Hasta siempre
Juan Antonio Morente Chiquero de Porcuna
Adiós a un físico ejemplar
El domingo 18 de marzo fue un día triste no solo para los que tuvimos la suerte de conocer y estar cerca de Juan Antonio Morente Chiquero, científico y catedrático de Física Aplicada de la Universidad de Granada, sino también para toda la comunidad científica española e internacional.
Adiós a un físico ejemplar
El domingo 18 de marzo fue un día triste no solo para los que tuvimos la suerte de conocer y estar cerca de Juan Antonio Morente Chiquero, científico y catedrático de Física Aplicada de la Universidad de Granada, sino también para toda la comunidad científica española e internacional.
Juan Antonio, nacido en Porcuna (Jaén), en 1955, era uno de los físicos españoles más destacados del momento y sus investigaciones en disciplinas tan complejas como la electromagnética o la simulación computacional consiguieron superar la oscuridad y el anonimato que casi siempre rodean el trabajo en los laboratorios universitarios y saltaron a las páginas de los periódicos. Y, por desgracia, no ocurre todos los días que la ciencia española se abra un hueco en medios de comunicación de todo el mundo, desde el “National Geographic” hasta el “Nouvel Observateur”, para hablar de sus éxitos y relevancia de sus innovaciones.
En 2008, por ejemplo, Juan Antonio y sus compañeros del departamento de Física Aplicada de la Universidad de Granada hicieron públicos los resultados de un trabajo desarrollado junto al prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts. Partiendo de anteriores trabajos en el campo de la ocultación de objetos a radares, el equipo andaluz de científicos consiguió rodear un objeto computacional con una serie de capas y hacerlo invisible al ojo humano para una sola longitud de onda, es decir, para un solo color. Y, según el propio Juan Antonio, solo era —y es— cuestión de tiempo y de varias generaciones más de científicos como él que esos trabajos hicieran realidad uno de los viejos sueños de la humanidad: la invisibilidad. Pese a su carácter humilde y prudente, Juan Antonio no pudo evitar que los medios de comunicación anunciaran su trabajo como el “descubrimiento de la invisibilidad” y, durante unas semanas, se enfrentó a un maratón de entrevistas en las que siempre demostró y consiguió transmitir su amor por la ciencia y por el conocimiento. Juan Antonio ha muerto joven, tenía sólo 56 años, pero nos deja un legado científico enorme, como si hubiese estado entre nosotros varias vidas.
A sus compañeros y colegas de departamento les toca analizar y continuar con su labor científica. A nosotros, sus familiares y amigos de Porcuna, nos deja una enseñanza de enorme valor: el de un muchacho de familia humilde, dedicada a la agricultura, que consiguió estudiar gracias al esfuerzo y el sacrificio de sus padres y que trabajó con una constancia y vocación asombrosas para escribir uno de los capítulos más prestigiosos de la ciencia española de comienzos del siglo XXI. Y esa es, para los que no logramos entender del todo sus investigaciones científicas, su aportación más importante, sobre todo en estos tiempos en los que tanto se habla de crisis económica y del frustrado desarrollo económico y tecnológico de Andalucía. Uno de los últimos trabajos de Juan Antonio, también de transcendencia internacional, permitió el descubrimiento de rayos y partículas eléctricas en la atmósfera de Titán, una de las lunas de Saturno. En ese apartado lugar de nuestro sistema solar, esas descargas eléctricas estaban generando las condiciones necesarias para que se formaran partículas orgánicas, parecidas a las que dieron lugar a la vida en el planeta Tierra. Juan Antonio sabía que se puede generar vida a partir de la nada, y la donación de sus órganos confirma que incluso en la muerte sigue habiendo un atisbo de vida. Para todos los que lo queríamos, para su hijo y su adorable Isabel, Juan Antonio se ha hecho invisible, pero todos sabemos que eso es solo una cuestión de longitud de onda. Él siempre seguirá entre nosotros.
Por Pablo Santiago Chiquero.
MANUEL SERRANO RUIZ de Jaén
El último sillero de Jaén
Me gustaría escribir unas líneas sobre mi padre, un hombre bueno y trabajador que nació en Jaén, el 17 de septiembre de 1925, en una familia muy humilde de ocho hermanos, de los cuales solo viven Ascensión, Capilla, Aurora y Juan Antonio y que nos dejó de forma súbita el pasado 12 de febrero, a los 86 años.
Aunque en su DNI aparezca el nombre de Manuel Serrano Ruiz, casi todo el mundo que lo conocía lo llamaba “Manolo el sillero”, pues ese es el oficio que, desde los 12 años, aprendió en la famosa sillería de Jaén junto a mi abuelo, Juan Antonio. Y digo famosa porque, en aquellos tiempos, muchas personas, incluso recién casados, compraban sus sillas nuevas para su hogar.
Después de hacer la mili, —que, por cierto, la hizo en Canarias como muchos hombres de su edad—, comenzó a trabajar por su cuenta, recogiendo sillas en domicilios particulares o se las llevaban a la calle Salineros, en el barrio de San Juan, a la casa de mis abuelos, donde se criaron mis tíos y mi padre. Aunque, realmente, la casa pertenecía al Sagrario del Obispado de Jaén, que la cedía a familias humildes por un alquiler simbólico. Esta casa fue siempre sillería, aunque nosotros la llamábamos “el taller”, pues también había en el patio una fragua y diferentes herramientas de herrería de mi tío Juan Antonio. El culo o asiento de las sillas se ha hecho de muchos materiales durante toda la vida, pero el de anea es el que trabajaba mi padre. Se obtiene de una planta que crece al borde de los ríos, en lugares pantanosos o zonas donde se estanca el agua. Es de hojas largas y verdes que se cortan por encima de la raíz en los meses de junio y julio. Se ponen tendidas al sol, durante dos semanas o tres, y se recogen cuando tienen su color característico, haciéndolas gavillas. Antes de utilizar la anea, hay que mojarla el día anterior, convirtiéndose en un material flexible, fuerte y resistente que puede durar hasta treinta años si se le da un uso correcto. Ya en tiempo de los antiguos egipcios, hace 4.000 años antes de Cristo, se utilizaba la anea para diferentes menesteres y uno de ellos era para los asientos de las sillas.
En mi familia tenemos datos del Archivo Diocesano de la Catedral de Jaén de que este oficio de sillero viene de varias generaciones atrás y de que, incluso, las mujeres trabajaban la anea, como es el caso de mi abuela Aurora, que echaba los asientos de anea y de paja, que es un material que se liaba a los ramos de la anea, por lo que el asiento de las silla quedaba completamente dorado. Este trabajo duraba cuatro horas aproximadamente. Lo mejor de los asientos de anea es su comodidad y su frescura en verano, pues no se nota el calor al ser un material transpirable y natural.
Mi padre hacía también sillas y sillones para los niños pequeños. Los llamaba juguetes. Lo increíble era que, en tres o cuatro días, hacía doce o catorce, cortando los palos de chopo con una sierra antigua de los tiempos de Jesucristo, como digo yo. Luego, con unas cuchillas, en su banco, perfilaba los palos, les hacía los agujeros para los palillos con una barrena, armaba la estructura ensamblándola con cola y, por último, echaba el asiento de anea, todo manualmente. Este antiguo trabajo de sillero lo realizaban en Jaén muchas personas que nos fueron dejando hasta que quedó solo mi padre durante algunos años. Quisiera hacer un recuerdo a estos artesanos como fueron Pepe (sillería San Vicente), Manolete Miguel Pérez (lunares), Pepe “el rubio”, Indalecio y a todos en general. E, incluso, a Octavio, aunque, quizás, les suene más “Piturda”, pues, aunque no lo sepan, sabía echar asientos de anea y estuvo trabajando con mi padre un tiempo en la sillería. Por aquel año, hacíamos la comunión mi hermana Mari Carmen y yo, y mi padre lo invitó a tomar una cerveza y un aperitivo. Cuando llegó a casa de mis padres —pues, entonces, se celebraban en el salón de algunas casas— con los perros, los ató en la ventana de enfrente. Al salir y ver Octavio el panorama, sacó su repertorio de vocablos, palabrotas e insultos en voz alta. Todo el mundo salió para ver si había pasado algo. Todo se solucionó cuando volvimos a desatar a los perros.
Además del trabajo de sillero, cuando llegaba la Navidad, en un principio, con mi abuelo y, después, con mi tío Juan Antonio, iban a matar marranos, como se les llama vulgarmente a los cerdos. Montados en la moto de mi tío —una Mobilette, antiquísima que tiraba de los dos—. Llegaban y, en un rato, deshacían uno o dos marranos con gran profesionalidad. Eran tiempos difíciles y las familias criaban los marranos para obtener embutidos, carne fresca e, incluso, los jamones. Recuerdo, de pequeños, una interminable lista en la libreta donde apuntaba todos los encargos y la hora. Empezaban a matar los marranos de madrugada hasta la noche y así durante dos meses, aproximadamente.
Ya con 46 años, tras un examen o prueba, entró a trabajar de funcionario del Ayuntamiento en el matadero municipal, donde estuvo algunos años, hasta que lo cerraron por no ser rentable, según decían. Entonces fue recolocado como guarda nocturno; primero, en la plaza de abastos de Peñamefécit y, después, en la de San Francisco, hasta su jubilación, a los 65 años.
Todos estos trabajos los estuvo compaginando, durante muchos años, de una manera ejemplar y el de sillero, prácticamente, toda su vida, pues le servía de distracción. Incluso, dos meses antes de morir, hizo un trabajo a una vecina. Con mi padre, “Manolo el sillero”, se cortan varias generaciones de este trabajo en mi familia, pues, hoy en día, no es un empleo del que se pueda vivir.
También me gustaría hacer un recordatorio a mi madre, Carmen, que nos dejó el 31 de mayo de 2009, con 78 años. Fue otra trabajadora incansable, buena madre y ama de casa. Supo sacar adelante a cinco hijos e inculcarnos los valores fundamentales de la vida. Doy las gracias por haber tenido unos padres así donde quiera que estén.
Por Juan Antonio Serrano.
Diego Frías Mora de Beas de Segura
Cruz Roja pierde un referente excepcional
El pasado día 1 de marzo falleció Diego Frías, responsable del Departamento Jurídico de la Asamblea Provincial de Cruz Roja Española. Su muerte, que ha llegado cuando creíamos superada su enfermedad, ha llenado de tristeza a sus compañeros y ha dejado un espacio dolorido en la Institución.
Diego, hombre joven, era el tipo de persona que cualquier institución o empresa desea tener en sus filas. Su forma de ser complementaba un carácter activo y práctico, características muy buscadas en organizaciones como Cruz Roja, en las que el esfuerzo, la eficacia y la agilidad hacen posible su labor humanitaria. A esto, se suman su bondad innata y su compañerismo. No solo la Oficina Provincial de Cruz Roja Española, sino todas las asambleas locales echan de menos el asesoramiento, el consejo y el trabajo de este compañero sensible y añorado, que, en otras etapas de su vida en Cruz Roja, también fue responsable de Objetores de Conciencia y del Plan de Empleo, además de delegado especial de la Institución en La Carolina.
Con la desaparición de Diego Frías, Cruz Roja pierde un referente excepcional, pero, con su recuerdo, ganamos una lección de ilusión, de aprender a enderezar situaciones difíciles y de buscar nuestros objetivos entre los grupos necesitados y desfavorecidos de la sociedad.
Por el presidente de Cruz Roja Jaén, José Boyano, en nombre de la institución.
Luis Granadino Jiménez de Jaén
En recuerdo de mi buen amigo y compañero
El pasado día 21 de febrero, falleció mi querido y buen amigo Luis Granadino Jiménez después de una rápida y breve enfermedad y quiero rendirle este pequeño y póstumo homenaje escribiéndole esta carta de despedida.
Querido Luis, aunque yo he estado al tanto de tu enfermedad, como te has marchado tan rápido, cosa que yo no me esperaba, no hemos podido tomar aquella cerveza de despedida de la que hablamos no hace mucho.
Hoy recuerdo aquel año 1945 —tú tenías 14 años y yo 15—, cuando empezamos a trabajar juntos, como “meritorios”, en la Audiencia de Jaén, naturalmente, sin sueldo ni derecho a nada. Y, como ya sabíamos escribir a máquina, nuestro principal trabajo consistía en pasar a limpio las sentencias, algo en lo que poníamos el máximo interés para que salieran sin tachaduras y guardando los márgenes perfectos. Como la Audiencia estaba en aquella época en el Palacio de la Diputación, como tú sabes, nosotros teníamos la mesita con la máquina de escribir al lado de una ventana grande, que aún hoy existe, que da al Callejón de las Flores, cerca del Mercado de San Francisco. ¿Te acuerdas de la máquina marca Royal que teníamos y que, cuando se averiaba y, mientras iban para arreglarla, le atábamos una “guita” y seguía funcionando?
También recuerdo que, en el año 1948, nos examinamos en Granada para ingresar en el Cuerpo de Auxiliares de la Administración de Justicia. Aunque tardaron algún tiempo en destinarnos, cuando lo hicieron, a ti te enviaron a Zaragoza y, a mí, a Lérida. Después fuimos trasladados, a petición propia, tú al juzgado de Úbeda y yo al de Estepona hasta que conseguimos, más tarde, llegar a nuestra Audiencia de Jaén. Después, tú aprobaste las Oposiciones Oficiales de la Administración de Justicia y te destinaron a Murcia. Estando tú en Murcia, yo también hice las oposiciones Oficiales y me destinaron a la Fiscalía de Jaén.
En el año 1986, nos concedieron a los dos la Cruz Sencilla de San Raimundo de Peñafort y quiero contarte, aunque sea un poco tarde, cómo lo organizaron, porque creo que no llegué a comentarlo nunca contigo. Un día me llamó el presidente de la Audiencia, nuestro querido y recordado don Juan, y me dijo: “Como no queremos que se entere Luis Granadino, quiero que tú pases a máquina la propuesta solicitando al Ministerio la Cruz para él”. Y así lo hice. Por otro lado, y sin que yo lo supiera, la Fiscalía hizo lo mismo conmigo.
El día de la imposición de las distinciones, fue para mí motivo de gran alegría y satisfacción, sobre todo, porque compartí contigo aquel acto. En aquel momento dije en mis palabras de agradecimiento que ambos éramos más compañeros que amigos y más amigos que compañeros y que, después de llevar toda una vida juntos sin haber tenido el más mínimo roce, era el título más que suficiente para poder decir que éramos como hermanos.
Después pediste el traslado a la Fiscalía, en donde volvimos a estar juntos cuando empezamos nuestra vida profesional y allí nos jubilamos. Luis, has sido ejemplo para todos y un gran padre de familia, pues hoy que tanto se habla de los funcionarios, te digo que no he conocido a ninguno que haga lo que tú hacías, que era llevarte trabajo a tu casa para traerlo a otro día despachado a la oficina, aparte de muchas tardes que íbamos a trabajar sin que nadie nos lo dijera, porque había papeles que despachar. Has sido un trabajador incansable de quien muchos deberían aprender. Sé que donde estés será en un sitio privilegiado, porque en otro sitio no puedes estar. Adiós y hasta siempre, querido amigo.
Por Antonio Higueras del Moral.
Eloy Vallejo Martínez de La Higuera
Aprendí muchas cosas buenas de ti
Eloy Vallejo Martínez, natural de la población de Lahiguera, te fuiste a los 88 años. Solo han pasado más de tres meses y, para tu amigo Lanzas, parece que fue ayer cuando te ibas y te venías conmigo en mi coche. Tú sabes lo mucho que nos apreciábamos el uno al otro. Te apreciamos por lo buen amigo que eras de mi padre. Cuántos ratos buenos echasteis en mi casa de los chorrillos y, junto a mí también, pasamos buenos ratos. Tú fuiste mi maestro en la cocina, ya que aprendí a cocinar —y aprendí mucho y bueno de ti—, porque eras un buen hombre, trabajador y honrado.
Eloy, qué bien te llevabas con todos los que te conocieron. Este buen hombre nació en Lahiguera, pero muy joven se vino a Mengíbar y, aquí, se casó con María Loreto Beltrán, una gran mujer, que aún tenemos entre nosotros. Fue Eloy un hombre que tuvo que trabajar muy duro en esos años tan malos para sacar a su familia adelante.
Emigró a Mallorca. Allí estuvo unos años y las cosas le fueron bien, pero a una de sus hijas el clima aquel no le era beneficioso para la salud y tuvo que volver de nuevo a Mengíbar, pues lo consideraba ya su pueblo.
Por eso, su corazón lo tenía dividido entre su ciudad natal, Lahiguera y su ciudad de adopción, Mengíbar. Eloy era un gran esposo y padre para sus hijos. Voy a relatar una reseña de la amistad que nos unía. El día de tu entierro, fui a darle la mano a una de tus nietas y ella me contestó que le diera un abrazo, pues me consideraban de la familia por la amistad que nos unía. Y es que a tus hijos y nietos les hablabas de nuestra amistad y tú siempre me decías Lanzas, aunque mi nombre es Juan. Mi padre y yo te teníamos una gran estima. El abuelo, como tú le decías, se fue diez años antes. Espero que en el cielo os podáis encontrar. Vuestros hijos no os olvidan y que descanséis en la paz del Señor para siempre.
Por tu amigo Juan Lanzas.