Hasta siempre

Pedro Luque Gámez de Los Villares
“Me he dado cuenta de lo que has hecho por mí”

Abuelo, te quiero mucho; nos lo hemos pasado muy bien juntos. Ahora que no estás, me he dado cuenta de todo lo que has hecho por mí. En este último mes no hemos parado de pensar en ti, ya que te fuiste sin poder despedirnos. Me acuerdo del montón de veces que nos ganabas al dominó. Hasta el último momento parecía que te iba a ganar y no sé cómo, al final, empezabas a sacar fichas y me ganabas.

    14 ago 2011 / 10:46 H.

    Abuelo, ahora es cuando me estoy empezando a dar cuenta de que ya no estás y de que ya no podré volver a repetir algunos de esos maravillosos momentos. ¿Y sabes qué? Que el pozo que decías que había en tu casa, desde que tú no estás, se va haciendo más grande.
    Quiero que sepas que, desde que tú no estás, le hice caso a lo que me dijo mi padre en lo de que, en estos momentos, tenía que ser más fuerte que nunca y cuidar de tu princesita, de la abuela, y de mi madre más que nunca.
    Abuelo, sé que, estés donde estés, nos estás protegiendo y guiándonos al lugar correcto para que nada nos pase. Quiero que sepas que tus hijos, tu mujer, tus nietos, tus hermanos, tus amigos y tus padres, que, seguro que ahora están contigo, estoy segura de que todos están orgullosos de ti. En este tiempo, he encontrado una canción que, estoy segura, reflejará los sentimientos de más de uno. La letra dice así: “Pasan los días y no me acostumbro a estar sin ti. Tengo la pena y el dolor… y tantas preguntas que nadie responde. Te has ido sin decir adiós… Si no puedo olvidarte, lo intento y no puedo, qué hago con todo esto que tengo guardado si lo llevo dentro, si no puedo olvidarte y te llevo conmigo siempre a todas partes en cada gota que tengo de sangre te llevo tan dentro de mí…”. Abuelo, te quiero.
    Por Alba y Nuria Fernández.

    Aurora Rosales Pérez de Alcalá la Real
    Una buena mujer

    Hay nombres de mujeres que definen a los pueblos desde la antigüedad hasta hoy. Si nos remontáramos a Grecia o a Roma, no pondríamos a una mujer otro nombre que  Delia, Lesbia o Livia; en el medievo nos quedaríamos con Blanca; ya avanzado el Renacimiento, María con una advocación italiana, Piedad, Dolores o Alegría, sería la advocación de muchas mujeres del sur de Europa. Si enfocáramos las cosas desde otro ángulo, geográficamente, en Aragón, una familia dará el nombre de Pilar a sus hijas; en Madrid sería Almudena, y en Andalucía, Rocío. Pero en las comarcas de la Subbética de la Andalucía Oriental, no llamaríamos a la mujer con otro nombre que el de Aurora, una advocación con un fondo clásico, pues se remonta a la Eos, o a la Aurora, la de los dedos rosados que  surge en el amanecer  deslumbrando al sol. La Aurora nos recuerda, desde finales del siglo XVI, a los antiguos devotos de María en su salida nocturna por los pueblos de la Abadía para cantar el rosario de la Aurora que despertaban a sus vecinos para asistir a  la misa del alba antes de la salida del campo. Por eso, no es extraño que las familias alcalaínas, tan enraizadas en las labores agrarias, mantuvieran el nombre de Aurora para una de sus hijas. Buena muestra es el de la tía recientemente difunta y el de la madre de Juan Rafael Hinojosa, que me pidió este obituario en recuerdo de su tía.
    Y eso aconteció con Aurora Rosales Pérez, hija de expertos campesinos, arrendadores de tierras y cortijos de los rentistas alcalaínos, porque, entre su familia, si nos remontáramos siglos ha, seguro que el apellido de Rosales ocuparía un lugar preferente entre los versados hortelanos de la Fuente del Rey o los laboriosos labradores  —antiguos arrendadores— de los cortijos de familias hidalgas del lugar. Labradores que constituían una unidad familiar, donde las tradiciones se transmitían de padres a hijos y la religiosidad familiar se hacía presente en todas las horas del día. Sirva de ejemplo que ellos mantuvieron hasta muy avanzado el siglo XX muchas tradiciones, como el rezo del ángelus o las novenas en los vestíbulos de las casas, dedicadas a la fiesta de la Cruz, tal y como pudo presenciar Aurora en la calle de la Peste. En aquella familia, se transmitía a los hijos la educación básica a la manera del patricio romano, la religiosidad del amor de la matrona y la amistad sincera con las familias del entorno. Y Aurora formó una pandilla de amigos, que mantuvo hasta que le vino la muerte. Compartían vivencias de fiesta de los bailes del candil y modelos de educación en los primeros pasos del matrimonio, intercambiaban todas las alegrías de los nacimientos de sus hijos y de la formación compartida hasta la marcha del hogar. Para ellas era un desahogo el encuentro ansiado y convertido en nostalgias de la niñez y de la adolescencia. Para Aurora sus nombres eran Encarna, Ana, la otra Aurora, Pura Tere…; y, con ellas, estaban sus fieles aliados, sus maridos con los que acudían a las romerías, fiestas de la Virgen, o la Semana Santa, Antonio, Manuel, Juan...
    Aurora Rosales no perdió nunca este vínculo de amistad, pero tuvo la suerte de formar, al unirse con Juan Fernández, una nueva familia, con la que compartió muchos logros económicos de su pareja —a la vez descendiente de famosos albañiles de principios del siglo XX—. Progresó en su estatus y se trasladó a nuevos domicilios, primero, junto a la iglesia del Rosario y luego al barrio de las Angustias, como si ascendiera en la escalera geográfica de la vecindad. Fueron años en los que mantuvo el amor profundo a sus hijos y al Cristo del barrio sanjuanero, lo que  transmitió a su prole; fueron años en los que vio que alguno de sus hijos marchó de la ciudad para buscar nuevos rumbos; fueron años en los que vivió  la placidez y la tranquilidad de una vida ganada desde la infancia y, poco a poco, alegrada por el incremento de sus descendientes; fueron años en los que compartió las mieles de la felicidad y prosperidad junto con su marido, Juan Fernández, hasta que sus debilitadas fuerzas necesitaron la ayuda de la dependencia. Tuvo la suerte de presenciar en su misma casa la entrada de los emigrantes, a su compañera de hogar, a la que miró como si fuera su propia hija. Por eso, siempre que veo a tu ayudante musulmana, me dice: “¡Qué buena era Aurora! Y, sin darse cuenta, ella, muy efusiva, me repite varias veces: “Dale recuerdos a Encarnilla, y a Ana….” . Parece como si hubiera vivido su misma historia del ayer exitoso que Aurora le contaba cuando estaba en vida. Seguro que ahora algún auroro te cantará:  “Al balcón de los cielos se asoma/, la Aurora brillante, madre celestial, / que criaste al Rey de los cielos, /segunda persona de la Trinidad. /De rodillas postrada la Aurora, mirando a los cielos se puso a decir:/ “Yo soy , Señor, vuestra humilde esclava,/ la voluntad vuestra se ejecuta en mí./ . Este canto es  un canto de todos, Dios es el que es; y tú lo practicaste en el rostro de aquella beduina”.
    Por Francisco Martín.


    Manuel Pastor Santiago de Lopera
    Una gran voz

    Hace unos años nos dejaba para siempre la considerada como la voz de oro del cante, el loperano Manuel Pastor Santiago, más conocido por “Manolo Lopera” por el pueblo que lo vio nacer en 1930. Era de familia humilde y, durante sus años de adolescencia, trabajó con su padre como arriero. Con 20 años, se presentó a un concurso de aficionados al flamenco, en el Teatro “Sandete y Saudo”. Obtuvo un gran éxito y le ofrecieron un contrato para recorrer toda Andalucía. En 1951, llegó a la capital de España donde se presentó y ganó varios concursos radiofónicos, lo que le permitió trabajar en el Circo Price con el espectáculo “Caras Nuevas”, dedicado a fomentar los nuevos valores de la canción española. Así, trabajó con Pepe Pinto, Pepe Marchena, la Paquera de Jerez, Antonio Molina, etcétera. Más tarde, fue contratado por la compañía Andivia y recorrió toda España con Manolo Escobar, Juanito Valderrama y Dolores Abril. En 1961, grabó su primer disco, el pasodoble “El Cordobés”, dedicado a Manuel Benítez “El Cordobés”,  y comenzó una gira por Italia, donde fue entrevistado en un programa de televisión realizado por Vittorio de Sica.
    En 1963, regresó a Madrid y participó en la película “El Alma de la Copla”, junto a Adelfa Soto, Enrique Vargas “el Príncipe Gitano” y la Niña la Puebla. Ese año montó su propio espectáculo, “Brindis por el Cordobés”, con el que recorrió todos los teatros y plazas de toros de España. Algo anecdótico y digno de recordar es que, debido a su espléndida y potente voz, comenzó a cantar a “palo seco” sin micrófonos en teatros y plazas, donde artistas de los más populares llegaron a prohibirlo. Así, la noticia llegó a los periódicos, donde Manolo Lopera retaba a quien quisiera cantar de esta forma, a lo que nunca llegó a presentarse nadie. En 1986, fue contratado en Bélgica para actuar en casas españolas, como “Casa Manuel” y “Las Cuevas del Tío Pepe”, ubicadas en la Gran Plaza de Bruselas. En 1971, realizó una gira por Ginebra y, más tarde, por Canarias, Mallorca… Poco a poco, intentó retirarse combinando el mundo del espectáculo con el de la metalurgia (Empresa de cromados). En 1987, empezó a tener recaídas, poca estabilidad en las piernas y decidió operarse sin mucho éxito al sufrir una trombosis medular, lo que le causó una tetraplejia total que le dejó postrado en una silla de ruedas para el resto de sus días. Manolo Lopera siempre fue un apasionado de su tierra, de sus olivos, sus vinos, de los que nunca perdió ocasión de hablar a todo el mundo de su querida Lopera y, por eso, cuando falleció en Madrid, su familia trajo hasta su tierra sus cenizas para que siempre estuvieran esparcidas por los campos de su Lopera.
    Por José Luis Pantoja.


    JOSÉ ARAQUE QUESADA de La Guardia
    “Sacerdote, compañero y mi amigo”

    Acabo de comenzar mis vacaciones familiares en Barcelona, cuando  sonó la llamada al mediodía del 8 de julio. Era Manolo Peláez. ¿Qué podía querer, si nos habíamos visto unos días antes? Me preguntó, como siempre, por mi familia, por los días de descanso… “Te tengo que dar una mala noticia: ha muerto Pepe Araque de accidente…”.  Un escalofrío recorrió mi cuerpo y mis hermanos me preguntaron:  “¿Qué te pasa?, ¿qué ocurre?”. La tarde–noche fue fatal. No podía apartar de mi corazón y de mi mente el recuerdo del amigo; “compañero del alma… un empujón brutal te ha derribado… temprano estás rodando por el suelo”, escribía Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé. El poema aparecía en mi cabeza.
    Estuve con José el día 28 de junio. Comimos juntos y me enseñó con gozo la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares. Hablamos de lo humano y lo divino. Me había llamado el día de San Juan, como tantos años para decirme: “Felicidades, paisano”. La estancia de José como párroco de Santisteban nos había hecho, además de sacerdotes, compañeros y amigos, también paisanos. Le dije como tantas veces: “Descastado, que no nos vemos, ¿comemos juntos?”. “El 28, martes, cuando vuelva de Jaén, nos juntamos en mi casa”.  Llegó, guardó el coche, subimos al piso, me enseñó su televisión nueva, me fumé un cigarro y fuimos al restaurante de tenía costumbre. “Pide lo que quieras, la jefa sabe lo que tengo que comer para el azúcar, el colesterol, los muelles del corazón….”. Disfrutó como un niño enseñándome su nuevo templo de Santa María, que  yo nunca había visitado: todas sus dependencias, todas las ropas, todas las luces, capillas, rejerías… hasta los pequeños detalles de los capiteles del claustro. Con su sonrisa socarrona nos despedimos, no sin antes informarme de que en agosto iría algunos días a Almuñécar. Cuídate, le dije, y nos dimos un abrazo. Nunca podía imaginar que aquel 28 tan normal sería un recuerdo imborrable para siempre.
    Conocí a José en Baeza, el año 1960. Se abría el Seminario Menor. Después, Jaén, Granada y su barrio del Albaicín. En el año 1973 se ordenó sacerdote. Fueron 13 años jalonados de recuerdos. Le fuimos llamando el “padre” por ser el mayor del curso. Me castigó de rodillas muchas veces cuando era responsable de retóricos. Lo pasábamos estupendamente en las excursiones a Jabalcuz. Me dio un tortazo por burlarme de él en Filosofía. Viajamos en autostop de Granada a Barcelona, y viceversa. Trabajamos juntos en Palma de Mallorca. Cientos de recuerdos forjaron una amistad que durará para siempre.
    Dios le concedió 38 años de ministerio sacerdotal: San Bartolomé de Jaén, Carchelejo y Cárchel, Santisteban, Santa María del Valle (Jaén), Marmolejo y San Pablo (Úbeda). Fueron los campos donde sembró la Noticia de Jesús.
    Nunca tuvimos la oportunidad de trabajar juntos en el mismo arciprestazgo. A veces, solo nos veíamos en la celebración de Martes Santo, en la que nos sentábamos juntos. Protestaba un poco ante algunos cambios, pero solo lo hacía con los amigos; yo le decía: “José, ya está cantando la gallina”, porque era incapaz de decir no, aunque no lo viese claro.
    Fue feliz en todos los sitios que estuvo, porque era un hombre bueno. Ninguno de sus compañeros ni de sus feligreses ha dicho una palabra mala de José. Si tuviera que definirlo lo haría con dos palabras: cercano y pasó haciendo el bien.
    Se ha ido José, el padre, con el Padre. Se ha ido debiéndome un trabajo. “Ya lo haré”, decía. Era la copia del viaje que hicimos a Asturias y Cantabria algunos compañeros de curso, que él iba grabando.
    Espero que aún “tengamos que hablar de muchas cosas compañero del alma, compañero”. En memoria.    

    Por Juan Quiles Clajer, párroco de San Francisco en Villacarrillo.


    CARMEN MALENO ARCOS de Balerma (Almería)
    La última hora del amor

    En la entrada de la UCI del Hospital de Motril, nos afanamos unas cuantas personas, en colocarnos unos patucos de plástico y una bata de color verde para visitar a nuestros seres queridos que luchan por sobrevivir.
    Entro lentamente en la estancia y busco a mi Carmen. Localizo la aparatosa cama en la que yace dormitando levemente y con la respiración agitada.
    Hace dos días que le quitaron los tubos del respirador y hoy han sustituido la mascarilla, que le aplastaba la nariz, por un tubito que le aporta oxígeno. Toco suavemente su mano derecha y me abre los ojos, sus preciosos ojos, brillantes y hermosos.
    Intenta decirme algo que me es imposible entender, los tubos del respirador le han debido hacer daño en la garganta y casi no puede hablar.
    Consigo entender, a duras penas, que me dice: “No te vayas”.
    —“No, mi amor, no me voy, me quedo contigo todo el rato”.
    Le digo que no hable, que no se esfuerce, que si me ha de contestar que sí, que cierre los ojos y para decir que no, que los abra completamente.
    —“¿Me quieres, mi vida?”. Y me cierra con fuerza los ojos.
    Acaricio su mano hinchada, paso mis dedos por su mejilla arrebolada por un resto de fiebre y empiezo a hablarle de nuestro nieto, de cuando lo tuvimos en casa a finales de febrero, de su carita preciosa y de su sonrisa angelical.
    Le digo que pronto se va a poner bien y que volveremos a casa, a nuestra salita, en la que pasamos tantas horas juntos, viendo esos programas de cocina que tanto le gustan.
    Buscaremos en internet esos lugares a los que viajar, llamaremos a los hoteles para concretar si hay habitación para cuando planifiquemos el viaje..., y ella me sonríe, con una risa preciosa y encantada.
    —“¿Quieres que el próximo viaje sea al mar?”. Y vuelve a cerrar los ojos con fuerza.
    —“¿Sabes que he pensado?, que nos vamos a ir a Almería, a la orilla de tu mar, e iremos al mercado del pescado para que puedas hacer esos guisos tan ricos y, por las tardes, pasearemos por la orilla, junto a las olas, cogidos de la mano... Sonríe e intenta hablar.
    —“No, no me digas nada, no te fuerces, ¿me entiendes lo que te digo?”. Y vuelve a cerrar los ojos con fuerza. Beso su mano y acaricio su pelo desordenado.
    Le hablo de nuestros hijos y se le ilumina el rostro.
    —“¿Te acuerdas de la playa de las Canteras en Canarias? ¡Qué Navidad más bonita con nuestros hijos!, ¿eh?”. Vuelve a acentuar su sonrisa y me aprieta la mano.
    —“¿Sabes qué? Cuando te pasen a planta me traigo el ordenador y nos conectamos con ellos para ver al pequeñín...”.
    —¡Qué guapa estás!”. Me hace un gesto como diciendo... sí, claro, guapísima.
    —“De verdad que estás muy guapa y te quiero muchísimo, Carmencica, que eres lo mejor que me ha pasado en la vida...”. Acentúa su sonrisa, esa risita preciosa, mientras vuelvo a acariciar sus mejillas.
    Le hablo de Finisterre, que tanta ilusión le hacía conocerlo, la playa de las Catedrales de Ribadeo y otras anécdotas de nuestros viajes... El rato pasa veloz, como si el tiempo no quisiese que siguiéramos juntos e inexorablemente recibo el anuncio de que he de abandonar el recinto, beso una y otra vez su mano y su frente. Lentamente me alejo de su lado sin dejar de mirarla, mientras ella me hace un gesto de despedida con su mano hinchada.
    Al día siguiente, otra peritonitis terrible la llevó de nuevo al quirófano, y el día 7 de abril me dejó para siempre, después de haberme dado los cuarenta y cuatro años más felices de mi vida. Mujer maravillosa y preciosa, compañera ideal, buena y culta conversadora, fiel amiga, apasionada amante, madre amantísima y perfecta esposa... Si hubiese sido posible, le habría dado la mitad de los días que me quedan por vivir para haberlos pasado con ella, juntos y de la mano, como me decía con gracia “Tú to pa mí y yo pa ti toa” .
    Por Eduardo Azaustre Mesa.