Hasta siempre
Miguel Calvo Morillo de Martos
La poética de Jaén tiene un nombre
Mis condolencias del amigo de Miguel a Carmen, su esposa; hijos Amador, Miguel Marcos, Raquel y Antonio.
Conocía a Miguel Calvo Morillo hace más de cincuenta años. Fue en Martos. Él, con pañuelo en la garganta y los negros caracolillos de su pelo rizado. Parecía un cantaor flamenco de altas y jondas quejumbres “afillás”.
La poética de Jaén tiene un nombre
Mis condolencias del amigo de Miguel a Carmen, su esposa; hijos Amador, Miguel Marcos, Raquel y Antonio.
Conocía a Miguel Calvo Morillo hace más de cincuenta años. Fue en Martos. Él, con pañuelo en la garganta y los negros caracolillos de su pelo rizado. Parecía un cantaor flamenco de altas y jondas quejumbres “afillás”.
Por cierto. Miguel entendía un rato de esta centenaria, o acaso, milenaria cultura andaluza. Le pegaba pellizcos en la piel o le sabía la boca a sangre como a tía Anica la Piriñaca, cuando sentía una soleá de Triana cantada por Antonio Mairena o una seguiriya de Fernando Terremoto. Allí, en el bar de su tío, situado en la Plaza de la Constitución, se ganaba unas pesetuelas en aquellos años miserables sirviendo a los clientes los vinillos clamorosos o las cervezas espumosas. Eso sí. La tapa de pan pinchado en un rabanillo, una tiraja de bacalao y untado con aceite de oliva, pues para eso Martos es la capital del mundo, en donde Minerva, diosa romana de la sabiduría, enraizó el olivo en los lares marteños. Después supe de su trayectoria como director de La Voz de Martos, tantas veces exaltado por su voz y su pluma. Aquello se fue al traste y dio con sus codos y sus saberes demostrados en la Cámara Oficial Agraria en donde se jubiló.
EL INCANSABLE PEREGRINO. Miguel Calvo le recitó sus versos a media provincia y parte de la otra media. Cómo olvidar el homenaje a Quevedo en Santisteban del Puerto. En Mancha Real, invitado por Miguel Viribay. En La Económica, Arco de San Lorenzo, en Martos, siendo el patrocinador del recital el alcalde Antonio Villargordo. En Arjona con los nazaritas. Ante la imagen de Nuestro Padre Jesús cuando los Jueves santos le recitábamos nuestros rojos claveles trasmutados en nazarenos poemas. Miguel ha sido el incansable peregrino en estas tierras marianas y olivarenses. No llevaba calabaza, ni cayado, ni vieira, sino un prieto manojo de poemas ablentado por el viento de los suspiros poéticos. Sí. Cuando recitaba Miguel, yo lo presentía como un hondo suspiro.
Un día lluvioso —ahora clepsidra cuenta las horas de lluvia a destajo—, después del Día de los Enamorados, se nos ha ido, allí donde nacen las estrellas diamantinas, un enamorado de su familia, Martos, la Poesía terrena, sus amigos, y su Jaén en la que vivió porque aquí estaba su pan y su sal, o acaso sus castálidas para inspirarse en cada poema humano, social, costumbrista o qué sé yo otro suspiro libre de rima o sujeto a la más exacta disciplina métrica. Se nos ha ido, aunque no del todo, pues siempre estará presente en nuestra memoria, un columnista interesante de estas páginas de Diario JAEN, quien siempre le tuvo las puertas abiertas para que expresara sus ideas opinantes sin trabas ni malos ojos si la crítica de puertas para afuera, rozaba algunos bobos sentimientos de quienes no ven o no saben interpretar lo escrito más allá de su ombligo.
LIGERO DE EQUIPAJE. Como el gran maestro Antonio Machado, sus íntimas pertenencias para iniciar el último, pero larguísimo camino que conduce a Dios, han sido ligeras: alma limpia, corazón bondadoso, hábil cálamo, claro tintero, una brazada de cuartillas albas, sus distinciones marianas colgadas del pecho y aquella otra medalla de oro —yo, como aprendiz de Miguel conseguí la de plata—conseguida en un certamen de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús. Seguro, que ahora que está arriba, le está enseñando a San Juan de la Cruz no sólo la medalla carmelitana, sino aquel libro dedicado al poeta místico y trascendente nacido en tierras abulenses. Miguel, el gran Miguel, premiado en no sé cuántos certámenes literarios, tantos que ya ni me acuerdo, amigo de todos, porque nunca tuvo enemigos, y si no tuvo más amigos, ellos se lo perdieron, los muy desidiosos, recitó a los cuatro vientos de Jaén su florida, auténtica, campesina, bucólica, social —ojo, sin arrimar el ascua a la sardina de nadie—, mariana o nazarena poesía, aunque lo cierto es que se acercaba, también, a los clásicos, al fin y al cabo, poetas de los que podemos aprender la esencia, el dignum magíster est y la pulcritud de los versos alados y trascendentes, con alas propias para volar hacia los estadios místicos.
LO BUENO NUNCA MUERE. Miguel, el buen Miguel, era dulce cuando conversaba, a veces, con su ironía incruenta. Desde pequeño, en su Martos de siempre, para él no era baladí aquella dulce sentencia popular “Si la Peña de Martos fuera de azúcar, los marteños estarían…”, pues eso, relamiéndose. Con Miguel, antes tristemente despedimos a Felipe Molina Verdejo, la poesía de Jaén está huérfana. Le falta, como diría yo, la bondad, el saber estar, la sencillez, pero, al mismo tiempo, la grandeza de unos poetas que nacieron para comunicar la buena nueva, a través de unos versos limpios y sin reglones torcidos. Sin embargo, pienso, luego razono conscientemente, que Miguel Calvo Morillo no ha muerto. Aquí mismo lo tengo vivo y más que vivo ante mi mesa. Su excelente Paráfrasis sobre poemas de San Juan de la Cruz viven y nunca morirán porque lo bueno, lo sencillo, lo trascendente, jamás mueren. El tránsito de la vida a la muerte no es definitivo, pues el cuerpo, una vez la carne se despoja de sus limitaciones, el alma empieza a vivir para todos los siempres.
Por José Sánchez del Moral.
“Marteño, poeta y amigo”
El pasado domingo día 14 de febrero, onomástica de San Valentín, falleció en Jaén Miguel Calvo Morillo, cronista oficial de Martos. Mi buen amigo Miguel había nacido en Martos y, también en domingo, un 15 de junio de 1930, festividad de la Santísima Trinidad, por lo que se confesaba un trinitario por los cuatro costados, amén de llamarse Miguel de la Santísima Trinidad. Así lo expresó en el primer pregón de la gloriosa Santa Marta, en el año 1994, que hizo a petición del que esto escribe por ser hermano mayor el citado año, en la iglesia conventual de las Monjas Trinitarias.
Su muerte ha sido muy sentida por todo el pueblo de Martos, que quería a Miguel en justa réplica a su confesado amor por la tierra que lo vio nacer. “Amo a Martos como a mí mismo”, decía en el prólogo del libro “Martos a golpe de soneto”. Su acendrada marteñía la ha llevado a gala en todo momento y lugar. Desde aquellos lejanos poemas que verían la luz en la revista “Advinge” o en su artículos como colaborador de Diario JAEN, Miguel recorrió un largo camino como poeta insigne, ya que amaba la poesía sobre todos los géneros literarios. “Pueblo de cal y tierra”, “Epístolas a Cástulo”, “Martos a golpe de soneto” son algunas de sus obras impregnadas de amor por su tierra y sus gentes. Su historia de medio siglo de Martos es una pieza maestra de narrativa, donde nos retrata lo que era su pueblo, sus vivencias, sus personajes a lo largo de 50 años.
Su voz clara y viva pregonó todos los eventos culturales de Martos, presentó y prologó libros, dio conferencias y ejerció como cronista oficial de Martos en un constante ejercicio de cariño y responsabilidad hacia su pueblo.
La amistad la profesaba con sinceridad, cuando encontraba a alguien del pueblo en Jaén, no usaba el nombre de pila para saludarle, sino un “hola, paisano” que elevaba a una mayor familiaridad y cercanía la conversación con él. Respetuoso, humilde, campechano, de sonrisa fácil y comprensiva. Fue un valedor del sosiego y la cordialidad en la primera legislatura democrática del Ayuntamiento de Martos, pero ello no era óbice para ser crítico con los responsables de desafueros y entuertos. Su bondad siempre la tendré presente, así como su generosidad, pues tantas veces como lo necesite, tantas veces que me atendió solícito y con cariño. Siempre tendré presente la pieza poética, un romance con dos hemistiquios, que dedicó a Manuel Aranda, seminarista mártir de Monte Lope Álvarez, hoy en avanzado proceso de Beatificación.
En fin, Miguel se nos ha ido haciendo un alto en su plaza y la última visita a su iglesia de Santa Marta abarrotada de familiares y amigos y, al frente de todos, su esposa Carmen y sus hijos dando una ejemplar lección de amor y resignación cristiana. Pienso que Miguel nos miró y sonrió; había escrito su última crónica, la mejor, después todo fue silencio. Descanse en paz. Laus Deo.
Por tu amigo de profundas raíces Miguel Bueno Aranda.
Sebastián Martos Fuentes de Bedmar
“Nos enseñaste a ser honrados”
Después de unos días dolorosos, amargos y tristes, vamos asimilando que ya no estás entre nosotros, que te marchaste y, además, para siempre, en pleno invierno de temporal, nieve, lluvias, frío y recogida de aceituna. Vamos, de los tiempos de antes, de los que a ti te gustaban y disfrutabas.
Pura, tu mujer, y tus doce hijos, que se dice bien pronto, queremos tributarte este pequeño homenaje. Me contabas que naciste después de la Guerra Civil, en los años del hambre, y que aquello sí era pasar fatigas y no como se vive ahora. Fue en Sierra Mágina, en el cortijo de “Fique”. Viviste toda tu juventud en aquellos parajes y cortijos, donde no te quedó más remedio que aprender todas las labores del campo: la siembra, recogida de aceituna y plantar olivos. Te criaste entre animales, tenías vacas, mulos y caballos. Con ellos aprendiste a trabajar y fueron tu mayor pasión en la vida. Cuando te casaste, y nací yo, emigraste a Francia, como casi todos. Fue muy poco tiempo, ya que no te gustaba estar fuera de Bedmar. La prueba es que ya no te marchaste más, nunca querías abandonar tu pueblo.
Tuvimos nuestras diferencias. Cuando empecé a crecer, tú no entendías los cambios de la vida. Eso sí, tú nos enseñaste a todos a saber trabajar y a ser honrados: ese era tu lema.
El paso del tiempo, qué gran verdad, lo cura todo. Nos buscamos en los momentos difíciles y comenzamos un nuevo camino, tal vez, el más estrecho. Comprendimos que nos necesitábamos. Ya nos tenías a los doce grandes y había que vivir otra vida. Ha sido muy despacio por tu parte, sin renunciar a tus principios y a tu forma de vivir, como siempre tus olivos, tus animales y amigos. Conociste a muchos de los míos y todos se quedaban alucinados de tus costumbres, de tu manera de ver la vida, de tu sencillez y del corazón que tenías; lo dabas todo.
Hablábamos y, siempre, una de tus mayores preocupaciones era que para cuando tú faltaras, mamá fuera el centro de todos nosotros: tus doce hijos estamos y estaremos siempre volcados con ella para que no te eche en falta.
Sólo resta decir que me quedé impresionado de tu despedida en Bedmar, todo un pueblo volcado en tu adiós, el adiós del “Pita”, como cariñosamente te llamaban. Fueron los peores momentos, todo el mundo te quería y una señora mayor que se acercó a consolarme me impresionó al referirme lo que habíais pasado tú y mamá para ponernos así de grandes. Estamos con ella y es nuestro mayor consuelo, para que tú, allá donde estés, nos quieras como nos quisiste y sigas siendo feliz en tu nueva vida.
Por tu hijo Vicente Martos.
Ramón Romera Vera de Jaén
“Un gran sacerdote y entrañable amigo”
Hace unos días se cumplió el primer aniversario de la muerte de un gran sacerdote y entrañable amigo, cual fue don Ramón Romera Vera. En su recuerdo ofrezco estas líneas, expresión de mi afecto hacia su persona y valoración de su vida ejemplar. Referiré sólo unos hechos que me unieron casualmente a él: ambos fuimos coadjutores de Porcuna apenas ordenados sacerdotes. Trabajé con él en el proceso de la causa de canonización de “Monseñor Basulto y compañeros”. Fui nombrado canónigo para ocupar la vacante por su renuncia al cumplir la edad canónica.
Pues bien, en 1953, fue enviado a Porcuna como coadjutor del recordado párroco don Rafael Vallejo. Allí realizó una magnífica labor pastoral en los tres breves años que permaneció en el cargo. Vivía en la iglesia de Jesús con visible austeridad, inyectó vida nueva en la comunidad y movilizó a la juventud con todos los medios que entonces se usaban.
Treinta años más tarde, me hablaban de sus obras de caridad. Muchos padres y madres, preocupados de la educación de sus jóvenes hijos, me recordaban el trabajo de don Ramón y ponderaban el bien que les hizo. Contaban de los círculos de estudio, los retiros y ejercicios espirituales, la novena a la Inmaculada y los ideales cristianos que les inculcaba, las representaciones teatrales, los viajes a pueblos cercanos, excursiones y días de campo. Todo novedoso y lleno de vida gozosa y alegre. Don Ramón quedó en Porcuna como el prototipo de buen sacerdote para varias generaciones. ¡Y sólo estuvo 3 años!
Traté más de cerca y hablé más detenidamente con él con motivo del proceso de canonización de Monseñor Basulto. Don Ramón era, en 1994, vicario judicial en el Obispado y fue nombrado por el obispo presidente juez delegado para el tribunal que estudiara la causa. En mi condición de notario, conversaba con él, organizábamos la sesiones, le consultaba y hasta viajábamos juntos. Era silencioso, pero, cuando hablaba, siempre dejaba algo dicho y algo guardaba para decir mucho más en el momento oportuno.
Parecía que a la vez pensaba, oraba, estudiaba y aguardaba la luz del Espíritu. Trabajador, siempre dispuesto a cumplir bien con su misión, amable, atento y acogedor, aun cuando pareciera serio. ¡Cómo valoraba el ejemplo de nuestros mártires!
Ocupé la vacante que él dejó en el Cabildo Catedralicio a causa de su jubilación en 2003. Nos felicitamos mutuamente. A él, por canónigo emérito y a mí, por nuevo canónigo. Pero, a partir de aquí, le visité en la Residencia de las Hermanitas de los Pobres. Siempre me acogió con una sonrisa y una disponibilidad expresada con la mirada y formulada con breves palabras y una orientación muy válida en cada caso.
Recordaba sus logros en las parroquias de Porcuna, Castellar y El Sagrario de Jaén, su trabajo incansable en el apostolado rural, la acción católica y en los cursillos de cristiandad, de los cuales fue alma y motor durante muchos años. Sus estudios, hasta el doctorado en Derecho Canónico, su trabajo en el Tribunal Eclesiástico y tantas cosas. Lo recordaba y sonreía. Parecía no darle importancia, más bien, yo diría que en su mirada podía leerse, porque estaba en su corazón aquello de San Pablo: “Todo aquello lo considero nada comparado con el conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo”.
Participamos en el coro, en la oración y en la concelebración. Creía y trataba de vivir su fe; deseaba que fuéramos buenos sacerdotes y rezaba por todos.
Y en su última enfermedad, le vi totalmente entregado a su Señor: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras... sea lo que sea te doy las gracias porque eres mi Padre”.
Por todo esto y con todo esto, asistí a su entierro en nuestra magnífica Catedral, en la que tantas horas pasó en el confesionario, concelebré la Eucaristía que tantas veces él había celebrado con nosotros y lo hice con un adiós para el cielo, con la convicción de que allí nos espera.
Por Antonio Aranda Calvo
Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Jaén.
Paco Ureña Balbín de Santiago de Calatrava
“Nos enseñó a amar Jaén”
Llegó a Jaén al iniciarse la década de 1950. Todavía le temblaba el corazón —y la voz— recordando las sirenas que, en su adolescencia, durante la guerra, anunciaban bombardeos de aviones en su pueblo natal, Santiago de Calatrava, frontera de las dos Españas fratricidamente enfrentadas que, pronosticó Machado, “han de helarte el corazón”. Estaban muy cercanos los tristemente célebres “años del hambre”, 1946-47, del “pan negro” como único sustento; y, el campo y el pueblo, seguían padeciendo la “pertinaz sequía”. el
En aquella fría y maldita posguerra, hacía falta agarrarse a una utopía para encontrar alguna gratitud a la existencia. Y Paco Ureña eligió la suya: Jaén como esperanza y tierra prometida, como espacio vital para plantar y ver crecer una familia, como lugar que se quiere habitar hasta el día lejano en que toque emprender el camino hacia la eternidad. Jaén, en las décadas de 1950/1960, era un poblacho que empezaba a transformarse en una ciudad. Entonces había pocos coches, algunas “vespas” y muchos paseantes.
Paco disfrutaba recorriendo la ciudad, unas veces camino de la huerta que un amigo suyo tenía en lo que luego se convertiría en el Gran Eje; otras veces dirigía sus pasos a la Alcantarilla, a ver al tío Paco, de aspecto fortachón y poblado bigote, que vivía de arreglar escopetas de caza en una casa de la Alcantarilla en cuyos alrededores unos mozalbetes en pantalones cortos afinaban puntería con sus tirachinas hacia los árboles en que unos pájaros cantarines podían salvarles la cena. En el “Paseo de la Guitarra” comentaba con los amigos anécdotas que justificaban el nombre que el pueblo daba al “barrio de la Guita” y que, luego, pedantemente la autoridad municipal optó por llamar “Peñamefécit” o quedaba con ellos para la próxima partida de dominó en el que pronto se perfiló como un maestro con especial sagacidad psicológica para adivinar las fichas de los otros y sus posibles jugadas. Las mejores tardes del caluroso verano jiennense las pasaba viendo con la familia películas “toleradas” en el cine “Jaén”. Con mejor sentido que erudición se enorgullecía de que Jaén tuviese la Catedral “más bonita de España” o el castillo de “los más altos y fuertes del mundo”. No se cansaba de admirar “la belleza antigua” de iglesias como la de San Ildefonso, especialmente en la salida y encierro de procesiones en que el agua calaba las ropas, los huesos y el alma. Tiempos vendrían en que, como tantos jiennenses de buena ley, se irritaría con el derribo del Teatro Cervantes y del Café Ideal que estaba casi en frente.
Cuando le tocó ausentarse de Jaén lo vivió como un exilio y le sirvió para idealizar aún más la ciudad que tanto quería y sentía. ¡Con qué emocionada y silenciosa placidez contemplaba, desde la carretera, el perfil geométrico del castillo o la armónica quietud de las torres de la Catedral, a su regreso de alguna obligada ausencia! Un emblema de la ciudad le fascinaba especialmente: el Real Jaén. ¡Cuántas veces le oímos contar el marcaje de Cerrillo a Alfredo Di Stefano en el memorable año en que el Real Jaén, en primera división, se enfrentó en el estadio de la Victoria al Real Madrid! ¡Cómo celebraba los goles de Arregui, Celestino, Opa, Higinio Vilches y otros! ¡Cómo vivía aquellas tardes de domingo, con la casa en sagrado semisilencio, pegado al “aparato radio”, ansioso por novedades del Real Jaén que jugaba fuera de casa o esperando los comentarios radiofónicos de Juan José Molina! ¡Qué alegría cuando le tocó ser directivo del club de sus amores! ¡Qué enfado y regañón nos echó aquella monja de hábito negro y alado gorro blanco en el Hospital de San Juan de Dios cuando, con la obligada complicidad de la familia, recién operado de úlcera de estómago, se escapó del viejo Hospital, medio vestido, medio en pijama, con el suero escondido en el abrigo porque el Real Jaén se jugaba un ascenso que perdió y que fue causa de prolongar su estancia en el Hospital, más allá de lo previsto, no sabemos bien si por el berrinche que se cogió el paciente con el resultado del partido, el riesgo al que voluntaria —¿insensatamente?— se sometió, o el comprensible enfado de los sanitarios dispuestos a hacerles pagar su peculiar acción.
Promulgada la Constitución, en los años 80, se sintió orgulloso de compartir ciudadanía con sus hijos y poner su granito de arena para clausurar los viejos tiempos de autoridad sin libertad, de orden sin democracia. Fue entonces cuando encontró más bella y habitable que nunca su querida ciudad de Jaén. Decidió que también él debía cambiar: se propuso suavizar su rígido sentido kantiano del deber, aunque sin renunciar a la sobriedad y autoexigencia de ciertas costumbres espartanas que conservó hasta el final. Se comprometió a ayudar a su amigo, el médico Juanjo Martínez, en su compromiso solidario con AJAR. El año que renunció a sacarse su carné de socio del Real Jaén (“ya seguiré los partidos en casa, por la radio o por la tele”) comprendimos que era consciente de que se hacía viejo y sentía cómo le abandonaban las fuerzas a una persona como él que había hecho ejercicio físico, con regularidad y constancia, hasta pasados los 60 años. Cumplidos los 86, el 9 de febrero, murió de vejez en la Clínica Cristo Rey, discretamente, sin sufrir, sin querer hacer sufrir, con dignidad, sin perder la conciencia, comprendido y querido por Lola y sus hijos, premiado por la vida con una muerte dulce. ¡Cómo le hubiera gustado saber que el día de su entierro en Diario JAEN se pudo leer: “Ha fallecido Francisco Ureña Balbín, un seguidor entusiasta del Real Jaén allá en el Viejo Estado de la Victoria, forofo como pocos”. Ya descansa para siempre en la tierra de la ciudad que tanto amó y nos enseñó a amar.
Por Gabriel Ureña.
Manuel Ureña García de Jaén
“Siempre quiso ver el lado bueno en todos”
No es fácil escribir unas líneas para expresar el dolor por la muerte de un amigo con el que se ha convivido intensamente durante los últimos años, pero no me quedaría tranquilo si no lo hiciera y, además, si no lo hiciera de forma pública con el temor de no hacerlo con el suficiente decoro, pero con la necesidad de transmitirlo en estas torpes líneas, que resumen un sentimiento compartido por todos los que convivimos con él, Manuel Ureña García. Un hombre bueno que siempre restó importancia a todo aquello que no fuese ver en los demás la virtud y no el defecto, porque siempre quiso ver el lado bueno en todo y en todos.
Las largas conversaciones que se cruzan entre amigos en el transcurso de los años, son las que permiten descubrir los valores de una persona. Conversaciones, a veces, de hechos intrascendentes, pero, otras, de un profundo contenido, en las que de forma sencilla se revelan confidencias sobre aquello que nos ocupa y nos preocupa.
Así he ido desgranando, en estos últimos años, parte de mi tiempo con Manolo Ureña, compartiendo con él momentos de muy grato recuerdo, en los que siempre destacó su sencillez y afabilidad, algo innato en él. Ello me permitió descubrir los valores que le engrandecían, como eran su exquisitez en el trato, su lealtad a la amistad, su sentido de la responsabilidad y, por encima de todos ellos, su bondad. Valores que le han hecho pasar por esta vida como un hombre profundamente bueno, que amó sin límites, como San Pablo nos dice, ha de ser el amor, derrochándolo con desmesura en su mujer. Carmen, y en sus hijas, Mari Carmen, Mercedes y Maribel, en sus nietos, a los que siempre hizo referencia con ojos brillosos y conteniendo esa lágrima amorosa que furtivamente delataba su ternura.
Manolo Ureña se ha llevado para su último viaje el valioso bagaje acumulado durante su vida: el aprecio, el cariño, el amor y el respeto de la gente que le rodeó, porque esas siempre fueron las monedas que él utilizó con abundante generosidad para relacionarse con todo el que se cruzó en su camino.
Hoy lloramos su ausencia, pero en la certeza de que la Santísima Virgen se lo llevó el día 11 de febrero, fecha en que se celebraba su aparición en Lourdes y le llevó ante Jesús Nazareno, ya desprovisto de su Cruz a la que tantos años limpió Manolo los dorados remates para que reluciese cada Viernes Santo. Él le habrá situado en lugar de privilegio en el Reino de los Justos, porque Manolo siempre creyó y confió en la palabra del Maestro: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, no morirá para siempre”, ( Jn. 11,25-26).
Ese consuelo nos hace fuertes en nuestra fe, pues la promesa de Jesús no admite otra interpretación. Descansa en paz querido amigo.
Por José María Mariscal.