Hasta siempre
Francisco Fernández Jódar de Canena
La mayoría lo recuerdan detrás de la ventanilla del quiosco desde donde surtía de golosinas y cromos de fútbol a los niños que, antes de irse a casa después del colegio, se pasaban por El Palo. Sus sobrinas, Pepi, Juani, Jone y Nuria, tampoco desaprovechaban la ventaja de tener un tito quiosquero.

¡Cuántos polos gratis! Daba gusto oír después de comer: “Niña, toma la llave y tráete una barra de helado”. Cuando no estaba él, era el abuelo el que dejaba que abrieran todos los botes de gominolas y se llenaran la boca, aunque luego pasaba la cuenta de todo lo que se comían a sus madres. Desde entonces, el olor a periódico y azúcar hay que asociarlos, inevitablemente, a ellos. Lo mismo pasa con su fortísima colonia. El tito Paco era el más generoso, el que más paga daba y no escatimaba en regalos. Cuando se fue, hace ya seis años, dejó un álbum casi completo para conseguirle a Juan el coche teledirigido del Marca. Tampoco le molestaba cuando él y Luci se apoderaban de su silla para jugar. ¡Cuánto habría querido a Alba si hubiera llegado a conocerla! Porque sus sobrinas se sentían queridas. Y sus hermanos, Mercedes y Bartolo, a los que tantos quebraderos de cabeza dio con sus ansias de libertad cuando lo que lo limitaba era su cuerpo. Quienes tuvieron la suerte de conocerlo en “sus tiempos mozos”, lo recuerdan como juerguista y nadie puede negar que era (¿un poco?) tozudo. Salvaba las dificultades con decisión y buen humor, a excepción de las derrotas del Barça. Aprovechó lo que tuvo y quienes le rodeaban disfrutaron de él. ¡Si viera qué han hecho con “Los viejos”, su templo! Mucha gente le echa de menos. Quien pase por El Palo y recuerde que ahí había un quiosco, se acuerda, seguro, de él.
Tu familia.
Joaquín Pérez Laguna, un corazón tierno, sencillo, bondadoso, amable y un hombre comprensivo
He tenido el privilegio de haber sido uno de tus tres hijos durante casi 55 años. El 15 de diciembre de 1995, en su Brisa de la Alameda, Vica esbozaba un retrato entrañable de “aquel muchacho más bien pequeñito y de escasos kilos que bajo los palos era un felino”; y concluía con un remate que ha entrado por la escuadra: “El fútbol seguirá siendo su pasión y el Real Jaén su equipo mientras el cuerpo aguante”. Su cuerpo aguantó 13 años más. Mi hermano Alfonso perseveró para bajarlo a “la Victoria”. El último partido de 2008. Su última tarde de fútbol. Al menos, no hemos perdido. La resignación del último de la “Quinta de Antoñete”. Sentía tanto a su equipo que nunca nadie derramó tanta lágrima de alegría. Ni siquiera reuniendo a todos los aficionados en toda la historia. Lloraba no sólo por un gol; una triangulación, un auto-pase o un tiro al travesaño bastaban para que sus ojos se inundasen de lágrimas. La apoteosis llegó con los dos últimos ascensos.
Décadas antes, organizaba excursiones entre empleados y amigos. Les inyectaba una ilusión tan desbordante que faltaban plazas. El ambiente durante los viajes, íntimo de familiar, compensaba la dureza del camino. Hizo “de todo”, recordaba. Nació en 1921. De niño, se cambió de colegio en Arjona sin saberlo su padre —de él heredó su carácter polifacético— para poder jugar al fútbol en el patio… Pronto se decantó por la portería, exhibiendo una extraordinaria agilidad y rapidez de reflejos. Fue “director de orquesta”… en “Ventanilla” (Banesto, 1948). Su trato con el cliente era una sinfonía de humanidad, honradez, lealtad, amabilidad, diligencia, nobleza, corrección y cercanía. Antes, había pasado por el Frente de Juventudes (jefe de cocina); y por el Sindicato del Olivo. Fue difícil encontrarle sustituto cuando se trasladó a Córdoba (1969). De él te podías fiar plenamente. Hasta para tirar un penalti: “¡Que lo tire Pérez! Jamás te defraudaba. Medio Jaén lo conocía. Salir con mis padres de paseo era cansarse de tantas paradas, saludos y atenciones.
Los bombardeos en la Guerra Civil desplazaron a su familia a Andújar. Después, se instalaron en Jaén. En la calle Salido, en el palacete de Manolito Ruiz, vivieron como refugiados. En 1943, Antoñete le presentó a Maruja, quien, siete años después, sería su esposa querida (“Mi Maruja querida, mi mujer preferida, la mujer que yo más quiero”, me dijo una semana antes de morir. Con 38,9 de fiebre.) Casi 59 años de matrimonio. Una familia unida en la fe cristiana. Aprendió, con Jesús, que una familia dividida no puede subsistir.
En los 40 y la primera mitad de los 50, el deporte fue su otra pasión. “He practicado todos los deportes: baloncesto, fútbol, atletismo (longitud, altura, velocidad, medio fondo… He competido en toda España: en Vigo, en Gijón, en Barcelona…”). Lo vemos en una selección de baloncesto de Jaén (1947), difundida en internet (“Jaén en sepia II”, en posesión del balón). Su vida deportiva en una foto. También cultivó el teatro: fue actor en la compañía de aficionados del Imperio Azul. Una reseña de JAEN de la época acredita que interpretó en el Teatro Cervantes el papel de corregidor en El huésped del Sevillano. Una patada “a mala leche” en el pecho mientras sujetaba el balón, en el campo del Linares, lo retiró del fútbol, y le provocó una alergia a esa ciudad y a su equipo de por vida.
En el dominó fue un artista. En “Caza y Pesca” se lo rifaban para formar pareja. Le entusiasmaba hasta perder la noción del tiempo. Por fortuna, en casa le esperaba mi madre, un epítome de prudencia, comprensión, talento y discreción. Pero los ingresos de un empleado de banca eran escasos. Así, en sus “ratos libres”, vendía mantecados de Estepa (“María Auxiliadora”). Y más tarde, la “venta de oros”. Creo que aún hay gente en Jaén que le debe dinero… Supo ganarse la vida honradamente.
Él y mi madre nos transmitieron el sentido religioso de sus vidas. Si para entrar en el Reino de Dios hay que ser como un niño, hacía mucho tiempo que el Señor le tenía dispuesta una amplia estancia, porque un corazón sencillo, bondadoso, tierno, pacífico y abierto al Padre nunca abandona la niñez. Era feliz con cualquier pequeño detalle. Sus carcajadas eran una explosión de vida. Lloraba de felicidad cuando nos sentía reunidos —su esposa, sus hijos con sus esposas, sus nietos…—. Y se derrumbaba ante el más leve contratiempo. Con mi padre, ya está la alineación completa que hará las delicias en el Cielo: Pérez, Buitrago, Tamayo, Moreno, Morenito, Eugenio, Carmona, Vázquez, Horna, Aguilar y Antoñete.
Papá, nunca me atreví a confesarte, con la frecuencia que yo deseaba, cuánto te quería. Ya has hecho tu camino de regreso. Discúlpame desde tu estancia eterna. Allí junto al Señor. Joaquín Pérez Rosa.
Natalia Jiménez Moya de Jaén
Luchó por su familia y sus seres queridos Era una mujer buena. Así la describen todos los que la conocieron. Luchó por los suyos y, en ello, se le iba la vida. Natalia Jiménez Moya se marchó, el pasado 13 de enero, después de sufrir una terrible enfermedad. Tenía 82 años y, detrás de sus arrugas y otras marcas de su edad, se podía vislumbrar la bondad de una mujer que fue honesta.
Como muchos niños en aquella época, conoció los horrores de la Guerra Civil, aunque fue afortunada. Su madre fue cocinera en un hospicio de La Guardia, gracias a esto, nunca pasó hambre. Allí pasó los tres años de la contienda, pero, cuando acabó, volvió a su Jaén natal. Aquí residía en el barrio de La Guita.
Se casó, como muchas mujeres en aquella época, pero, su matrimonio no salió bien y tuvo el valor de separarse. Era valiente y ella sola se bastó para sacar adelante a sus cinco hijos: María Teresa, Emilio, Natalia, María Ángeles y Miguel Ángel.
Heredó de su madre el placer por la cocina y siempre trabajó en bares y restaurantes. En sus ratos libres, disfrutaba con el punto de cruz y con los programas de entretenimiento de la televisión.
Durante su vida hizo muchas cosas bien, pero sus nietas siempre recordarán la lección que entendieron cuando ya fueran adultas. Les enseñó a defenderse y a luchar por lo que querían y, también, a cómo llevar una casa. Esto, cuando eran niñas, lo veían como una regañina. Sólo cuando crecieron se dieron cuenta de la razón que llevaba. No en vano, sus nietas Vanesa, María Teresa y Natalia crecieron con ella, que les enseñó cómo hacer una mantelería. Pasan los días, pero no por ello se van los recuerdos ni el amor. Tus nietas.
Joaquín Martínez Corrales de Andújar
Un empresario sensibilizado con su tradición El nuevo año trajo la pérdida de Joaquín Martínez Corrales, aunque su recuerdo perdurará. Un hombre marcado por el trabajo, la honradez y la familia. Nacido en 1927, pertenecía a una de las generaciones que les tocó vivir el horror de la guerra, siendo niño, y la de la posguerra, siendo adolescente, y años duros, muy duros, siendo joven. Después de aprender lo básico en la escuela del maestro Sabariego, alternaba las clases con el trabajo en la carpintería de su abuelo. Muy pronto se dedicó al comercio del cereal y de ganado desde la lejana Galicia. En 1947, junto a sus hermanos Eufrasio y Manuel, funda la Sociedad Regular Colectiva Hermanos Martínez Corrales, que se identificó con la marca “Los Gatos”, una firma pionera en conservas vegetales, aderezo de aceitunas y platos cocinados. La primera casa se ubicó junto al Arco de Capuchinos para trasladarse, después, al camino de la Vega, junto al polígono de la Fundición, lugar donde perviven los muros de la vieja fábrica. Los productos de “Los Gatos” llegaban a todos los rincones de España y destacaron como mayoristas Ruiz Mateos y Benito Villamaría, el que fue presidente del Real Betis, con el que Joaquín hizo amistad. “Los Gatos” llegaron a tener, en las décadas de los cincuenta y sesenta, unos mil trabajadores vinculados a la industria conservera. Una vida empresarial larga hasta 1976. Casado con Carmen Martínez, el matrimonio tuvo cuatro hijos: Manuel, María Rosa, Eugenio y Joaquín, que heredaron todo lo bueno de su padre. Joaquín llegó a conocer a seis nietos. Se fue un hombre sencillo, que le gustaba pasar el rato con sus amigos en la Peña. Un hombre sensibilizado con las cosas, las tradiciones de su pueblo. Juan Vicente Córcoles.
Juan Almagro Escabias, “Manzano”, fue una persona activa y un apasionado de la música
El pasado 27 de enero, al finalizar las últimas luces del día, nos dejaba Juan Almagro Escabias, “Manzano”, a los setenta y ocho años. La cultura musical y folclórica valdepeñera perdió a un gran hombre, que hizo alarde de una condición humana inigualable. Qué difícil es escribir el recordatorio de un amigo. Me siento ante el teclado y no me sale nada, la inmensidad de recuerdos me inundan, pero no soy capaz de ordenarlos. La emoción me invade. Conocía a Juan Almagro por su trayectoria musical, aunque mi cercanía con él, se produjo en 1981, cuando yo trabajaba en el Centro de Día de Mayores. Juan Almagro propuso la fundación de una rondalla en el centro sin ánimo de lucro. Le apoyaron algunos músicos ya jubilados y otros aficionados.
Muy pronto, Juan Almagro Escabias comenzó a actuar en todos los actos del centro y en otros centros de día de mayores de la provincia. Llevó por bandera la recuperación del folclore de Valdepeñas. Más tarde, se incorporaron muchos músicos. Su proyecto musical dio la vuelta a España. Fueron solicitados para representar a los mayores en numerosos lugares, como Cádiz, Sevilla, Jaén o Madrid. Fue el primer grupo de mayores de Andalucía que grabó un CD con el folclore valdepeñero.
Su carácter bonachón, su buena voluntad y disposición fueron siempre su tarjeta de presentación. En 28 años, nunca le noté un enfado ni un mal gesto. En lo social fue un hombre honesto y colaborador. En el Centro de Día de Mayores formó parte de numerosas juntas de gobierno. Ostentó varios cargos, como el de presidente.
Juan Almagro Escabias fue hijo único y se casó muy joven con Francisca Martínez Milla, el amor de su vida, la mujer a la que ha querido mucho. De eso también fue testigo. Se le llenaba la boca de elogios hacia ella y Francisca le correspondía. Tuvieron cuatro hijos: Isabel, Dolores, Juan y Antonio. Los adoraba, igual que a sus nietos. Era un hombre de familia. Cuánto les quería a todos. Vivió por y para ellos. La última Navidad —estando tan enfermo— consiguió reunir a su familia, a pesar de que su hija Dolores vive en Valencia. Dios quiso que estuvieran juntos por última vez para despedirse de ellos. Juan y Francisca fueron un ejemplo a seguir: cuidaron de sus padres. Así, la madre de Juan falleció a los 78 años (igual que él). Su padre Antoñico “Manzano” vivió hasta los 91 años, siempre con ellos, igual que su tío Gregorio. Con esto, quiero decir que fueron muy acogedores con los que los necesitaban. Siempre demostraron una calidad humana digna de elogio. Juan, desde el Centro de Día de Mayores, estarás siempre en mi recuerdo, bastante más allá de las lágrimas derramadas en el último adiós que todos te dimos en el cementerio. Veintiocho años son muchos y es muy largo el camino que recorrimos juntos. Dejas muchos amigos y así te lo demostraron el día de tu sepelio. La iglesia y la plaza se quedaron pequeños para albergar a todas las personas que acudieron a darte su último adiós. Descansa en paz, amigo. Juan Antonio Cabrera.
Felipe Rodríguez Sicilia de Villanueva de la Reina
“Cuánta educación y respeto nos enseñaste” Es increíble cómo va pasando el tiempo. Te fuiste despacito, sin ruido, sin quejas, sin llamar la atención, te fuiste como habías vivido: con sencillez, con dignidad, con dulzura. Tu huella sigue presente en mi vida. Sigo viéndote día a día llegar del campo, con tu yunta trayéndome cualquier tesoro que habías encontrado para mí: una muestra de las olivas que ese año iban a tener buena cosecha, unos garbanzos verdes para probarlos… pero, si algo me llenaba de felicidad, era la atención que me prestabas. Sin descanso, sin quejas, con alegría, nos sentábamos en la mesa camilla y, mientras te tomabas tu “ligaílla”, me enseñabas a leer, a repasar la lección para el día siguiente. Qué hermoso era escuchar contigo la radio, el concurso de saetas, el flamenco, las noticias. Las tardes de los domingos, siempre había alguna vecina que necesitaba una chapuza. Allá que iba yo contigo de ayudante, “niña, alicates, el destornillador”. Nunca te agradeceré bastante la confianza que depositaste en mí: “Niña, ya que te han dado la beca, vamos a probar a que estudies”. Y luego dicen que la cultura sólo la tienen quienes tienen título, nada más lejos de la realidad, siempre presumo de un padre que dejó la escuela a los once años para ponerse a trabajar para su familia y, sin embargo, tuvo la lucidez de luchar para que sus hijos tuvieran una vida mejor. Qué orgulloso estabas cuando llegaban las notas y la beca seguía. Cuánta educación, cuánto respeto a los demás nos has enseñado sin discursos, sin levantar nunca la mano, sin reproches, sólo con tu ejemplo. Me queda la duda de si habré sabido responder a tanta generosidad, pero puedes estar seguro donde estés (quizá nos mires desde alguna estrella) que intentaré dejarle a mis hijos la misma herencia humana que tú has dejado en mí, te lo debo. Lola Rodríguez López