Hasta siempre

Pedro Monje Larade Lopera
Un artista universal

El 4 de febrero se cumplirá el primer aniversario de la muerte en Valladolid del artista Pedro Monje Lara. Se fue una persona de una calidad humana excelente, humilde y de gran sensibilidad, que nos dejó una amplia obra de pinturas, cerámicas y esculturas repartidas por todo el territorio nacional en museos, colegios y colecciones particulares.

    27 ene 2013 / 09:53 H.

    A los loperanos nos regaló una parte muy importante de su obra. Siempre la llevaremos con orgullo en lo más profundo de nuestros corazones simbolizados con pinturas, cerámicas y con las esculturas en bronce del Cavaor y de los Emigrantes. Ambas son dos símbolos para la cultura loperana.
    El 31 de enero, el pleno de Lopera le reconocerá su trabajo, su legado, su aportación al mundo de las artes plásticas y su compromiso y amor por Lopera, nombrándolo Hijo Predilecto de la Villa de Lopera. Ya se trabaja para acondicionar la Tercia Alta, lugar donde, por expreso deseo suyo y de su querida esposa Luisi, se instalará parte de su obra en lo que será el futuro Museo de Pedro Monje, una cita ineludible para los amantes de las artes plásticas que visiten la noble villa de Lopera. Pedro Monje dejó para la posteridad una poesía que dedicó a las dos palmeras que había en el rincón de la Plaza Mayor de Lopera y que dice así:
    “Dos palmeras de mi infancia
    a las cuales yo recuerdo,
    amándose siempre unidas
    en la plaza de mi pueblo.
    Testigos de borracheras
    de entierros y procesiones
    de jornaleros parados,
    de risas y de canciones.
    Como un feliz matrimonio
    el amor se arrullaban
    en tardes frías de invierno
    en noches de luna clara.
    Un día, yo me fui…
    y a las palmeras dejaba
    envueltas en el frenesí
    que de su belleza brotaba.
    Lejos de mi pueblo blanco,
    su paisaje recordaba
    como un símbolo de amor,
    de unidad y de esperanza.
    Otro día, yo volví…
    y las palmeras ¡ya no estaban!
    La plaza se volvió gris
    y las paredes lloraban.
    Alguien cortó las raíces
    sin pensar que así mataba,
    aquellos días felices
    de mi niñez recordada”.

    Por José Luis Pantoja.

    Ana de la Chica Serrano de Jaén
    Tanto atrás has dejado, mi querida esposa

    Mi querida y eterna esposa Ana, desde esta, tu antigua casa terrenal, te escribo con el corazón partido recordando que hace un año que nos dejaste para siempre a tu hijo y a mí para irte al paraíso que tienes merecido desde que naciste.
    No fuiste agraciada aquí en la tierra con el don de la segunda oportunidad, esa que el Altísimo confía a tantas personas que pasan por este mundo, bien con tu misma enfermedad, bien con otras situaciones de peligro mortal haciéndolas volver de nuevo a la vida, a esta que tan solo conocemos de momento. Tú, por desgracia, no has sido elegida para ello y no le han servido para nada a la Divina Providencia nuestras angustiosas súplicas y oraciones, las que le hemos ofrecido en vida para tu curación, prefiriendo, al igual que lo hizo con su único Hijo, tu sacrificio en forma de atormentados dolores y sufrimientos y al que tú siempre le regalabas una sonrisa sin medida.
    Tampoco te ha valido la hermosa frase de la Biblia que dice “pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá”, a la que tanto he acudido y creído desde el primer momento en que conocí tu maldita enfermedad. Nadie nos ha oído ni escuchado y se ha cumplido tajantemente en ti una parte del Padrenuestro que dice: “Hágase tu voluntad”. Eso sí, solo la Suya y sin saber nunca el porqué.
    Atrás quedan para siempre nuestras ilusiones compartidas, nuestros besos y abrazos, tus deseadas caricias, nuestras amargas despedidas, los domingos por la tarde, cuando partías a tu trabajo fuera de casa, las largas conversaciones en aquellos paseos por el campo y ciudad hablando de nuestro futuro y de lo felices que íbamos a ser junto a nuestro querido hijo —“siempre, los tres”, era la frase que siempre pregonabas al aire y a todo el mundo que nos paraba y que les repetías incansablemente con tu exquisita y cuidada gracia—. Atrás pues ha quedado “toda una vida por delante”.
    Atrás y para siempre han quedado también tus enormes ganas de poder ver crecer y educar a nuestro hijo Daniel. Como maestra que eras, te preocupabas por enseñarle e inculcarle valores, normas y actitudes de vida, los únicos conocimientos que no pueden aprenderse en una escuela y deben de nacer de la vida diaria, de la entrega, generosidad y de la constante educación de nuestras conciencias, como tú bien sabías hacerlo.
    Atrás quedan las clases y pupitres por donde has pasado enseñando vida a todas tus alumnas y alumnos y que han roto a llorar desconsoladamente al conocer por mi boca la triste noticia de tu fallecimiento. Créeme que me ha sido muy difícil en estas Navidades el poder seguir hablando por teléfono con algunas alumnas tuyas que desconocían todavía tu fatal desenlace y a las que yo, con voz quebradiza y entrecortada, tenía que darles la pésima noticia.
    Adelante caminará tu hijo al que debo por encima de todo inculcarle tus mismos valores y ganas de vivir que tú tenías. Con paso firme se formará y, ojalá, sea algún día tu misma imagen de vida y alegría. Es la semilla de tu vida. Es tu presencia imborrable en este mundo terrenal y espejo donde tendré que mirarme todos los días hasta que tú me recibas allí arriba. Tu hijo, al que mimaré, educaré como tú querías y que nació de nuestro infinito cariño y de tu ternura más admirable.

    Por Justo Ángel Carrasco Marcos.


    Dolores Ruiz Ardoy de Villanueva del Arzobispo
    Era especial

    El 15 de enero, nos abandonaba Dolores Ruiz Ardoy, una ciudadana de Villanueva del Arzobispo, a la que todo el mundo conocía como Lola, la madre de los pintores “Los Chocolates”. Tenía 80 años cuando falleció. Hubiese cumplido 81 en febrero. Llevaba viuda unos diez años. Tenía cinco hijos: Juan, Matías, José Antonio, María Dolores y Francisco Javier y, además, once nietos y dos biznietos. Era una mujer muy abierta y querida por sus vecinos, pues siempre llevaba la risa en su boca. Era bromista y amiga de todo el mundo. Esto se vio plasmado el día de su funeral de entierro. La parroquia de San Andrés, de Villanueva del Arzobispo, se quedó pequeña para la cantidad de vecinos que se acercaron a acompañar a sus familiares y darle el último adiós.
    Era una mujer muy familiar y nunca tenía pereza a la hora de hacer algo o contar con ella. Si sus nietos le pedían algo en especial, como es el caso de alguna comida, llámese unas migas, unos roscos, o lo que fuera, allí estaba Lola para complacerlos. Le gustaba mucho mantener las tradiciones. En Carnaval, siempre estaba dispuesta a enfundarse una máscara y disfrutar como otro ciudadano. Incluso nos dijo su hija: “Durante la pasada Nochevieja, cuando estábamos toda la familia en plena celebración, cogió y se disfrazó sorprendiéndonos a todos”. Se quedó con la ilusión de participar, un año más, en las luminarias por san Antón, pues tenía previsto colaborar con la que hacía la cofradía del Prendimiento, que, por su fallecimiento, se suspendió este año.
    En cualquier celebración, siempre era la primera para bailar o lo que le pidieran. Le gustaba mucho viajar y han sido muchos los viajes que realizó por el territorio nacional, muchos de ellos, con la hermandad de San Blas de la ciudad. Era una amante de la fiesta nacional y de los programas televisivos, como “Todo tiene arreglo” y “Sálvame”. A este último, asistió como público en septiembre. El 19 de febrero, se oficiará una misa de funeral, a las siete de la tarde, en la parroquia de San Andrés Apóstol. Por Juan José Fernández.

    DOROTEO HIDALGO PÉREZ de Alcalá la Real
    Un amante del violín y de la vida

    Hay personajes alcalaínos que se merecerían una novela, y no de simple ficción, sino de realismo puro y duro. Paso, pues, por alto la ingratitud de cierto crítico espontáneo y analfabeto que identificó con los “reality show” la vida de algunas de estas personas, comentándolas a la ligera y tachando su historia de novela de ficción urbana, simplemente, para denigrar al adversario y, así, evadir su sentimiento de culpa. En Alcalá la Real abundaron estos personajes de vida intensa y novelesca, como Pepe Ibáñez, Manuel y Agustín Linares, Francisco Vela León, Adolfo Díaz o Pedro Gálvez. Son personas que aprendieron las primeras letras en las escuelas de los maestros garroteros de las aldeas o del casco urbano de Alcalá la Real. Se forjaron en lides guerreras (primero los hicieron en tierras africanas, con el desastre de Annual y, luego, en las filas de la Guerra Civil). A pesar de su entrega en la lozana juventud, dieron, en muchos casos, con sus carnes en cárceles y en campos de concentración; purgaron sus presuntas culpas de luchar por la República en los batallones de trabajo y, curtidos con un bagaje cultural de introducción básica a profesiones artesanas o administrativas, ejercieron puestos de trabajo y cargos administrativos desde peón hasta llegar a las más altas cotas que podía aspirar un proscrito por el régimen.
    Eran y fueron autodidactas en su formación, en su aprendizaje profesional y en el ejercicio de sus relaciones laborales, pero aprovecharon los más oscuros rincones recónditos para adquirir la cultura básica del álgebra, el dominio de la gramática castellana y las bases teóricas de la contabilidad. Unos lo hicieron en las celdas de cárceles y, otros, en las literas de las amplias salas frías de los campos de concentración. Los hubo que aprovecharon las teóricas del horario de milicia. Estos personajes habían nacido en el ambiente rural, pero venían marcados con un sino artístico. Por eso, abundan poetas populares —incluso los hay que hacen pinitos de atrevidos quintetos y algún que otro soneto—, pintores —he encontrado muchos dibujos inspirados en personajes de tebeos— y , sobre todo, abundan los músicos aficionados. Era la música su tubo de escape a la presión que se veían sometidos.
    Si tuviéramos que concretizar todo esto en una persona, no hay duda de que Doroteo Hidalgo Pérez es el soldado que encuadra en tierras republicanas, sufre el duro trabajo de los batallones franquistas de Málaga y adquirió un dominio musical del violín que lo distinguió, hasta los años setenta del siglo XX, por muchos rincones de la comarca alcalaína. Nacido en Jamilena,  residió durante muchos años en Charilla. Su radio de acción se extendió en todo su derredor aldeano y se hizo célebre por su acompañamiento orquestal en los bailes del candil. Formó parte de las Orquestas de Ferreira —que fue quien le enseñó el arte del violín—, Isabelita “la Ciega” y José “El Molinero” en su aldea y la del alcalaíno Andrés el Ciego, con las que los alcalaínos iniciaban, en invierno, el rito del enamoramiento dentro de las plantas bajas de los cortijos, o en las eras al descubierto por la primavera y el estío. Tras la guerra, con Revelles. En 1946, con eso de que “pasas más hambre que un músico”, se dedicó a la agricultura y a ser recovero de muchos rincones de la Alcalá rural.  Pero aquella inquietud y dotes de mando que había adquirido en las contiendas reverdeció, siendo ya maduro, en experiencias empresariales cuando entró en las filas laborales de la Cooperativa San José Artesano o en la metalística Demansa. Pero, entre números y contabilidades, nunca Doroteo olvidaba el violín, pues aprovechaba los momentos de convivencia familiar y las fiestas de sus nietos para llenar el ambiente con el viento agradable de las notas musicales de un instrumento de cuerda que dominaba como nadie. Ya, en sus últimos años, Doroteo se hizo conferenciante, no ocultó su pasado ni sus conocimientos artísticos a nadie, expandió su callada cultura con la edición de un disco musical de los cantes y bailes que se remontaban a las crónicas de María del Pilar Contreras. Estaba orgulloso de haber compuesto su vals “Alba”. Parecía como si la sangre le hirviera en su cuerpo como en su juventud primera. Se le veía como un adolescente de noventa años, de aspecto quijotesco, mirada profunda y viva, facciones propias de un espíritu inteligente y pleno de la paciencia a la manera de un músico de orquesta que quiere armonizar las notas de la composición con el resto de la troupe. Se sentía orgulloso del reconocimiento oficial de sus años como soldado en las filas republicanas. Creía que no habían sido en balde porque su prole había alcanzado lo que a él le costó tanto tiempo llegar. Tenía voz de convocatoria y de escucha, compostura de un caballero del pueblo haciendo honor a su apellido sin el don  por privilegio real, ganado a fuerza de los duros palos que le había dado la vida. Que la tierra le sea leve y su espíritu sea granjeado con coronas de laurel por la musa Erato, que, de seguro, le prestará, en la otra vida, la viola para amansar los cisnes del descanso eterno.

    Por Francisco Martín Rosales.


    José Rubio sánchez de Torredelcampo
    El adiós a un maestro de escuela

    Querido maestro: Hasta aquí, mi residencia lejos de Torredelcampo, me han llegado esta tarde los ecos tristes de las campanas de nuestro pueblo. Campanas las nuestras que saben llorar y de qué manera, cuando lloramos, acompañándonos en nuestro dolor con sonidos lentos y tristes que invitan al sollozo. Ellas siguen derramando desde la altura su eco lastimero que el viento hace llevar y mecer hasta los más recónditos rincones, cuando alguien se nos va. Hoy su sonido es más triste aún. Tocan a muerto por un maestro de escuela, por el hijo del que fuera mi maestro, por don José Rubio.
    Hoy, antes de darte mi adiós definitivo, he querido dialogar contigo. Lo hago tuteándote porque tú sabías que el respeto que me infundías me obligaba a no utilizar este tratamiento, pero, por ser esta la última vez que converso contigo, lo hago. No me creas por ello un irrespetuoso.
    Recuerdo nuestra última conversación por teléfono unas semanas antes de la feria. Estabas convaleciente, internado en un hospital de Granada. Yo te animé y te dije que, como otros años, nos veríamos en la procesión de nuestra patrona Santa Ana. La charla fue corta, pero no noté señal alguna de falta de discernimiento en tus palabras, ni que las mismas bordeasen ni una sola vez el mundo brumoso de la sandez o el despropósito.
    Faltaste a tu cita en la procesión, y yo también, pues el día de Santiago, sin esperarlo, es decir, de sopetón, me invitaron a ser huésped de un hotel aquí en Madrid de las mismas características que en el que tú te alojabas en Granada. Unos de esos tantos hoteles donde el personal, para más señas, va uniformado de blanco. Mis vacaciones allí fueron cortas, las tuyas duraron más. Después, te llamé a tu móvil en repetidas y reiteradas ocasiones y siempre obtuve un silencio como en el que a partir de hoy gozarás para siempre en tu nueva morada.
    Sé, querido don José, que otros podrán glosar tu figura con mucho más mérito que yo, aquellos más entendidos en dibujar la palabra con las letras y otros también, los que te hayan acompañado en el día a día durante el tiempo que duró tu recto peregrinar en este mundo, pues yo llevo ausente más de dos tercios de mi vida viviendo en tierra prestada fuera de nuestro pueblo. Eso me impidió haber ocupado una parte de tu vida personal, cosa que lamento.
    Espero que ahora estés en el lugar adonde van las buenas personas, como tú lo has sido. Yo, mientras tanto, seguiré haciendo méritos para algún día reunirme contigo y, si allí hay escuela, dile a tu padre que deje un pupitre vacío para cuando a mí me llamen, pues prefiero su escuela o la tuya, aunque tenga que beber leche en polvo como las que nos daban entonces en el colegio. Cuando te dieron sepultura, me han dicho, la tarde era fría, como muchas de este invierno que nos envuelve, al igual que aquella tarde parda y fría de don Antonio Machado, que en homenaje a ti quiero recitar:
    “Una tarde parda y fría de invierno.
    Los colegiales estudian.
    Monotonía de lluvia tras los cristales.
    En la clase. En un cartel, se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha de carmín.
    Con timbre sonoro y hueco, truena el maestro,
    un anciano mal vestido, enjuto y seco,
    que lleva un libro en la mano.
    Y todo un coro infantil va cantando la lección:
    mil veces ciento, cien mil;
    mil veces mil, un millón.
    Una tarde parda y fría de invierno.
    Los colegiales estudian.
    Monotonía de lluvia tras los cristales”.
    Ahora, se habrá hecho silencio en tu escuela. En aquella desaparecida del Caminillo que heredaste de tu padre, mi siempre recordado maestro, don Jacinto. Sé que hoy estarás gozando de su compañía y que, tal vez, ya le hayas hablado de mí, de aquél alumno que sigue recordando aquella vieja escuela de pupitres bipersonales, de asientos abatibles con el tablero inclinado donde recibíamos parte de la enseñanza a golpe de cánticos, como en la escuela de Machado: Dos por dos cuatro, dos por cuatro ocho. Y los días de la semana son... y los meses del año..., empleando para ello aquel soniquete tan especial.
    Le habrás dicho a don Jacinto que, ahora, las cosas por aquí no andan nada bien, incluida la enseñanza y que, aunque es cierto que, a la hora de sumar, de veinte nos seguimos llevando dos, hay algunos que se q uedan con las dieciocho restantes. Son los de siempre. Adiós, don José. Este año, como todos los años, te buscaré en la procesión de nuestra patrona Santa Ana o, tal vez, releyendo tu pregón, donde comentabas aquellas romerías muy pobres de nuestros tiempos, de tan solo bota de vino colgada al hombro y de sombreros de paja trenzada.
    Adiós, amigo, pues aunque poco nos hemos tratado, sé que compartíamos muchas cosas, entre ellas, dos muy importantes: la de sentirnos orgullosos de ser torrecampeños y, otra, la de la fe en nuestras creencias religiosas.
    En la esperanza de que estés allí donde mereces, no me queda nada más que, desde la lejanía, situarme en la ermita e implorar a los pies de nuestra patrona Santa Ana para que te enseñe y te guíe a encontrar el camino hasta donde está el Padre. Seguro que ya estarás con Él. Descansa en paz. Que así sea.

    Por Antero Villar Rosa.