Hasta siempre

Andrés Cristino Garrido de Baeza
“Descansa en ese cielo prometido”

Andrés Cristino, recientemente, moría en Andújar. Era un baezano afincado en la ciudad y con una biografía de entrega a los más pobres. Desde su responsabilidad al frente de Cáritas Interparroquial, este hombre afable y sencillo supo estar siempre al servicio de causas nobles.

    04 jul 2010 / 10:18 H.

    Se mantuvo en los momentos duros, sin importarle el ir y venir de quienes intentaron, sin conseguirlo, hacer de Cáritas una cadena de favores. Me descubrió un día su alma grande y generosa cuando, con lágrimas en los ojos, me contaba cómo querían poner en cuestión su entrega. Calló y siguió trabajando hasta que le llegó la hora.
    Es un ejemplo de cómo la jubilación sirve para lograr más tiempo de generosidad. Andrés Cristino lo hizo con los más pobres en Cáritas, en la residencia de Ancianos de la calle Oyerais, que bien pudiera llevar su nombre desde ahora.
    Lo hizo en la guardería y en la asociación Ágape-Betania con los transeúntes y lo hacía allá donde le solicitaban ayuda. Encontraba cada mañana su fuerza en la misa y era, en ella, donde encontraba el consuelo que le han negado casi hasta última hora los tecnócratas de la pobreza, tan alejados del auténtico espíritu del evangelio, aunque no tuvieron pudor en asistir a su entierro.  Supo rebajarse ante los caprichos y, si alguna vez tiró de la levita, fue para que no acabaran con el proyecto de la Iglesia con los pobres. Se puede decir que, al menos, mientras él estuvo y, pese a todo, no se ha cerrado un capítulo de las actividades para con los más desfavorecidos de la ciudad, como la guardería y la casa de ancianos.
    Cuando ya no está, me vuelve el recuerdo de su mujer e hijos. De sus horas de oración, de sus desvelos para que no acabaran plazos de ayudas de sus visitas a todos para crear la red.
    Andrés Cristino Garrido descansa ya en ese cielo prometido. Que tu entrega hasta el último día sea semilla para que no se cierren en Andújar las obras que mimaste con tanto decoro. Un día me dijiste extrañado que lo que más te dolía eran los golpes de la Iglesia, porque, al fin y al cabo, a los de la vida estabas acostumbrado. Esa fue tu lección aprendida con dolor.
    Hay mucha gente que lo ha querido y ha trabajado con él y que, sobre todo, lo ha alentado en esa tarea que tenía más como base a Jesucristo que muchos de sus administradores. Descansa en paz. En la Residencia de Ancianos tienes siempre una lámpara encendida en recuerdo y agradecimiento.
    Por Juan Rubio.


    José Rodríguez Fernández de Melón (Orense)
    Recordado comendador de la Queimada

    Decía Pablo Picasso: “Cuando se es joven se es joven para toda la vida”. Así, con esto, puso de manifiesto que el reloj que marca la edad biológica de nuestro cuerpo no siempre está sincronizado con el que señala la vitalidad de nuestro ánimo. Se ha dicho, y es cierto, que existen personas que llegan a cumplir los noventa años y siguen manteniendo intacta una pasión por vivir propia de la juventud, pasión de la que tanto nos ha hablado Federico Fellini en sus películas. Con los años, cada cual experimenta en sí mismo la diáspora de los sentidos. La memoria se desgrana y el recuerdo de los sabores, sobre todo, comienza un viaje casi iniciático, como una odisea sensual e inevitable, desde el paladar hasta la tierra prometida del estómago. Es entonces cuando asumimos que el paso del tiempo en nuestras vidas no es una cuenta atrás en un cronómetro mortífero y que el transcurrir de los años tiene mucho de racimo de uvas, de cestillo de cerezas o de orza de aceitunas aliñadas que vamos consumiendo sin importarnos el principio ni el final, atendiendo sólo a la pasión de saborearlas. ¡Qué próximo está sabor de saber! ¡Tan sólo a un tiro de vocal en la misma constelación de sensaciones!
    Morirse, tenemos que asumirlo, es una cosa más de las muchas que te pasan cuando vives, pero con la salvedad —insalvable— de que después que te has muerto ya no suelen pasarte muchas cosas más, al menos, en este paraíso perdido de la vida terrenal que los más agoreros y pusilánimes llaman valle de lágrimas.
    En estos días se nos ha muerto en el regazo de todos nuestros proyectos José Rodríguez Fernández, a punto de cumplir noventa y un años. Fue durante la última década el comendador decano de la Muy Ilustre y Noble Orden de los Caballeros de la Cuchara de Palo, y quien tenía la encomienda de oficiar la “queimada” con la que cada año recordamos a los amigos ausentes, en el colofón de la cena en honor de San Antón y de los galardonados con  los Premios Nacionales “Cuchara de Palo”. Como buen orensano, José Rodríguez, a quien todos dimos el venerable título de “nuestro abuelo” y él nos concedió el privilegio de adoptarnos como sus nietos, hacía gala de una extraordinaria “retranca gallega”, esa peculiar manera de afrontar con fino humor las vicisitudes que nos plantea la vida. Sabiéndose el responsable de oficiar la “queimada” cada año, ya octogenario, se desplazaba en su vehículo hasta Galicia y allí adquiría el mejor de los orujos gallegos para con él recordar a nuestros amigos. Aquel acto oficiado por él tenía mucho de liturgia sincera, porque José Rodríguez, ilustre abuelo de la Orden de la Cuchara de Palo, era tan auténtico como la tierra, tan claro como el agua, tan transparente como el aire y tan entrañablemente indomable como el fuego que él hacía brotar del orujo.
    José Rodríguez, el “abuelo de la Toja”, como cariñosamente era conocido, fue colono de la séptima generación de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena desde que, al comienzo de la década de los pasados años setenta, se vino con su esposa Fina desde su pueblo natal de Melón, en Orense, a La Carolina. Buscaba otros horizontes más propicios en los que ganarse la vida, y habiéndole dado durante casi cuatro décadas vida a unos nuevos horizontes, hoy hechos realidad en una notable saga de carolinenses, personalizados en su hijo José María. Este último es el forjador del grupo de empresas La Toja y maestre vicepresidente de la Orden de la Cuchara. También son de esa saga sus nietas Cristina, Pilar, Mari Carmen y Carolina, su nieto José María  y sus varios bisnietos… y, por qué no, en todos aquellos que compartimos con él el pan y el vino como hermanos en innumerables viajes y muchas comidas de la Orden.
    Desde aquí imploro el final del conjuro de la “queimada” con el que él abogaba por la amistad: “Forzas do ar, terra, mar e lume, a vós fago esta chamada: si e verdade que tendes máis poder que a humana xente, aquí e agora, facede que os espíritos dos amigos que están fóra, participen con nós desta Queimada.”  Sin lugar a dudas sin ti, nuestro apreciado “abuelo”, las “queimadas” de la Cuchara de Palo no serán lo mismo, pero seguiremos adivinando la tierra de tu autenticidad en el barro donde hacías arder el aguardiente gallego. Seguiremos presintiendo el aire de tu sonrisa de gallego socarrón, seguiremos mirando en el agua la claridad sin dobleces de tu personalidad y, en el fuego del orujo, adivinaremos que no te has ido del todo, porque cuando se está vivo, se está vivo para siempre en el recuerdo y en el ánimo de los que tanto te hemos apreciado y te respetamos. Fiel a tu deseo no te enviamos flores el día que volviste a la tierra, pero no ha de faltar el vino en el día próximo en que constatemos que no te has ido del todo. Y alguien habrá que como tú diga: ¡Qué carallo, pues que llenen!
    Por José María Suárez Gallego, maestre prior de la Orden de la Cuchara de Palo.

    ANTONIO GONZáLEz rivillas de Marmolejo
    Su familia fue siempre su prioridad

    Antonio González, que falleció recientemente, se dedicó, durante toda la vida, a la agricultura. Lo hizo en el municipio de Marmolejo. Allí eran más que conocidos sus productos. De hecho, se convirtió en un referente en este ámbito gracias a su gran dedicación.
    El pasado 20 de mayo,  Antonio González dejó de estar entre nosotros, pero sus familiares, todavía, viven como si esto no hubiera sucedido. Les cuesta hacerse a la idea de que no lo verán, sobre todo, por el cariño y la entrega que siempre les ofreció. De hecho, siempre está muy presente en la mente de todos ellos. Sus sabios consejos, su calma para afrontar cualquier situación y su presencia cercana lo convirtieron en el guía de la familia.
    Antonio era un hombre muy conocido en Marmolejo por su trayectoria comercial. Tuvo, además, un apodo, “el Pepinero”, como lo llamaban muchas personas.
    Agricultor de profesión, trató en todo momento de valorar la familia antes que cualquier otra cosa. Era su prioridad.
    Antonio y Juan, dos de sus hijos, han querido continuar la labor de su padre con el único objetivo de que no quede en nada todo el esfuerzo que él realizó.
    Antonio era familiar, amigo de sus amigos y muy profesional en su trabajo, de ahí que aunque nos ha dejado, su gente y vecinos de Marmolejo aun lo recuerden, y expresen su labor en esta vida, siendo ejemplo para muchas de las personas que conocía. Su familia destaca que “el Pepinero” fue capaz de marcar las líneas de su vida. Sobre todo, destacó por sus valores. El amor, la comprensión, la educación y la obligación fueron sus banderas y se las traspasó a sus hijos.  Gracias a sus consejos, su familia le pone sentido en todo momento a las cosas que pasan durante la vida.
    Por Emilio Jesús Lozano.

    Hipólita aguilera carrillo de Alcalá la Real
    “Fui agraciado con su amistad desde mi juventud”

    No sé lo que me pasa con algunas personas, pero siento una atracción especial por este tipo de mujeres sin que las hubiera conocido a fondo. Sólo por el simple hecho de toparme con ellas en la calle, en un recinto cerrado o un encontronazo de la vida diaria. No es el caso de Hipólita Aguilera Carrillo, porque he sido agraciado con la amistad de todo su entorno familiar, que me ha acercado, desde mis años mozos, a conocer a esta persona y reconocer los muchos valores que Hipólita me fue descubriendo a lo largo de su vida.
    Acercarse a esta mujer era sencillo, y hasta agradable, porque siempre denotaba una sana alegría que transmitía a cualquier persona o allegado que tuviera la suerte de entablar una conversación con ella. Era el mejor antídoto para personas decaídas y  el mayor impulso para afrontar cualquier infortunio, lo mismo que siempre me ocurre cuando entablo una amable conversación con sus hijas o hijos. Como un acto de reciprocidad, la afabilidad, la empatía y un sano afecto han heredado todos sus hijos y, cuando los saludo, son un claro reflejo de una excepcional madre. Ella ha sido prototipo de las esencias del mundo rural alcalaíno, pues sus padres habían nacido en las tierras de las Caserías.
    Así, Hipólita Aguilera Carrillo nos recordaba a esa antigua familia de labradores alcalaínos que había nacido en un entorno de esfuerzo natural con unas tierras con las que se enfrentan diariamente, pero que les proporcionaban el sustento básico. Formaba parte de una familia que ascendía con el esfuerzo de su trabajo, alargaba su estancia terrenal  y cincelaba la salud por la buena conjugación que tenía con la naturaleza. Recuerdo a su hermano Bonifacio, y era una foto similar de su tipo espigado, pero fuerte como el hierro, generoso como el maná veterotestamentario y apasionado por las vivencias religiosas del campesino aldeano, que, últimamente, está disfrutando de la gracia de la visita de su patrona a todas las aldeas.
    Hipólita, como su hermano, era persona muy religiosa que lo ponía todo en manos de su Señora de los Cigarrones, como sus hijos, sus alegrías, sus achaques, sus deseos y sus penas. (¡Qué pocas manifestaba por su singular optimismo!). Se desvivía por todos sus hijos, tenía las manos rotas por cada uno de ellos.
    A sus noventa y un años, mantenía una lucidez  digna de encomio para reflejar el más intenso cariño hasta el último biznieto. Pero, no era sólo cariño lo que transmitía sino ilusión coparticipando de cada uno de sus miembros —cuatro hijos y doce nietos—,  en todos sus progresos personales y familiares e influía en la dimensión ética del ser y actuar con honradez y en la relación con estas personas.
    Me decía un hijo suyo que tenía una profunda fe cristiana y que tener fe es lo más importante. Me añadía: “Esa fe renovada actualmente le reafirmaba en que el amor que les había dado no podía morir nunca”. Lo pude comprobar, pues esta mujer, como un ancla se había aferrado a esta virtud cardinal que le había aportado la mayor quietud y tranquilidad personal, lo que había transmitido a los suyos y, seguro, puedo afirmar que no quieren que se les disipe como un simple recuerdo o un vago sentimiento, porque ha sido la mayor parte de la  herencia que han recibido de su madre.
    Cuando subo la calle Lecheros, donde pasó los últimos años, siempre miro el balcón de su casa, pues me falta la sonrisa de una mujer que siempre me despertaba la alegría y me revivía ese amor filial inconmensurable que derrochaba por todos los suyos. No podía esperarse mucho más de la esencia de una descendiente de las matronas alcalaínas de nuestro mundo rural. Cuando murió comprendí que algo tuvo esa fe en su Patrona, la que visitaba todos los días que podía.
    Por Francisco Martín.

    FELIPE CABRERA MARTíNEZ de Villanueva del Arzobispo
    Un artesano de la forja y de la fragua

    En los últimos días del pasado mes de junio se cumplió el tercer aniversario del fallecimiento de Felipe Cabrera Martínez: Su vida se sesgó, cuando tenía 69 años, como consecuencia  de un infarto de miocardio.
    Felipe Cabrera, de Villanueva del Arzobispo, era soltero y, desde hacía varios años, disfrutaba de una merecida jubilación.
    Durante toda su vida, trabajó en un taller de herrería y forja de ámbito familiar. Allí empezó cuando era todavía un niño. De esta manera compaginaba las tareas del colegio con el trabajo.
    Felipe Cabrera aprendió el oficio poco a poco. Cuando terminó sus estudios, entró de lleno a trabajar en el taller. Allí estaba con su padre, Alfonso, ya fallecido también, y su hermano José. Su padre le enseñó todos los secretos del oficio, y con él aprendió a cuidar los detalles para que todo estuviese perfecto. 
    En los últimos años, antes de jubilarse, estuvo con su hermano y su sobrino Alfonso, que también sigue la estela de su tío y su padre. Con el paso del tiempo, Felipe Cabrera se convirtió en un maestro de la forja y la fragua, un oficio que, prácticamente, ya está extinguido.
    Además, hacía trabajos para los aperos agrícolas, arados y ubios, entre otros. Los años pasaban y se tuvo que adaptar a las exigencias de lo que demandaban sus clientes, como tratar el hierro o el aluminio. Sus trabajos han quedado en las poblaciones de las cuatro villas, ya que esta empresa es conocida y tiene renombre en la zona.
    Felipe Serrano era un amante del mundo taurino. Le gustaban mucho los toros. Era un apasionado de “El Cordobés” , y hacía sus escapadas a muchas de las plazas de la provincia para de los festejos taurinos. En los últimos años, también se aficionó al mundo del fútbol. Siempre apoyó al Real Madrid.
    Por Juan José Fernández.