo que te tocó;/
    con todos, viviste en armonioso haz./
    Justo será que, en la otra, descanse en paz.
    Por José Carlos Castellano Calles.

    AURORA RUFIÁN LÓPEZ de Alcalá la Real
    “Una mujer entregada al amor de su familia”

    En Alcalá la Real, no todas las calles han tenido las mismas vivencias históricas. Y, curiosamente, menos aún cuando la ciudad bajó al Llano, pasó de una ciudad militar a agrícola y comercial, dejó los tiempos de frontera y se transformó una ciudad abierta a unos nuevos tiempos que atraía abades, corregidores de capa y espada y funcionarios y letrados del mundo de la Corte para ocupar los puestos de los servicios que se demandaban por la población que habitaba en el centro de una importante comarca de la Sierra Sur. Y, además, parece como si las calles alcalaínas importantes se calificaran por dos adjetivos muy castellanos; Real y Llana (si eran callejones, se llamaban llanetes y, como calle principal, quedó la calle del  Llanillo); y, de esta última hubo Llana de la Trinidad, Llana del Pozuelo de  San Juan, Llana de Gutierre de Burgos y, la más importante, la calle Llana actual, rebautizada el pasado siglo por Martínez Montañés, calle de tránsito de manifestaciones públicas y de vivencias inexpresables. Por ella debió pasar el famoso “dios de la madera”; por ella desfiló el primer represaliado al cadalso del Barrero. En su calles aledañas, y en ella misma, abundaron las tabernas, lugares de encuentro y de tertulia vespertina, focos de debates políticos y de esperanzas republicanas. En este ambiente urbano vivió la familia de Aurora Rufián López, hija de Antonio, excelente artesano de la madera, y Encarna López, prototipo de la mujer alcalaína. Dos retazos de la historia de Alcalá la Real con los que Aurora compartió los difíciles momentos de aquellos tiempos pasados, duros y  amargos, tiempos que cantaría Miguel Hernández: “Donde voy, con las mujeres/ y con los hombres me encuentro,/ malheridos por la ausencia,/ desgastados por el tiempo./”
     Desgraciadamente, poco pudo disfrutar de su padre, pero con su madre y hermanas compartió muchos años de la posguerra. Formaron una cooperativa familiar en la que cada hija aportaba sus manos y sus mejores oficios y labores para mantener aquella casa limpia como el agua de la fuente y como un jardín lleno de flores.
    Aurora se formó en una escuela  del feminismo laboral —de orgullo charillero— cual fue la fábrica de tejidos de “Comercial Castilla”, donde compartió con muchas mujeres paisanas de su tiempo el devanar mecánico de los nuevos telares que invadían la piel de toro. Pero aquella forma de ser mujer trabajadora radicaba en una manera de mantener y aportar, junto con su esposo, José Heredia, lo mejor de su persona para la formación y el sustento de sus hijos. No era un capricho, era una necesidad que permitió que sus hijos alcanzaran una cultura y una formación de la que son, actualmente, deudores. Luego, le fueron viniendo tiempos mejores y contempló que el calor de sus hijos le traía el amor del otoño que se le venía encima. Con ellos compartió momentos inolvidables; con ellos percibió el triunfo de muchos ellos conquistando puestos que, hasta los años anteriores, estaban reservados a las clases pudientes; con ellos compartió la oración y la devoción por el Cristo Sanjuanero y, cómo no, fue mujer fiel con su esposo, forjado en los campos de labriego alcalaíno y curtido en el mundo viario de la provincia de Jaén, donde ejerció cargo de peón caminero. Pero, como si  la vida le previniera la mala jugada, le vino de improviso la mano tendida de una enfermedad que no pudo superar. Y, como decía el mismo poeta, tu marido y tus hijos te cantaron: “El último y el primero:/ Rincón para el sol más grande,/ sepultura de esta vida, /donde tus ojos no caben/”.
    Por Francisco Martín.

    Juan Torres Lirio de Huelma
    “Gracias por todo”

    Querido Juanillo, sí, Juanillo, como te llamábamos en la familia. Siempre que alguien se va, olvidamos todos los defectos y cosas que no nos gustaban y sólo nos quedamos con lo bueno. Pero tú eres la excepción que confirma la regla, puesto que de ti no hay nada malo que olvidar. Eras la bondad y la inocencia en persona. Tu ceguera te impidió ver todo lo “feo” que hay en el mundo y solo veías lo “bonito” de la vida. ¿Cómo podías dejar perplejo a todo el mundo que te conocía? La falta de un sentido te hizo desarrollar otros, como tu memoria. Aún no comprendo cómo podías recordar cumples, santos y aniversarios de absolutamente todo el mundo que conocías.
    ¿Y esa forma tan peculiar de reconocer las cintas de casette? De al menos 100, podías diferenciarlas solo con tocarlas.
    ¿Y tu bondad? Eras un pequeño gran niño. Siempre con tu monederillo y tus centimillos querías comprarle regalos a todo el mundo. Y más perplejo dejabas al sacerdote cuando querías confesarte urgentemente por haber cogido a media noche unas galletas del cajón sin que tu hermana lo supiera.
    Incluso hasta a tu hermana, que te conocía desde hace tanto, la dejabas sin palabras con tus “cosas de niño”. Esas cosas de niño hacían que aprendiera cómo afrontar la vida, el cómo de pequeñas cosas cotidianas hacías toda una ilusión para seguir levantándote de la cama todos los días y que, a pesar de los palos que da la vida, siempre habrá algo por lo que seguir luchando.
    Juanillo, has ido dejando huella por donde has pasado: hospitales, residencias, hasta la misma calle. Tu pueblo, Huelma, jamás te olvidó. Eras como un actor famoso andando por su pueblo natal, cada cien metros alguien te paraba para saludarte y tú, con esa alegría que te caracterizaba, enseguida intentabas reconocer por la voz quién era. Gracias, Juanillo, por habernos enseñado a ver las vida con los ojos cerrados. 
    Por tu hermana María Dolores Torres Lirio y sus sobrinas Raquel y May Ordóñez, en nombre toda la familia.




    María Ángeles Jiménez Soto de Lopera
    María Ángeles Jiménez Soto murió el 10 de febrero de 2010, a los 61 años, tras una  larga enfermedad. Atrás dejaba a su marido, a sus dos hijos, yerno y nuera, a tres nietos, y uno más que nacería veinte días después, y al que no llegó a conocer.
    Su vida, si bien corta, está cargada de momentos, anécdotas y recuerdos que, de alguna manera, no queremos que se pierdan en el olvido. Por eso, valga este homenaje para que aquellos que la conocieron e, inevitablemente, la quisieron, puedan recordarla por siempre.
    Nació un 7 de febrero de 1949 en Aguilar de la Frontera, un pueblo de la provincia de Córdoba, y del que pronto salió para venir con sus padres y hermano a Lopera. Allí, su padre Juan José, “el tractorista de don Tomás”, vino a trabajar. Aquí pasaría la mayor parte de su vida viviendo en diferentes lugares. Primero, en la calle Sor Ángela, donde Pepa “la picatosta”, la abuela del que luego sería su marido, (¡qué cosas!) le enseñó las labores propias de las niñas de la época. Luego, también, en la calle Pí y Margall, donde fraguaron amistades que nos llegan hasta hoy con la familia de Benito “el cañero” y Bartolo, el carpintero. Y, más tarde, en la Escalerilla, donde también vivió sus últimos años con su familia y en armonía con todos los vecinos de la calle.
    Desde la niñez, le tocó trabajar como la que más en las labores agrarias del lugar, dígase siega, algodón o aceituna. Pero, además, ya en la adolescencia, tuvo que viajar largas temporadas a Barcelona para hacerse cargo de su madre, que era intervenida de la vista en la renombrada clínica Barraquer.
     También por estos años conocería a su marido, Cristóbal, con el que, años más tarde, contraería matrimonio y con él abandonaría por unos años Lopera, yendo a los lugares donde la profesión de Guardia Civil le requería. Primero, en Mallorca, donde nació su hija mayor, Ana, y, unos años después, a Ciudad Real, donde nacería su hijo Rafael.
    Durante los veinte años que estuvo fuera de Lopera, nunca perdió contacto con su pueblo adoptivo, al que volvían a la menor ocasión que tenían. Mientras, y principalmente en el municipio manchego de Daimiel, encontró otra familia dentro y fuera del cuartel mientras acompañaba a su marido en su oficio y educaba a sus hijos en un ambiente de tranquilidad y sosiego. Por otro lado, también participaba en todo tipo de actividades culturales y religiosas, tanto de la escuela de sus hijos, como de la ciudad. Pero, sin embargo,  hubo momentos de desaliento, donde demuestra una mujer su coraje, y tuvo que enfrentarse ella sola a la enfermedad de la vista de su hermano, dejando a sus hijos para ir de nuevo a Barcelona en varias ocasiones. O las diferentes operaciones, también de la vista, a las que fue sometido su marido. Para intentar quitar hierro al asunto, ya la llamaban “la doctora Barraquer”, pues casi que había vivido más operaciones que el afamado oftalmólogo.
    Estos años fueron pasando siempre con la idea de volver algún día a su querida Escalerilla, donde preparaban ya la casa que sus padres les dejaran y a la que volverían en 1992. Una vez en Lopera, con sus hijos ya mayores y colocados cada uno en su sitio, no dejó de luchar, pues le tocó hacerse cargo de su hermano, de su madre y, en ocasiones, de su suegra. Hasta de su primera nieta, a la que crió durante una temporada mientras su hija se ganaba la vida fuera de Lopera. Al mismo tiempo, nunca abandonó su dedicación a las actividades culturales y religiosas del pueblo, participando en todos los eventos que para las amas de casa se organizaban. Al mismo tiempo, acudía a las llamadas de sus hermandades de San Roque y las Hermanas de María y trabajaba desinteresadamente con el voluntariado social. Además, nunca perdió ocasión de viajar y conocer los más bellos rincones de España, en tantos y tantos viajes programados de los que participó.
     Se podría decir que fue como cualquier otra mujer forjada en el sacrifico de sacar adelante una familia y una casa, pero con una diferencia, la que marca la enfermedad que le acompañó durante los últimos trece años de su vida y con la que compaginó todo ello. Luchando año tras año, venciendo en unas ocasiones, desfalleciendo en otras, “ciclo tras ciclo” y operación tras operación. No hacía falta preguntarle cómo se encontraba porque su respuesta era pronta: “¡Yo estoy bien!”. Y salía de una y parecía que no había pasado nada; y salía de otra y lo mismo; y de otra; y de otra; y de otra… Hasta que ya no pudo ser más. Cuando en diciembre del año pasado le enseñaban una ecografía en tres dimensiones del nieto que estaba por nacer, ya decía: “¡A este no lo conozco yo”!, y nadie la creía, pero todos nos equivocábamos.
    María Ángeles Jiménez Soto, Angelita para todos los que la conocieron, fue una mujer llena de vitalidad, de coraje y valentía, que no cejaba ante ninguna adversidad,  siempre fue la primera que dio ánimos a todos cuantos la rodearon. Valgan estas líneas para darle un último abrazo, un último beso y un último adiós: ¡Siempre vivirás en nuestros corazones!
    Por tu hijo Rafael Huertas Jiménez.