Hasta siempre

Lorenza Juárez perona de Puente de Génave
Un recuerdo para Lorenza, a la que no olvidaremos

Lorenza fue una de las mujeres del barrio a la que siempre recordaré por muchas razones. Una de ellas, y digamos que la más significativa, es que fue la madre de mi gran amigo Federico, uno de los de la infancia, que, aunque ahora, por razones de trabajo, se encuentra fuera, siempre es y será para mí uno de los más añorados del barrio. Tampoco se puede olvidar a sus otros dos hijos, Encarni y Julián.

    18 jul 2010 / 09:51 H.

    Lorenza Juárez era una de esas señoras enérgicas que no paraba de renegar de los críos del barrio cuando, por ejemplo, jugábamos con el balón en su puerta y, tras algún que otro pelotazo a la misma, nos amenazaba con pincharnos la pelota, cosa que jamás hizo. Entre otros motivos, porque, en muchos casos, el balón era de su hijo Fede. Recuerdo que  en una riña con Federico le di un mordisco en el estómago. No os podéis imaginar a  Lorenza. Se puso, y con razón, “pa que le diera algo”, y más cuando el motivo de la discusión fue una almendra.
    Ese era el carácter de Lorenza, pero, en el fondo, era una persona muy cariñosa.
    Todo lo que había en su casa era de todos. En verano, cuando la huerta empezaba a dar sus frutos, el barrio de las Ánimas se comía los mejores tomates del pueblo, las mejores judías, las mejores lechugas, los mejores pepinos y un sinfín de hortalizas que, seguro, apañaban por aquel entonces a más de una familia.
    Ahora Lorenza nos ha dejado después de una larga enfermedad y si os soy sincero, el barrio va a echar de menos esa figura de mujer enérgica.
    Se fue difuminando poco a poco hasta el pasado domingo. Desde aquí, mi más sincero pésame a la familia Campillo Juárez, a su esposo, Alfonso; a sus hijos, Federico, Encarni y Julián; a sus hijos políticos, Mari, Miguel y Nuria, a esas dos perlas de nietas y a su nieto Miguel Ángel, que juega como cada día en la calle del barrio con su amiga Lucía ajeno a todo lo ocurrido. Desde esta página va este recuerdo a Lorenza, una gran mujer a la que todos recordaremos.
    Por Joaquín Castillo.

    Dolores Consuegra Lechuga de La Carolina
    Una mujer trabajadora que amaba a su familia

    La vida y el compromiso de María Dolores Consuegra Lechuga siempre estuvieron volcados hacia su familia. Se fue de esta vida a los 97 años, de repente, cuando ella esperaba llegar a la meta de los cien. Dolores, como era conocida en casi toda la población de La Carolina, supo ganarse el pan desde pequeña, ayudando a sus padres en multitud de faenas. Durante su juventud, mientras vivía en un cortijo en las afueras de la capital de las Nuevas Poblaciones, cuidaba de sus cuatro hijos y preparaba la comida para su marido, que, por aquel entonces, trabajaba como minero en un paraje denominado La Inmediata, distante unos cinco kilómetros del casco urbano carolinense.
    Trabajadora incansable, aprendió a leer y escribir en una escuela nocturna de las de antes, porque las ocupaciones diarias no le dejaban tiempo para tal fin durante las horas de sol. Y es que mi abuela no dejaba pasar una jornada en la que no aprendiese algo. Siempre prestaba mucha atención a los informativos de la televisión y, también, leía con asiduidad todo tipo de periódicos y revistas que caían en sus manos. Siempre me preguntaba que si había visto tal o cual programa que hablaba de salud en la tele. Precisamente, una de las anécdotas de sus últimos años de vida, ya metida en los noventa, era elaborar cualquier comida o dieta sana con la receta que leía en las revistas para permanecer lo más longeva posible. E, incluso, me daba consejos de comidas favorables para no coger kilos y guardar esa línea que casi todos nos saltamos a la torera, especialmente en los meses de verano. Como es lógico, Dolores Consuegra sigue estando presente en la mente de sus más allegados.
    Fue una persona querida y sentía un apasionado e intenso amor por su familia. Era una persona muy familiar y, por ello, siempre estuvo pendiente de sus hijos, nietos y biznietos, ya que enviudó en 1971 y, aunque pasó una mala racha sentimental, supo reponerse con su gran fuerza de voluntad a este momento amargo especialmente para ella.
    Tuve la suerte de dormir en casa de mi abuela desde que tenía once años y así, de esta forma, cuidar a la vez de ella por las noches. Nunca me dio una mala noche y, en cambio, sí muchas alegrías, además de hacerme bastantes regalos frecuentemente para intentar contentarme por estar pendiente de ella constantemente.
    Me enseñó a elaborar suculentos platos gastronómicos y, a pesar de su avanzada edad, remendaba los bajos de los pantalones o hacía arreglos de todo tipo de ropa con total profesionalidad. Esta ama de casa no tenía enemigos de ningún tipo. Todo era bondad y alegría. Se fue de esta vida sin darle tiempo a decir ni siquiera adiós. Ahora estoy segura de que descansa en paz en el Reino de los cielos porque amaba a Dios y a su Virgen Milagrosa por encima de todas las cosas. Por eso, aunque estés ausente,  siempre estarás junto a nosotros. 
    Por tu nieta, Adriana Fernández.


    Aurora Sánchez Fuentes  de Alcalá la Real
    Un claro testimonio de amor

    Este año no le voy a escribir mi epístola a Aurora. No se merece desbordarme y salirme de la imagen de su derroche de amor. Pero, en el recuerdo de su muerte sellada por un claro testimonio de amor, le dirijo este poema:
       
    I. En el aire, una sarta de cuentas se desgrana
    de oraciones reiteradas y, a la hora,
    prefijadas, se percibe su negro torso
    suplicante e iniciando la rueda consagrada
    del contador del rosario de su ama.
    Lo dedica, lo reza, y lo adorna
    con la salmodia de aquel que le proclama
    a su señora todo su cuerpo y alma.
    En la iglesia la piedra finge esbozos
    de un “avemaría” que se siente aclamada.
    Y su Hijo le sonríe en las arcadas,
    con el  Padre, en la bóveda, majestuoso.

    II. Un cuerpo anacarado canta glorias
    de una mujer, consumida en el  servicio,
    brindó su paso a un fiel delirio
    en cantar el amor por una historia.
    Un alma enredada en la noria,
    cangilones de gracia sube y traslada
    al cielo, donde  la madre le espera
    abriéndole  las puertas de la gloria.
    Y  le otorga el estandarte de abogada
    santa, virginal, mujer inmaculada.

    III. Esta mañana, los ojos se le abrieron
    para ver a  su Cristo, de Ella amado.
    Ha  vencido esta  mujer su última catarata.
    Y la aurora se prolongó en la jornada.
    Ha ganado la gloria con su Hijo.
    Comulgando contigo allá en lo íntimo,
    Un saludo nos da y, afortunada,
    —comunión eternamente gozada—
     mientras  reza, en el cielo conquistado,
    un rosario de sempiternas palabras.
    Y se escucha, en el banco, un suspiro,
    del recuerdo de una  mujer buena y santa.
    Por Francisco Martín.

    Joaquín armenteros hernández de Jaén
    “Cuesta sudor, esfuerzo y lágrimas escribir sobre un amigo y compañero”

    Qué quieren que les diga. Cuesta sudor, esfuerzo y lágrimas escribir, a título póstumo, de un compañero. Sin embargo, “el oficio de escribidor” de periódicos tiene que estar para las duras y las maduras. Y yo, no iba a ser la excepción, en ellas estoy.
    A Joaquín Armenteros Hernández le conocí, porque trabajamos juntos en Diario JAEN, hace medio siglo. Compartíamos, él en la cosa administrativa, y yo en la cosa de la corrección tipográfica, muchas horas bajo el techo de aquel edificio del Conde de Corbul. Por cierto, que se cae a pedazos, situado en la Carrera de Jesús, en donde se confeccionaba el periódico, y ya aquí abajo, en el Polígono de Los Olivares.
    Joaquín era inteligente, amable, comprensivo, servicial. Adjetivos que utilizo no para agradar a sus deudos, sino porque es una verdad tan grande como la luz que baña de oro esta tierra de olivos retorcidos, la cuna del aceite, de la devoción, el compromiso con un mañana mejor sin olvidar el pasado que nos moldeó a base de años y desengaños y de la sabia experiencia.
    Cuántas veces vi a Joaquín pasearse con el Nazareno en los Viernes Santo de cera, caperuz, fatiga y emociones espirituales. Joaquín amaba a Jaén sobre todas las cosas y el gentilicio de jiennense lo llevó a toda gala y honra, no colgado como un “sambenito” martirizador, sino como una bendición dada en la pila bautismal de las creencias. Se nos ha ido el compañero y, además, amigo fiel. A veces, compañerismo y amistad son dos polos que se repelen o que se dan calambre cuando se rozan. Mi roce con Joaquín consiguió dos cosas importantes y trascendentes a la vez: confiar en la persona y estar seguro de que con su grata compañía era posible alargar la amistad durante toda una larga vida.
    Mi compañero, tanto en Diario JAEN, como en la Subdelegación del Gobierno, tuvo proyectos anhelantes de pedir la jubilación anticipada, pues más de medio siglo trabajando pesa como el plomo, para, así, disfrutar de los suyos o, quién sabe, de su afición al dominó, juego en el que pillaba sus berrinches cuando le ahorcaban el seis doble o el compañero de mesa no intuía la intencionalidad cuando el compañero repetía una ficha.
    Irse definitivamente a los 66 años, a los otros dominios celestes, ha supuesto profundas lágrimas para su familia. Familia a la que le mando mi abrazo, mis respetos condolientes, esto es, a su esposa Antonia Liébanas Barroso; hijos Joaquín y Gema; hermanos Matilde, Antonio y Manolo; hermanos políticos Encarnita, Rafael y Brigi y demás familiares. A veces, un nombre y dos apellidos dicen poco, pero si ese nombre se llama Joaquín Armenteros Hernández, a mí, personal y emocionalmente, me dice mucho, pues fue mi amigo y compañero durante más de medio siglo. Ya ha llovido, Señor, que lo has llamado a tu morada porque sabes que a tu santa casa sólo van los elegidos por ti. Joaquín es uno de ellos.
    Por José Sánchez del Moral

    Rafael García Coca
    de Lopera

    Un hombre generoso, con gran corazón, y un importante número de buenos amigos
    El pasado día 5 de julio, falleció en Lopera, a los 79 años, Rafael García Coca. No pasa un solo día sin que sea recordado por su familia, vecinos y amigos, pues, ante todo, era una gran persona. Rafalete, como era conocido por todos, fue el tercero de una familia de seis hijos: Catalina, Ana, Rafael, Juana, Rosa y Paquita. Sus padres fueron Martín García Madueño y Rosa Coca Moreno.
    Rafael García Coca se crió en el seno de una familia de carpinteros, en la popular calle San Sebastián. Pronto aprendió el oficio de la madera con su padre Martín  y comenzó a trabajar de carpintero, en primera instancia, en la ciudad de Linares y, después, en los años 60, decidió marcharse a Barcelona donde trabajó varios años en una carpintería.
    En el año 1973, regresó a su municipio natal de Lopera y se dedicó a realizar trabajos de restauración en madera y a todo tipo de actividades relacionadas con este tipo de material que le encargaban sus paisanos. Eso sí, siempre con la ayuda de su inseparable Francisco Jurado. Su impronta, por ejemplo, ha quedado para la historia en los bancos de la iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción, que, con gran destreza, realizó con su amigo Nicolás García Hurtado.
    Le encantaba pasar buenos ratos de charla junto al puesto de chucherías de Francisco Madero “El cantica” con sus amigos Antonio Rosales y Raimundo Sanz. Fue un apasionado del fútbol y bético convencido. Así, era socio de la peña del Real Betis Balompié “Manuel Ruiz de Lopera”.
    Sus ratos libres los dedicaba a la lectura. En este sentido, fue un lector empedernido de Diario JAEN. Nunca olvidaremos su imagen sentado a la sombra, debajo del mural dedicado a Miguel Hernández, leyendo la prensa diaria y mirando por encima de sus gafas. También fue un enamorado de la historia de su pueblo y un asiduo colaborador  del Cronista Oficial de Lopera. De esta manera, siempre que pudo, asistió a la Jornadas de Historia de Lopera todas las Navidades. Gran devoto y hermano de las cofradías de la Virgen de los Dolores, Virgen de la Cabeza y del patrón de Lopera, San Roque.
    Era un hombre de carácter firme, pero todos los que lo llegaron a conocer sabían que tenía un gran corazón y era muy generoso. Era amigo de sus amigos, y presumía de tener muchos y muy buenos. Murió rodeado de los suyos. Su memoria permanecerá siempre viva en el recuerdo más íntimo de todos sus descendientes.

    Por José Luis Pantoja.