Hasta siempre

Manuel López Garrido de Martos

Se pasan los días y veo poco a papá, pensé. Con los asuntos de trabajo, las cosas de casa y el ritmo de vida  que llevamos no dedicamos suficiente tiempo a la familia. A mi padre, con la cosa de que lleva muchos  años trabajando de ciudad en ciudad, sólo lo tenemos con nosotros los fines de semana, lo que nos sabe a poco.

    05 sep 2009 / 22:00 H.

    Sin pensarlo, cojo el teléfono y llamo a mi colega Manolo: “¿Nos acercamos a Sevilla, Manuel?”. Mi padre siempre se alegra mucho de ver a mi amigo, que es como de la familia. “!Cómo no! Mañana mismo lo hacemos, a las nueve en tu casa y tiramos para allá”, respondió.
    Mi padre no se lo esperaba. Recibió una grata sorpresa, y nosotros, un cálido abrazo. Pasamos la tarde tranquilos, a gusto, charlando. A sus  cincuenta y nueve años (que nadie le echaba). Mi padre se había aficionado al “footing”. Nos contaba entusiasmado sus modestos logros, y yo le veía con “la baba caída” cuando le relataba las trastadas que hacía mi niña, su única nieta, que lo tenía loquito perdido.
    Para pasar un día espléndido no necesitábamos grandes emociones ni nada fuera de lo común. Sólo nuestra compañía, una cabezadita en el sofá después de comer, un paseo por la zona que él frecuentaba y un refresco antes de regresar para casa concluían una jornada entrañable. “Ten mucho cuidaíco en la carretera, hijo mío”. Y los dos últimos besos antes de dejarlo allí en Sevilla, dejarlo para siempre. El viernes por la noche, nos cambiaron la vida. El mayor golpe que he sufrido. “No hemos podido hacer nada por su padre”. La Guardia Civil, en cumplimiento de su deber, me marcó a fuego estas palabras en el alma para el resto de mi vida. Un tipo sin escrúpulos y cargado de alcohol le arrebató los proyectos, la ilusión, la alegría, la vida y nos arrancó de forma vil un trozo de corazón a todos los que lo queríamos. Ahora, paso las horas del día y de la noche recordando, repasando, intentando no olvidar ni una sola palabra, ni un solo gesto de su cara, ni un solo minuto de aquel bonito “último miércoles”. Por tu hijo José Manuel.

    Carlos de Torres Laguna: historiador y escritor

    El pasado 14 de agosto hizo 38 años del fallecimiento del médico, historiador y escritor Carlos de Torres Laguna. Había nacido en la vecina Arjona, en el año de 1904. Estudió Medicina en las universidades de Madrid y Sevilla y, después de licenciarse, se ubicó en la ciudad de Andújar, lugar donde desarrolló su profesión. Se casó con la iliturgitana Luisa Martínez Navarrete, un matrimonio que, en plena Guerra Civil, tuvo a su único hijo, José Carlos de Torres, filólogo e investigador del CSIC.
    Al estallar la contienda, por ser el médico más joven y no nacido en Andújar, era el único facultativo que salía por la ciudad para realizar las visitas médicas. Estuvo reclutado en el Hospital por las autoridades republicanas. Asistió a los refugiados en el santuario de la Virgen de la Cabeza minutos antes de empezar la sublevación y enfrentarse a la República. La Guerra le trajo un hecho jubiloso, el nacimiento de su hijo, y un hecho luctuoso, la pérdida, al ser asesinado, de su cuñado Rafael Martínez Navarrete, el 25 de agosto del 36, conocido por haber sido alcalde de Andújar por el Partido Radical, desde diciembre de 1933 a febrero de 1936.
    Después de la guerra, se centró en su trabajo, en su familia y en su afición a la literatura. Ejemplo de esto fue su libro sobre las leyendas iliturgitanas de influencia romántica becqueriana. Los libros de Terrones y de Salcedo Olid sobre Andújar, San Eufrasio y La Virgen de la Cabeza, le despertaron un interés por la historia local, tanto que dejó escritas varias obras: “Iliturgi”, “Andújar cristiana”, “La Morenita y Su Santuario”, “Andújar a través de sus actas municipales” (libro póstumo) y el de las leyendas ya aludido.
    En 1959, fundó el Ateneo de Andújar, un espacio cultural en una sociedad iliturgitana poco proclive para él. Allí, destacó como colaborador Francisco Calzado. Carlos de Torres Laguna estuvo solo a la hora defender el patrimonio local. De poco sirvieron sus informes y sus memorias. En 1965, presentó a la Comisión Provincial de Monumentos una memoria titulada “Andújar Monumental y Artística”, en la que fijó lo que se debería de conservar, lo que había que restaurar. Perteneció a la Real Academia de la Historia
    y fue consejero del Instituto de Estudios Giennenses. Apasionado por la naturaleza, adquirió una pequeña viña en la Sierra de Andújar, a la que llamó “La Encina Negra”, un recuerdo a Machado.
    Fue colaborador de Diario JAEN, periódico en el que tuvo una sección fija llamada “Mirador de Andújar”. En ella, dio a conocer apuntes y opiniones sobre aspectos históricos o anecdóticos de la ciudad. Su último escrito apareció en el suplemento de Feria de 1971, una vez ya fallecido, donde daba a conocer el acueducto del Barranco. En 1980, el Ateneo le dedicó un homenaje con ciclo de conferencias y exposiciones,  haciéndose eco Diario JAEN a través de Vicente Oya, que resaltó la trayectoria humana, cultural y profesional de Torres Laguna. Por Juan Vicente Córcoles

    Manuel Hurtado Pérez de Jaén

    Han pasado ya dos años desde que te marchaste, en plena juventud, la noche de San Antón de 2007, de una forma totalmente inesperada y sin poder realizar tus sueños laborales de ser un excelente asesor de empresas. Seguro que te encontrarás gozando de la presencia de tus vírgenes de la Soledad y de la Estrella, a las que portabas, año tras año, con esa fe que solamente las grandes personas como tú sabéis tener.
    Tú también, y por desgracia, me portaste, siendo mi cirineo, durante los veranos, en la piscina de nuestro club. Solamente con tu ayuda y, esporádicamente, con la de alguna persona podía ser introducido en la piscina para poder realizar los ejercicios correspondientes a mi rehabilitación. Por eso, jamás se me olvidará la alegría y satisfacción con que, a diario, realizabas este trabajo. Ahora que la piscina ya está adaptada, siempre te recuerdo con nostalgia por esos momentos vividos gracias a ti.
    No tengo palabras de agradecimiento por haber sido durante esos veranos mi cirineo, ayudándome a portar esta cruz tan grande que, por destinos de la vida, me tocó. Bien sabes que también eran, en parte, mi cirineo tu madre Floren y tu querida hermana Inmaculada, con las que, y como cada verano, siempre hablamos de esto y de lo gran hijo y hermano que fuiste. Ellas siempre estaban dispuestas, y aún lo están, a ayudarme. Esta es la causa de que, aunque han pasado ya más de dos años, quiera agradecerte públicamente lo gran persona que eras, no solamente por las ayudas prestadas, sino por tus varias acciones.
    Quiero hacer hincapié en que lo demostraste como buen cofrade y hermano en esta vida. Siempre que lo necesité, recibí tu ayuda sin que me pidieras nada a cambio. Simplemente, te daba las gracias. Por eso, estoy totalmente seguro de que, desde la noche de San Antón de 2007, estarás gozando de la presencia de tus imágenes veneradas de la Semana Santa de nuestro querido Jaén. Realizaste méritos para ello en tu corta andadura por este valle de lágrimas. Como un buen cofrade y hermano que demostraba que, para él la Semana Santa son los 365 días del año. Te ruego que allí donde estés, seguro que gozando de la paz eterna, intercedas por todos nosotros los que seguimos en este mundo. Hasta siempre Manolo. Nunca te olvidaré. Por Antonio Martínez Luque.

    Segunda carta a Martín Jiménez Cobo: profesor, historiador, sacerdote diocesano, Hijo Predilecto de Mancha real y cronista de la villa de Larva, entre otras profesiones

    Estimado amigo Martín: Ya han transcurrido más de seis meses desde que nos dejaste la noche de San Silvestre (última del pasado año 2008). Habías cumplido 80 años. En este verano, cualquier mañana, topo con una carpeta que tenía abierta con tu nombre y me viene la idea de continuar mis cartas a tu persona. Pienso que puedes ser para algunos eruditos un modelo de modestia, trabajo callado y profundo, austeridad y ecuanimidad en tus criterios. Ejemplo para tus numerosos sobrinos de ambos sexos, ejemplo para tus paisanos mancharrealeños y, también, para los que te conocimos en tu salsa, con tu alegría comedida y tu fidelidad a la Iglesia y a las personas.
    Me anima a continuar estas cartas hacia ti la pregunta que me hicieron varias de tus sobrinas sobre la posibilidad de seguir escribiéndolas, así como el elogio de que habían aprendido alguna cosa de su tío que no sabían, o nadie les había contado. Me motiva también, personalmente, escribir de alguien que me apreciaba, a mí y a mi familia, que siempre leyó los textos que yo le pasaba antes que a nadie, con cariño, profundidad, respeto y discreción.
    Te recuerdo, Martín, cuando te di a leer el breve prólogo que me encargaste para tu obra, aún inédita, “Las inscripciones romanas en Martos”, era un texto de sólo dos folios y pico. Me dijiste que era demasiado elogioso. Te pregunté si había algo que no fuera cierto. Me contestaste: “Sí. Todo lo que has escrito es cierto”. “Entonces todo vale, Martín” —le respondí—. Ese prólogo y esa obra siguen en la mesa de algún concejal o funcionario de cultura marteño, después de casi 5 años desde que te dieran aquel premio de historia local. Los papeles originales de tu buen trabajo siguen, supongo, en la imprenta marteña de cuyo nombre no quiero acordarme, porque, tal vez, la pobre empresa no tenga la culpa de nada en cuanto al retraso se refiere. Seguimos de cerca este asunto, Martín, y se publicará la obra.
    “Addenda” para los que no te conocieron: Don Martín era una persona sencilla pues, a pesar de poseer 5 títulos y otros que enumeraré, huía de los protagonismos y del boato personalista que se dan, y a veces nos damos, muchos de los que nos dedicamos a esto de la erudición y la escritura periodística gratuita. Sus familiares han tenido a bien facilitarme el testamento de Martín, donde me demuestra y nos muestra a los que le conocimos cómo era realmente para sus adentros. También percibimos en ese importante documento su generosidad. Generosidad para con su pueblo, Mancha Real, al que deja 1.000 metros cuadrados y, dentro de ellos, su querido chalé, que muchos fines de semana era su refugio íntimo para reflexión, lecturas, confección y redacción de trabajos. El chalé de Martín fue bastantes veces asaltado por gamberros, ya que se encontraba cerrado durante la semana mientras él vivía en la ciudad de Jaén. Está en una zona de las afueras de Mancha Real, zona de expansión urbana, con vientos saludables, excelentes vistas y lugar de paseos al pie de sierra Mágina. Será un futuro museo de historia y tradiciones locales, si el Ayuntamiento lo ejecuta antes de diez años a contar desde el día de la apertura de su testamento, supongo. Generosidad, también, para la Iglesia Católica, a la que sirvió gratuitamente durante casi toda su vida, ya que vivía con su sueldo de funcionario de Educación y Ciencia como profesor de latín y griego. Deja 120.000 euros para Cáritas Diocesana de Jaén, esa institución sin la que la Iglesia no sería la Iglesia del verdadero Jesucristo.
    Nos puede enseñar Martín con este gesto de qué manera su “modus vivendi” (a él le sonará bien esta expresión) no era el de un solterón empedernido, ni el de un avaro cualquiera, ni el de un placentero epicúreo, sino el modo de vida de un cura austero. Nos lo demostró muchas veces. Esa austeridad en el comer y en el vivir, en general, tal vez acortara sus días, sus fructíferos días como, tal vez, tendremos ocasión de comprobar cuando se lleve a cabo su testamento y no se pierda su patrimonio cultural: libros, apuntes, microfilms, infinidad de recortes temáticos, de sus personales centros de interés (tanto de periódicos como de revistas), mapas, dibujos, fotos… incluso algunos objetos arqueológicos que recogía al azar o caían en sus manos porque se los entregaban terceras personas.
    Tal vez en el futuro, aparezcan en Diario JAEN, medio periodístico en el que colaboró asiduamente, nuevas cartas a Martín Jiménez Cobo. En ellas, hablaremos de él como Hijo Predilecto de Mancha Real, historiador con el grado de doctor, cronista oficial de la villa de Larva, sacerdote diocesano y profesor y director de Instituto de Enseñanza Media en diversos centros tanto de la parte occidental de Andalucía (Sanlúcar de Barrameda), como de la parte oriental (Vélez-Málaga), desde donde ahora escribo. Torre
    del Mar, (Vélez-Málaga). Por Manuel Medina Casado

    Benito Alcalá Alcalá de Lopera

    El recuerdo vivo de Benito Alcalá Alcalá sigue muy presente en sus familiares, amigos y vecinos de Lopera, a pesar de que su fallecimiento tuvo lugar ya hace algunos años. Fue el quinto de una familia numerosa de ocho hijos: Miguel, Benita, Catalina, Pedro, Benito, Manuel, José y Antonio. Sus padres fueron Benito Alcalá Merino y Feliciana Alcalá Bruna. La infancia de Benito Alcalá transcurrió entre la calle San Roque y en el colegio que había en el Hospital de San Juan de Dios. Con apenas 13 años comenzó a trabajar con su padre en las tareas agrícolas en las fincas que tenía la familia en los pagos del “Suspiro” y “El Desillo”.
    En el año 1936, en plena Guerra Civil, Benito Alcalá se marchó al campo de batalla y participó como Cabo de Carabineros en los Frentes de Teruel y Belchite. Durante un tiempo, estuvo retenido en la Plaza de Toros de Manzanares con otros compañeros. En este lugar, causalmente, coincidió con su hermano Manuel. Este hombre conoció bien los horrores de la contienda y el sufrimiento que generó en las familias españolas. Vio cómo amigos se enfrentaban por pertenecer a uno u otro bando.
    De vuelta a su municipio natal, comenzó a trabajar con Eduardo Rodríguez y realizó jornales en   “Mirabueno”. Un tiempo después, concretamente en el año 1942, se casó con la mujer de su vida, Francisca de la Torre Sánchez. Fruto de esta unión nacieron tres hijos: Benito, Feliciana y Manuel. Todo el mundo aseguraba que eran hijos del amor, ya que Benito y Francisca se trataron con tal respeto que fueron ejemplo para su descendencia y otros amigos. A la vez que veía crecer a su familia, siguió trabajando en las labores agrícolas, como la recogida de la aceituna. Así, en el año 1948, fue nombrado aperaor de los bueyes de Mirabueno. Además, también mostró su destreza al hacer alminares de paja y los anterrollos para hacer la collera para labrar la tierra, entre otras tareas. A Benito Alcalá le encantaba pasar sus ratos libres haciendo cuentas en su casa y en su  huerto familiar. En esta tierra cultivaba todo tipo de hortalizas (pimientos, patatas, acelgas), que después se empleaban en la cocina familiar, aunque como era un hombre generoso, regalaba bastante a sus amigos.
    Benito Alcalá Alcalá siempre fue un gran colaborador y se volcó con el cronista oficial de Lopera en la recuperación de la historia y tradiciones de su municipio. Fue un fiel devoto de la Virgen de la Cabeza y, siempre que podía, acudía al Cerro del Cabezo para reencontrarse con La Morenita. Le gustaba oír la radio, pero esta no era su única afición. También le encantaba ver la televisión y, sobre todo, los toros. No en vano, fue un seguidor nato de Manolete, a quien pudo ver en vivo en varias corridas.
    La vida de Benito Alcalá estuvo marcada por ser un hombre que se desvivía por su familia. De hecho, siempre mostró gran devoción por los cuatro nietos a los que llegó a conocer. (Benito Javier, Paqui, Benito Manuel y Antonio). Les dedicaba todo el tiempo que podía y, con ellos, pasaba buenos momentos. Les contaba sus vivencias en la contienda y cómo se vivía en Lopera en aquella época. Ellos les respondían con un profundo amor. Era normal, siempre decían que lo querían mucho y que era un abuelo muy bueno. Benito Alcalá fue un hombre muy trabajador y formal. Sólo estuvo cinco días en la cama y, cuando le visitó el médico, le dijo: “No me ponga de nada pues ha llegado mi hora”. Murió con 94 años cumplidos. Su memoria permanecerá siempre viva en el recuerdo más íntimo de todos sus descendientes. Por José Luis Pantoja.